Qué sabía Pablo de Tarso sobre Jesús de Nazaret (18-11-18) (1025)




Escribe Antonio Piñero


Sigo, como escribí en la presentación del libro el día anterior, con mi comentario al excelente libro del Dr. D. Fernando Bermejo sobre la “Invención de Jesús de Nazaret”. Y seguiré comentando, dure lo que dure, que no lo sé, a menos que note –por medio de los contadores electrónicos de visitas, o por algún que otro comentario– que los lectores se aburren del tema en general. Espero que no sea así, porque cada postal tendrá una temática diferente, al menos parcialmente.


En el capítulo I, “Las Fuentes”, en la primera sección, argumenta el autor que, a la hora de investigar sobre el Jesús de la historia no disponemos de fuentes arqueológicas directas, sino solo textos. Es cierto; fuentes arqueológicas son solo indirectas, por supuesto, y sólo del entorno social, histórico, topográfico, etc.; tampoco numismática, que queda reservada para reyes y poderosos.


Añade Bermejo que la distinción entre fuentes canónicas y extracanónicas a la hora de investigar carece de razón lógica, puesto que en tiempos de Jesús y hasta bien entrado el siglo II no sentían judeocristianos y paganocristianos la necesidad de hacer distinción alguna. La distinción entre apócrifos y “canónicos” comienza a hacerla en la práctica Ireneo de Lyon en su obra “Contra las herejías” (170-180); se ve con toda claridad en el Canon de Muratori (si es que puede fecharse hacia el 200 y si su redacción tuvo lugar en Roma, la comunidad “cristiana” más importante en el 200); y se ve clarísimamente en los papiros, cuyos testimonios evangélicos más antiguos (menos el Papiro 52 del Evangelio de Juan, fechado paleográfico más o menos hacia el 150; y el P 46 que tiene solo fragmentos de cartas de Pablo) son el P 64, P66, P75, P90, P104, no traen ya ningún texto evangélico –que yo sepa– que más tarde fue considerado apócrifo.


Ahora bien, si se examinan los índices de la obra de Bermejo no se ven citas del Evangelio de Tomás de Nag Hammadi ni del Evangelio de Pedro, ni del Papiro Egerton, ni de los Evangelios apócrifos


Estoy por tanto de acuerdo con el autor: la eliminación sistemática de las fuentes extracanónicas (en concreto evangelios apócrifos) del panorama mental del investigador, carece de fundamentación lógica. En la práctica, sin embargo, la utilización de los diversos posibles evangelios (de Tomás de Nag Hammadi; de Pedro; Papiro Egerton) no aparece, como utilizados en el Índice analítico.


Es cierto que los judeocristianos y paganocristianos del siglo II, hasta la época más o menos, en la que se extendió el “Contra las herejías” de Ireneo de Lyon (compuesto hacia 170-180) y el Canon de Muratori (suponiendo que sea correcta la fecha más menos hacia el 200, y que su lugar de composición, discutido, fuera Roma, la comunidad, económica y socialmente más potente de la cristiandad). En realidad hay que esperar hasta el 320, más o menos con Eusebio de Cesarea Historia Eclesiástica 3, 25, 1-7, y al 367, con la Epístola festal de Atanasio de Alejandría, para tener listas de obras sagradas como hoy día. Es cierto además que tenemos que otra seguridad: en los primeros papiros del Nuevo Testamento, los que traen textos de los evangelios (el P46 solo tiene fragmentos de Pablo), como el P64, P66, P75, P104 al P111, son de finales del siglo II o de primeros del III.


Respecto a Pablo de Tarso argumenta el Dr. Bermejo que “parece no haber conocido personalmente a Jesús” (p. 30). Es posible. A mi entender, y después de muchos años intentando “meterme en la piel” del Tarsiota, opino que es más probable que lo conociera (Pablo al fin y al cabo sería unos 10 años más joven que Jesús), o que hubiera oído hablar de él, pero ciertamente que no le interesó en absoluto (2 Cor 5,16: “Así que, en adelante, ya no conocemos a nadie según la carne. Y si conocimos a Cristo según la carne, ya no le conocemos así”)… “en adelante”; no anteriormente. Al Tarsiota no le interesó después de su “llamada” más que el Jesús crucificado-resucitado-entronizado. Y ciertamente también, como afirma Bermejo, es relativamente poco pero importante, lo que podemos obtener en orden a la reconstrucción del Jesús histórico de las cartas de Pablo.


El examen de las cartas paulinas “permite constatar que en ellas existe media docena de referencias explícitas a «palabras del Señor»” (p. 30). Y enumera 1 Tes 4,15-17 (parusía); 1 Cor 7,10-11 (divorcio); 7,25 (soltería); 9,14 (derecho a vivir del evangelio); 11,23-26 (cena del Señor); 14,37 (confirmación de su idea que en la profecía durante las reuniones litúrgicas debe reinar el orden). Y estoy también de acuerdo con el autor en que Pablo no hizo mucho caso al Nazareo/Nazareno porque en 1 Cor 9,14 (véase arriba) no sigue el consejo de Jesús. Es muy atinada la observación de que hay otros pasajes en los que se percibe claramente cómo Pablo conoce la tradición que subyace a la narración sinóptica (Marcos; Mateo y Lucas).


Cita así 1 Tes 5,2 = Mt 24,43; Rm 14,14 = Mc 7,14-15, y alusiones al Sermón de la Montaña. De ahí deduce con razón que “cuando el material implícito se añade (Bermejo escribe un tanto a la inglesa, cuando bebe de fuentes inglesas; escribe “es añadido”, cuando el español prefiere sin duda alguna la forma activa) a las citas explícitas, la probabilidad de que Pablo estuviese familiarizado con la tradición subyacen a los evangelios se incrementa” (p. 31). J. D. G. Dunn, que no es santo de su devoción ni mío tampoco, ha señalado en su obra The Theology of Paul the Apostle, Eerdmans, Grand Rapids, MI, 1998, pp. 190-195, que hay más o menos un centenar de alusiones a esta tradición).


Pablo conoce probablemente una historia de la pasión de Jesús (“que presenta semejanzas con el núcleo de lo narrado en los evangelios”, p. 32 de Bermejo), hace referencias al reino de Dios (aunque un reino espiritualizado; aquí nuestro autor cita en nota 15 a la p. 33 a J. K Elliott, “Questioning Christian Origins”, SCM Press, Londres 1982, p. 147; se trata en mi opinión de una cita muy poco apropiada, aunque no vaya en contra de la idea general de la p. 33 de la obra que estoy comentando. Sin embargo, a propósito del reino de Dios en Pablo, podría haber citado Bermejo en castellano la “Guía para entender a Pablo”, que conoce perfectamente, segunda edición, Trotta, 2018, pp. 98-100; más accesible y con mucha más información para el lector); llama a Jesús christós que es igual a mashiaj, mesías; y se vislumbra que Jesús muere como pretendiente regio (p. 32).


De acuerdo también en que esta escasez no es llamativa, porque Pablo no tenía intereses historicistas, sino puramente religiosos, y porque estaba convencido de que a priori no podría haber contradicciones entre el Jesús de la historia y la revelación sobre el como mesías, Hijo de Dios y salvador que había recibido del Padre (Gal 1,16), o bien de Jesús mismo (Gal 1,12). Por eso no fue a Jerusalén, a los tres años de su llamada (Gal 1,18) y luego catorce años más tarde (Gal 2,1) a recabar información sobre Jesús, sino para especialmente para recibir la confirmación por parte de las “columnas de la Iglesia” (Pedro, Juan y Santiago, el hermano del Señor” (Gal 2,9) de que el “evangelio” que el predicado era del todo punto correcto.


En conclusión: poco sabemos del Jesús histórico por parte de Pablo. Pero lo que hay no contradice en nada (excluida naturalmente la resurrección, que pertenece al ámbito de la fe y de la teología) a una reconstrucción plausible del Jesús histórico como un pretendiente mesiánico, al menos al final de su vida. La conclusión de Bermejo es acertada.


Saludos cordiales de Antonio Piñero

http://adaliz-ediciones.com/home/36-el-jesus-que-yo-conozco.html
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