Juan y Jesús, predicadores judíos


Hoy escribe Fernando Bermejo

El hecho de que, según argumentamos en su momento, pueda hablarse de Juan el Bautista y de Jesús como de judíos marginales no implica que estos personajes hayan sido –étnica y religiosamente– menos judíos que el resto de sus correligionarios. Esta afirmación sería perogrullesca si no fuera por la desjudaización que de ellos una larga tradición exegética ha efectuado, y que ha convertido a Jesús en el “fundador” del cristianismo y a Juan Bautista en un santo cristiano. Antes de continuar exponiendo las semejanzas entre Juan y Jesús (y de intentar comprender la noción de “Reino de Dios”), convendrá hacer algunas consideraciones elementales sobre un aspecto cuyo descuido resulta tan funesto para una reconstrucción plausible de la Historia.

En efecto, el punto de partida insoslayable para entender a Jesús y su mensaje se halla en su hebraicidad, en su judeidad. La lectura crítica de los evangelios permite deducir que –tanto étnica como religiosamente– Jesús fue un judío hasta la médula. La imagen derivable de los Sinópticos (en lo que sigue me referiré, por comodidad, especialmente a Mateo) es la de un Jesús que no sólo mantiene las creencias judías, sino que se atiene a las principales prácticas religiosas de su pueblo: frecuenta las sinagogas (v. gr. Mt 4, 23; 9, 35; 12, 9; 13, 54), porta las filacterias como un judío piadoso (Mt 9, 20; 14, 36; cf. Num 15, 38-40; Dt 22, 12), se suma a los peregrinos de Jerusalén con ocasión de las fiestas (Mt 20, 17), va al Templo (21, 23; 24, 1; 26, 55), celebra la Pascua (Mt 26, 2.17-19.30), acepta las ofrendas y ritos sacrificiales (Mt 5, 23-24; en Mt 8, 4/Mc 1, 44) y las prácticas veterotestamentarias como el ayuno (Mt 6, 16-18), la oración (Mt 6, 5-15; cf. 14, 23) y la limosna (Mt 6, 2-4)...

Detengámonos en un solo aspecto, el de los ritos sacrificiales. Las implicaciones de Mc 1, 44 o Mt 5, 23-24 son obvias: Jesús no sólo no tenía nada contra los sacrificios, sino que reconoce la legítima autoridad de los sacerdotes, mandando a un leproso curado ir al Templo y hacer todo lo ordenado en la Ley, es decir, efectuar los sacrificios prescritos en el capítulo 14 del Levítico. Resulta muy elocuente que incluso en Jn 4, 21-24 (donde por primera vez cabe ver implícito el rechazo del culto sacrificial), la afirmación relativa al fin del culto en el Templo se pone en boca de Jesús como algo que se verificará en el futuro, lo que implica la conciencia de que durante su vida Jesús no combatió en modo alguno el culto sacrificial. Como ya hemos comentado en otra ocasión, textos como Mc 1, 44 ó Mt 5, 23-24 indican que para Jesús, el culto queda postergado ante el ethos, pero de ningún modo abolido. Ahora bien, ésta es exactamente la enseñanza y actitud que se encuentra en multitud de textos proféticos y sapienciales de la Tanak judía (Os 6, 6; Prov 15, 8; 21, 3.27; Eclo 31, 21-24; 35, 1-3, etc). Y también en el judaísmo rabínico se manifiesta esta idea, por ejemplo, en el conocido principio de que la fiesta de la reconciliación sólo deja sin perdonar las faltas contra los semejantes.

Que Jesús fue nada más y nada menos que un predicador judío es es una idea elementalísima, puesta de relieve ya por Reimarus en el s. XVIII, y desde hace algunas décadas enfatizada en la investigación, tanto por estudiosos judíos como no judíos. Para algunos ejemplos, cf. S. Ben-Chorin, Bruder Jesus. Der Nazarener in jüdischer Sicht, 1967 (traducción castellana en Riopiedras); G. Vermes, Jesus the Jew, 1970 (trad. cast. en Muchnik); G. Vermes, The Religion of Jesus the Jew (trad. cast. en Muchnik); E. P. Sanders, Jesus and Judaism, 1985 (trad. cast. en Trotta).

Sin embargo, por elemental que sea, el hecho de la judeidad de Jesús es difícil de digerir de forma consecuente para todos aquellos formados en una tradición (que comienza ya en esos textos de naturaleza híbrida que son los evangelios) en la cual Jesús ha sido paulatinamente desjudaizado e incluso opuesto frontalmente al judaísmo. Ciertamente, la exégesis confesional cristiana ha tendido a soslayar y reprimir cuanto ha podido la judeidad de Jesús, como lo demuestran todavía hoy los malabarismos de tantos. Como es sabido, en los años 30 y 40 del s. XX en Alemania algunos ilustres exegetas como Walter Grundmann mantuvieron que Jesús no era judío sino... ario. Hoy en día, la desvergüenza no es tan atrevida, y los modos de intentar amortiguar la judeidad de Jesús siguen derroteros mucho más sinuosos y sutiles. Sin ir más lejos, se siguen repitiendo (y creyendo) las peregrinas ideas según las cuales el judío galileo Jesús de Nazaret fue un “destructor”, o al menos un “superador” del judaísmo, alguien que hizo “temblar los fundamentos” de la religión judía. Esta creencia, que hace un daño irreparable a la verdad histórica, sólo produce la incomprensión más absoluta y los contrasentidos más flagrantes (que podrían resultar incluso divertidos, si no fuera porque tal incomprensión ha generado el antijudaísmo y el antisemitismo de corte cristiano, con las horrendas consecuencias de todos conocidas).

Lo cierto es que no puede entenderse rectamente nada acerca del Jesús histórico si no se toma en cuenta de modo cabal su judeidad. La información que respalda este dato es la única históricamente plausible, tanto más cuanto que no es consistente con la tendencia de la tradición cristiana a desjudaizar y universalizar la figura de Jesús, y en tanto que sí lo es con la práctica de la comunidad nazarena jerosolimitana, para la cual el Templo siguió siendo el foco primario de piedad y actividad ritual (cf. Lc 24, 53; Hch 2, 46; 3, 1; 5, 12.21-25; 21, 26; 22, 17, etc). No es casual que la Iglesia primitiva no apelase a la práctica de Jesús para defender su libertad frente a la observancia de la Ley. De todos modos, sigue habiendo quien prefiere imaginar que los discípulos directos del nazareno no entendieron a su maestro...

[Post-data, sólo parcialmente extraacadémica:
La idea de que los discípulos de Jesús no le entendieron es una de las más rocambolescas –y también, por qué no decirlo, más graciosas– que quepa imaginar. Esta idea, como es sabido, está ya sugerida en los propios evangelios (en textos cuyo carácter tardío y apologético no es difícil de deducir, excepto para algunos dotados de idiosincrásica perspicacia), y dada su utilidad ha sido durante un tiempo utilizada de modo no infrecuente por la exégesis confesional y la teología. Hoy en día, sin embargo, no hay exegetas –a no ser los más cerrilmente ultramontanos– que le concedan el más mínimo crédito. Las razones no son difíciles de entender:

Es posible (incluso, muy probable) que el coeficiente intelectual de los discípulos del galileo no pudiera competir con el de los miembros de MENSA, pero de ahí a mantener que no eran capaces de entender el mensaje de su maestro hay un abismo al que sólo alguien muy desesperado querría saltar. Por otra parte, aceptar que Jesús no sólo eligió a alguien que eventualmente le traicionaría, sino también a otros once discípulos que no estaban capacitados para captar lo que tenía que transmitirles dejaría al galileo en un lugar realmente patético: un maestro que se equivoca al elegir a todos sus discípulos es una calamidad difícilmente concebible (mientras que un maestro convencido de tener la verdad que eligiese a sabiendas a discípulos incapaces de entenderle sería un egregio chiflado). Por lo demás, esto podría tener en todo caso un mínimo rastro de verosimilitud si el contenido del mensaje de Jesús hubiera tenido la complejidad de, digamos, la electrodinámica cuántica o la teoría de cuerdas, cosa que –según las noticias de que disponemos– no parece ser el caso: el mensaje religiosomoral del galileo puede resultar más o menos atrayente y más o menos sensato, pero en lo relativo a su comprensión teórica no parece exigir un despliegue de acumen fuera de lo común.

En suma, la idea de que los discípulos no entendieron el mensaje de su maestro es una ficción que no tiene ni pies ni cabeza, aunque una vez más resulte muy útil para cortocircuitar la extracción de perturbadores corolarios (sirve, por ejemplo, para eliminar de un plumazo todo aquello que en los evangelios canónicos uno encuentra pero no acaba de encajar con su precomprensión teológica de lo que Jesús/incomparable héroe moral/Hijo de Dios debería haber sido). Lo cierto es que el sentido común y la verosimilitud histórica hablan a favor de que los discípulos inmediatos de Jesús entendieron bastante bien –por no decir: perfectamente– lo que éste tuvo a bien manifestarles].

Saludos cordiales de Fernando Bermejo
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