La primacía de la pureza interior en Juan (y Jesús)



Hoy escribe Fernando Bermejo

Dada la prominencia del bautismo en la actividad de Juan –que le ganó precisamente el sobrenombre con el que fue conocido, “el Bautista” o “el Bautizador”–, podría pensarse que éste era un ritualista que ponía el énfasis en un acto externo –el hecho de ser bautizado–que produciría ex opere operato el perdón de los pecados y constituiría una suerte de rito de iniciación. Frente a él, Jesús habría sido el introductor de una visión más profunda, que concede la primacía a la interioridad humana y anula la exterioridad del rito. Sin embargo, como veremos, una interpretación de este estilo malentiende gravísimamente tanto a Juan como a Jesús.

La lectura de la noticia de Josefo sobre el Bautista arroja luz sobre la comprensión de Juan, y muestra que el bautismo era para éste un signo y consecuencia de algo mucho más importante y decisivo, la transformación interna de la persona: “[Juan] invitaba a los judíos a participar del bautismo, con tal de que estuviesen cultivando la virtud y practicando la justicia entre ellos y la piedad con respecto a Dios. Pues [sólo] así, en opinión de Juan, el bautismo sería realmente aceptable [a Dios], es decir, si lo empleaban para obtener no el perdón de algunos pecados, sino más bien la purificación de sus cuerpos, dado que [se daba por supuesto que] sus almas ya habían sido purificadas por la justicia” (Ant 18, 117). Dicho de otro modo: la condición sine qua non para la recepción del bautismo era haberse ya previamente arrepentido y haber expresado ese arrepentimiento de modo cabal en la praxis cotidiana.

Los evangelios confirman indirecta pero nítidamente tal concepción cuando ponen en boca de Juan estas palabras, dirigidas a las turbas que venían a ser bautizadas por él: “Engendros de víboras, ¿quién os mostró el modo de huir de la ira inminente? Haced, pues, frutos dignos de penitencia [...] Todo árbol, pues, que no lleva fruto bueno es cortado y echado al fuego” (Lc 3, 7-9; cf. Mt 3, 7-9). El mensaje es claro: quien pretende ser bautizado sin haberse arrepentido profundamente y mostrado con sus obras ese arrepentimiento sincero es un insensato. El bautismo, en efecto, no confiere un salvoconducto para la ira inminente. Sólo los buenos frutos (lo que Josefo llama “justicia”) que nacen de un corazón arrepentido hacen posible la salvación.

¿Cuál es, entonces, la función del bautismo de Juan? Ésta se entiende sólo a la luz del significado de las leyes judías de la pureza (tohorá), tal como aparecen en la Torá, y especialmente en Levítico 11-15. Dado que Dios es absolutamente puro y santo, también quien quiera cumplir su voluntad debe serlo. Por ello, el hombre debe limpiarse de la impureza (adquirida de diversas formas). Pues bien, las leyes de la impureza ritual presuponen que el cuerpo tiene su propia modalidad distintiva de impureza ritual externa (lo cual no tiene nada que ver con estar higiénicamente limpio o sucio). Juan y quienes le prestaron atención (entre ellos, Jesús de Nazaret) pensaron que el bautismo operaba esta “limpieza ritual” del cuerpo. Después –y sólo después– de que el individuo se hubiera arrepentido y empezado a practicar la justicia –y, por tanto, se hubiera purificado internamente al serle con ello remitidos sus pecados por Dios–, se sometía al bautismo como medio de obtener la purificación externa, y posiblemente también como signo visible para la comunidad de la transformación que previamente había tenido lugar.

Sería un error considerar que la concepción de la relación entre la transformación interior y el signo visible es privativa de Juan. Sin ir más lejos, en Qumrán encontramos algo similar. Así dice un escrito fundamental, la Regla de la Comunidad: “No será justificado mientras se mantenga la obstinación de su corazón, porque mira a las tinieblas como si fueran los caminos de la luz. En la fuente de los fieles, él no será contado. No será limpiado por las expiaciones, ni será lavado por las aguas lustrales, ni será santificado por los mares o ríos, ni será purificado por toda el agua de las abluciones. ¡Impuro! Será impuro todos los días que rechace los mandatos de Dios [...] Por el espíritu de santidad que le une a su verdad será purificado de todos sus males. Por el espíritu de rectitud y de humildad su pecado quedará borrado. Por la sumisión de su alma a las leyes de Dios será purificada su carne al ser rociada con aguas lustrales y ser santificada con las aguas de contrición” (1QS III, 3-9). El mensaje es claro. Aunque, ciertamente, la comunidad de Qumrán tenía su propia concepción de los preceptos que debían cumplirse, la idea fundamental es la misma que encontramos en Juan: las lustraciones y las abluciones no sirven absolutamente de nada si uno no se ha arrepentido previamente y practica “los mandatos de Dios”: sólo se efectúa la pureza corporal si antes se ha obtenido la pureza interior. La misma idea se repite en otros pasajes de la Regla de la comunidad.

En realidad, esta idea elemental se repite en otros textos judíos, como por ejemplo en varios de Filón de Alejandría. No quiero aburrir a los lectores aduciendo más pasajes, y me limitaré a recordar algo que muchos de ellos ya saben: que la idea está ya en uno de los textos más relevantes de la Tanak, el libro del profeta Isaías. Ya al comienzo del libro, en Is 1, 12-20, Dios se dirige al pueblo de Israel para advertirle que nada de lo que haga en términos rituales tiene valor sin la práctica de la justicia y la obediencia a la Ley: llevar ofrendas al altar, quemar incienso o rezar incesantemente son actividades del todo fútiles si lo primordial es descuidado, si las manos del oferente o el orante están manchadas de sangre y de violencia. Más adelante (Is 58) se repetirá la idea: compartir el pan con el hambriento, vestir al desnudo o liberar al cautivo es el verdadero ayuno. Sin justicia y sin preocupación por el prójimo, toda la actividad cúltica es inútil e incluso cínica.

La concepción del bautismo en Juan el Bautista se comprende a la luz de este leit-motiv profético. Y a su luz se comprende también la enseñanza de Jesús de Nazaret sobre la necesidad de tener limpio el interior de la copa, para que también el exterior pueda estar limpio. De hecho –y a diferencia de lo que se afirma a menudo– Jesús no se opone en modo alguno al ritualismo (cf. Mt 5, 23-24; Mt 8, 4; Mc 1, 44, donde el galileo acepta las ofrendas y ritos sacrificiales y reconoce la legítima autoridad de los sacerdotes), sino que se limita a anteponer los aspectos morales a los rituales: en su enseñanza el culto no es abolido, sino que queda postergado ante los aspectos éticos; su crítica del legalismo autocomplaciente y la concesión de primacía a la pureza interna, la misericordia y el amor (al pobre, al prójimo) sobre el sacrificio están en continuidad con el espíritu del profetismo bíblico –que usa estas ideas como principios críticos para interpretar la Ley–. A la luz de la misma idea se comprende el hermoso canto a la caridad de Pablo de Tarso (1Cor 13): sin ágape, uno es sólo un bronce resonante o un címbalo estruendoso.

En suma, puro profetismo judío. Es necesario ignorar mucho de la historia religiosa de la humanidad, y tener una idea paupérrima del propio judaísmo, para reconocer en la enseñanza de Jesús sobre el interior y el exterior algo “superior” o extraordinario. Una vez más, Jesús se muestra en esto en clara continuidad con la tradición del profetismo, y desde luego con su admirado mentor, Juan el Bautista.

Saludos de Fernando Bermejo
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