Los Hechos Apócrifos de Juan y la tradición (y II)


Hoy escribe Gonzalo del Cerro

Otros dos lugares guardan en sus coordenadas y en sus piedras recuerdos sagrados de la peripecia del apóstol Juan: Roma y la isla de Patmos. Detrás, leyendas y tradiciones documentadas en los relatos apócrifos sobre su vida y su ministerio. Roma, lugar del martirio de Pedro y de Pablo, recibió también la visita de Juan, al menos según el texto de los Hechos Apócrifos escritos en memoria del Apóstol “que Jesús amaba”.

Junto al recinto amurallado de la Ciudad Eterna, se alza una iglesia etiquetada como de “San Juan ante portam Latinam”. De allí partía la vía que atravesaba el Lacio y que de la región tomaba su nombre. La iglesia está situada frente a la Puerta del recinto de la ciudad. La hagiografía sitúa en ella la prueba superada victoriosamente por el Apóstol. Consciente Domiciano de que un personaje predicaba doctrinas peligrosas para su futuro, quiso poner fin a tan molesto peligro eliminando a su autor. El emperador más joven de la dinastía Flavia, el que presumía de ser no solamente “señor”, sino también “Dios”, y que exigía tales tratamientos de sus súbditos, tuvo conocimiento de que Juan predicaba de un Señor y Dios, futuro rey del mundo.

Celoso el amo de Roma, quiso imponer silencio al peligroso predicador y lo hizo trasladar a Roma para que pereciera arrojado en una caldera de aceite hirviendo. Pero Juan salió de ella lozano y rejuvenecido. La noticia del milagro fue argumento suficiente para que la piedad cristiana edificara una capilla en recuerdo del acontecimiento y en honor de la persona que lo protagonizó. Tertuliano, en su obra De praescriptione 36, conocía ya la leyenda en las lejanas fechas del año 200 d. C.

La arquitectura religiosa es testigo en piedra del proyectado martirio del apóstol Juan. Según los datos documentados, se sabe que ya en el siglo IX se conmemoraba el suceso de la caldera. La tradición era de tanto peso que la Liturgia de la Iglesia estableció una fiesta para celebrar el milagro. Era el día seis de mayo, la fecha señalada en los relatos apócrifos. Hace pocos años quedó suprimida, pero durante siglos se celebró en la Iglesia Romana la festividad de San Juan ante portam Latinam. Una antífona de la fiesta rezaba así: “Arrojado el apóstol Juan en una caldera de aceite hirviendo, protegido por la gracia divina, salió sano y salvo”. “Ileso y más vigoroso de lo que había entrado”, en expresión de Tertuliano.

La versión del acontecimiento en la literatura apócrifa forma parte de la narración de los Hechos de Juan, escritos por su discípulo Prócoro. Se ha conservado en el texto latino del Apócrifo. El suceso está narrado también en el capítulo primero de las “Uirtutes Ioannis” del Pseudo Abdías (s. VI). La presencia de estos hechos en la leyenda de Juan va justificada con la persecución desencadenada por Domiciano contra los discípulos de Jesús. El emperador se entera que Juan está en Éfeso predicando doctrinas contrarias a su intención de un reinado eterno y lo manda traer a Roma. Tras largos avatares, el Senado romano se reúne junto a la Puerta Latina. Sigue el relato en estos términos: “Ordenaron preparar una caldera llena de aceite hirviendo, donde arrojaron al bienaventurado apóstol Juan, desnudo, azotado, tratado de forma vergonzosa. Era el día seis de mayo”. Surgió de la caldera ileso e intacto como un atleta fortísimo (HchJnPr 8-12), “como ungido, pero no quemado”, según el relato de las “Uirtutes”.

Domiciano abrigaba extraños temores contra cualquier signo o palabra que pudiera poner en peligro su indiscutible autoridad. Pero sus proyectos fracasaron ante la manifestación del poder de Dios desplegado para proteger a su Apóstol. El que, según Suetonio, exigía ser tratado sistemáticamente como señor y Dios no podía soportar la competencia de un ejecutado como malhechor por los romanos, a quien Juan presentaba en sus predicaciones precisamente como “Dios y Señor”. Y lo que tenía que haber sido el final ignominioso del propagandista cristiano fue el principio de una vida nueva y gloriosa. Los testigos quedaron sobrecogidos, incluido el emperador, que a lo más que se atrevió fue a enviar al renacido al destierro en una isla áspera y lejana de nombre Patmos.

Es una isla minúscula de 63 kilómetros de perímetro y de poco más de 34 kilómetros cuadrados de superficie, situada a 40 millas de la costa del Asia Menor. Es la más septentrional de las que forman el grupo del Dodecaneso (las doce islas), en las islas llamadas también Espóradas. Su carácter abrupto hizo que la autoridad romana la utilizara como destino de desterrados políticos. Pero la presencia de Juan y su conexión con la isla la convirtió en un lugar sagrado con notable trascendencia en los anaqueles de la Historia. La propaganda turística habla de ella como de la “isla santa”.

Así como Éfeso es la ciudad señalada por la tradición como el lugar de origen del cuarto evangelio, Patmos es la patria literaria del libro canónico del Apocalipsis. Es verdad que el dato nuclear está afirmado en el pródromo de este libro, el último de la sagrada Escritura: “Yo, Juan, vuestro hermano y copartícipe en la tribulación, en el reino y en la paciencia de Jesús, me encontraba en la isla llamada Patmos por la palabra de Dios y el testimonio de Jesús. Estaba en espíritu en el día del domingo, cuando oí detrás de mí una gran voz como de trompeta que decía: `Lo que ves escríbelo en un libro y envíalo a las siete iglesias´” (Ap 1, 9-11). Pero los HchJn, presuntamente escritos por Prócoro, ofrecen abundantes detalles. Y aunque el texto ofrecido por Th. Zahn habla de la composición del evangelio, la editio princeps de Neander y los manuscritos P3 y m3 recogen un relato largo y detallado sobre la composición del Apocalipsis. En él se habla del retiro a un lugar tranquilo, en el que había una cueva. Allí permanecieron Juan y Prócoro diez días, que para Juan fueron de ayuno. Siguieron otros diez días, tras los cuales envió Juan a Prócoro a comprar papiros y tinta. Durante dos días dictó el Apóstol el Apocalipsis que Prócoro copiaba.

Los HchJnPr multiplican las actividades de Juan en la isla. Sus relatos hablan de viajes y distancias de más que dudosa objetividad. Como si su autor desconociera realmente la geografía de la isla. Cuando refiere del viaje de Juan desde Éfeso hasta Patmos supone una travesía de catorce días para una distancia aproximada de unos cien kilómetros a vuelo de pájaro. En tiempo propicio, el recorrido podría hacerse en menos de dos días de navegación a través del estrecho que separa la isla de Samos del promontorio de Micala.

Juan desarrolla una actividad intensa en Patmos, isla de la que enumera parajes y poblaciones distintas: Fora, Tiquio, Mirinusa, Floguio, Caros. La capital Fora, residencia del procónsul, ocupa una posición de lógico protagonismo. Es la moderna Khora, ubicada en uno de los centros geográficos del territorio. En sus cercanías se levanta el monasterio de San Juan, que materializa el recuerdo del Apóstol en la isla. El venerable monumento se remonta al año 1088 y posee iglesia, claustro y residencia monacal. El dato del libro del Apocalipsis adquiere una especial trascendencia en el texto de los HchJnPr, que no sólo confirma la noticia de la composición del Apocalipsis, sino que la enriquece con una dramatización, llena de apreciaciones concretas y precisas: Juan se retiró con Prócoro a un lugar tranquilo y solitario, entraron en una gruta, Prócoro portaba folios de papiro, Juan hablaba y Prócoro escribía; la tarea duró dos jornadas. El Apóstol ordenó a Prócoro que escribiera una copia noble en pergamino. Se hizo una lectura oficial del libro delante de los fieles de la isla.

Dadas las reducidas dimensiones de la isla, nunca habrá una gran distancia desde el eventual lugar real de la composición del Apocalipsis hasta el señalado por la tradición. Entre la ciudad moderna de Khora y el cercano puerto de Skala hay una gruta que señala el “aquí” de las visiones apocalípticas de Juan. En ese lugar, la gruta de San Juan (spélaios toû hagíou Ioánnis), una piedra con cubierta metálica sería la dura almohada donde el Apóstol apoyaba la cabeza cuando descansaba y donde vio lo que luego puso por escrito sirviéndose de su discípulo Prócoro. Un poyete de roca natural hizo las veces de mesa de amanuense.

Como es natural, todos estos detalles son producto de los relatos apócrifos. Distinto es el caso del historiador, el que trata de narrar “prágmata”, hechos y no opiniones. Después de presentar las dudas sobre el autor del Apocalipsis, expuestas por Dionisio de Alejandría, concluye Eusebio en su Historia: “Que fue un Juan el que escribió estas palabras (el Apocalipsis), se debe creer puesto que él mismo lo afirma. Pero cuál fue ese Juan, no lo sabemos” (HE VII 25, 12). Sobre el punto de vista del historiador podemos ver el juicio de A. Piñero en Los Apocalipsis, pp. 209s). Como sobre la autoría del cuarto evangelio habla también el Prof. Piñero en su “Guía para entender el Nuevo Testamento”, pp. 395ss. Los Hechos Apócrifos son simplemente la voz de la tradición, fruto de la devoción de los cristianos, que no distingue siempre entre leyenda e historia.
Saludos cordiales de Gonzalo del Cerro
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