La Eva bíblica y la Pandora griega



Hoy escribe Gonzalo del CERRO

En las misteriosas lejanías de los principios era la mujer. Eva, en los orígenes bíblicos; Pandora, en los umbrales de la cultura griega. Recordando a Goethe, podríamos hablar del “eterno femenino”. La aparición de Eva en el texto bíblico va arropada bajo su condición de mujer. “Yahvé Dios formó a la mujer” (Génesis 2, 22) para que sirviera de ayuda a Adán, el hombre. Adam en hebreo significa precisamente hombre, un ser de tierra roja. Y no encontraba ayuda entre todas las criaturas creadas por Dios. Eva no tenía todavía nombre, pero el Creador la destinó para el matrimonio, de modo que los dos, el hombre y la mujer, fueran una sola carne (Génesis 2, 25).



Cuando la serpiente se lanzó al asalto de la especie humana, dirigió su estrategia hacia “la mujer”. “La serpiente, la más astuta de todas las bestias del campo” (Génesis 3, 1), sabía que, derribada la mujer, la fortaleza humana se vendría abajo. Y así fue. En el relato de la escena de la desobediencia y sus fatales consecuencias, el texto menciona a Eva hasta diez veces, siempre referida como “la mujer”. Solamente después de la sentencia contra los actores del desaguisado, “llamó Adán el nombre de su mujer Eva, porque ella fue la madre de todo viviente” (Génesis 3, 20).

Como en otros casos similares, tenemos aquí la explicación del contenido semántico del nombre. La raíz verbal hebrea es la trilítera, compuesta por heth (pronunciada como la jota castellana profunda), wau y he (hache aspirada, sin sonido en posición final). La raíz significa “vivir”. El nombre de Eva (Hawwáh) es de los denominados en la filología hebrea “nomina opificum” (nombres de artesanos o autores). Llevan geminada la segunda consonante y significan el autor de la acción expresada por el verbo. Según este principio, la interpretación del nombre de Eva dada por Adán no puede ser más exacta. Eva (Hawwáh) significa, en efecto, autora de vida.

Sin embargo, esta autora de vida fue la ocasión decisiva para que el mundo, creado como proyecto de felicidad perpetua, se convirtiera en una carrera de dolores y pesadumbres. La primera carta de San Pablo a Timoteo recuerda que “no fue Adán el seducido, sino Eva la que, seducida, incurrió en la transgresión” (1 Tim 2, 14). El dato parece ser el motivo para imponer a la mujer una actitud de sumisión y silencio. Eva es en la exégesis de los Santos Padres y Escritores Eclesiásticos, la puerta del pecado.

El primer relato después de la caída es la historia de Caín y Abel, que acaba en el asesinato de Abel a manos de su propio hermano (Génesis 4). Y después de un capítulo de nombres y generaciones, propio de la tradición P (Sacerdotal: siglo VI a. C.), sigue la historia constatando cuánto “había crecido la maldad del hombre sobre la tierra” (Génesis 6, 5). Tanto que Dios se arrepintió de haber creado al hombre y tomó la decisión de purificar la humanidad mediante el diluvio.

Una figura paralela a la de Eva es la griega Pandora, una especie de duplicado de la Eva bíblica. No al revés, ya que todos los textos citados sobre la creación de la mujer y su decisiva participación en la desobediencia al mandato de Dios pertenecen a la tradición Yahvista, que se remonta al siglo IX a. C. El mito de Pandora y toda su peripecia literaria es obra de Hesíodo, que componía sus obras “La Teogonía” y “Los Trabajos y los Días” hacia la mitad del siglo VIII a. C., unos doscientos años después de la fecha señalada por Wellhausen para el origen de la tradición Yahvista.

La aparición de Pandora tuvo una motivación contraria a las razones de la creación de Eva. Dios creó a la primera mujer para que Adán no estuviera solo, sino que tuviera una ayuda semejante a él. El origen de Pandora fue fruto de la intención de Zeus de vengar los engaños del titán Prometeo. Para ello idearon los dioses un castigo rebuscado que no era otro que la mujer.

La situación anterior recuerda la vida de Adán y Eva en el Paraíso. Cuenta Hesíodo: “Antes vivía la raza humana sobre la tierra sin males y al abrigo de la dura fatiga, libre de las dolorosas enfermedades que conducen a la muerte” (Trabajos 90-92). ¿Qué fue lo que torció la línea recta de una felicidad imperturbable? Unos sucesos nada simples. Japeto, uno de los Titanes tuvo entre sus hijos a dos que interesan a nuestra historia, Prometeo y Epimeteo. Prometeo es por su nombre el que piensa las cosas antes de hacerlas (pro); Epimeteo, el que las piensa después (epí). Prometeo era prudente, generoso y previsor; Epimeteo, según Platón, “no era lo que se dice un sabio” (Protágoras 321 b).

Zeus tuvo la intención de destruir a los hombres. Pero Prometeo, “el defensor de oficio de la raza humana” (Luciano di Crescenzo) se opuso a tal proyecto. Para ayudar a los mortales o “seres de un día”, robó el fuego de los dioses y se lo llevó a los hombres en una férula. Era un elemento más que útil para el progreso de la humanidad. Diodoro Sículo, en su afán de racionalizar el mito, alude a la opinión de que lo que hizo Prometeo fue inventar el pedernal (Bibl. Hist., V 67, 2-6). Pero Hesíodo ofrece otra causa para el castigo del Titán. Fue una trampa con la que intentó engañar al mismo Zeus. Preparó un buey asado con el que invitó al padre de los dioses. En la parte mayor y más vistosa envolvió en la piel los huesos y la grasa; en la parte pequeña puso los mejores trozos de carne. Zeus escogió la parte mayor en la que sólo encontró desperdicios en cantidad (Teogonía 545-560). En opinión piadosa de Hesíodo, Zeus eligió aquella parte a sabiendas buscando motivos para castigar a Prometeo. Pero el robo del fuego es la razón más socorrida para justificar el castigo: antì pyrós teûxen kakòn anthrópoisin (a cambio del fuego creó un mal para los hombres: Teog. 570). El mal era la mujer. Lo que pasa es que los dioses la adornaron con toda clase de encantos, suficientes para engañar a cualquiera que no fuera tan avisado como Prometeo. La mujer, explica Hesíodo, era un mal, aunque un “mal hermoso” (kalòn kakón: Teog. 585).

Los datos, presentados en la Teogonía de forma anónima, aparecen ampliados y completados con minuciosos detalles en los Trabajos y los Días (42-105). Allí se cuenta que Prometeo robó el fuego al prudente Zeus para dárselo a los hombres. Al engaño reaccionó el padre de los dioses proyectando para Prometeo y los hombres “una gran desgracia” (méga pêma: v. 56). “Yo, a cambio del fuego les daré un mal”, dice Zeus (v. 57). Dio las órdenes oportunas para que los dioses se pusieran manos a la obra. Hefesto, el artesano, modeló de barro “un amable cuerpo de doncella”. Pero en el producto final colaboraron los dioses aportando toda clase de dones: Atenea, Afrodita, Hermes, las Gracias, la Persuasión, las Horas. Por tratarse de un regalo de los dioses, Hermes le dio el nombre de Pandora (pân y dôra: “todo” y “dones”). Pero Hesíodo deja bien claro que aquel regalo era nefasto para los hombres: kakón (un mal), pêma (una desgracia), dólos (una trampa). Y es que Zeus creó a las mujeres, esa raza funesta, para desgracia de los hombres (Teog., 600 s).

Prometeo advirtió a su hermano que no aceptara ningún regalo de Zeus si no quería hundirse en la ruina. Pero Epimeteo aceptó el regalo, la mujer, con la dote concomitante, la jarra (píthos). Se casaron, pero no fueron felices. Pandora no cumplió otra de las recomendaciones recibidas, la de no abrir la jarra. Como Eva cuando desoyó la voz de Dios que prohibía tocar el fruto del Árbol de la Ciencia. Erasmo puso en franquicia la denominación de “caja” para lo que era un píthos, una tinaja de las que, hundidas en tierra, servían como contenedores de grano, vino o aceite.

Pandora quiso cerrar la tinaja, pero cuando lo consiguió, sólo quedaba dentro la esperanza. Epimeteo comprendió el significado del hermoso regalo de los dioses, en palabras de Hesíodo, al experimentar la desgracia. Es decir, cuando ya no había remedio. Los males siguieron campando por el mundo sin freno ni limitación.

Saludos de Gonzalo del CERRO
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