Sobre prejuicios y creencias

Hoy escribe Fernando Bermejo


Hemos hecho referencia en diversas ocasiones al hecho que en el tratamiento del Jesús histórico y de la relación de éste con Juan el Bautista acostumbran a intervenir en muchos casos intensos prejuicios e intereses ideológicos que distorsionan gravemente la perspectiva, impidiendo una apreciación lúcida e históricamente verosímil de lo relativo a estos personajes. Tales distorsiones pueden consistir en la omisión o la minimización arbitraria de ciertos datos o de sus implicaciones; en la exageración sin fundamento de otros datos; o, incluso, en su invención. La percepción de este fenómeno resulta obviamente más fácil a quien ha tenido la suerte (o la desgracia) de leer con mentalidad crítica una no desdeñable cantidad de obras exegéticas e históricas sobre el tema. Mi intención hoy es hacer algunas reflexiones sobre esta cuestión, que sin duda resultarán demasiado elementales a algunos de los lectores, pero que quizás a otros puedan iluminar un poco.

Por supuesto, los prejuicios que producen tales distorsiones pueden ser –y son– muy diversos. Quien firma estas líneas tiene la tendencia a insistir en las distorsiones producidas por prejuicios religiosos y/o teológicos, por la sencilla razón de que a) la inmensa mayoría de las obras producidas en este campo se deben a autores confesionales y b) por ende, es el sesgo introducido por los prejuicios teológicos lo que este autor ha percibido más a menudo. Sin embargo, es claro que la independencia con respecto a una posición de fe no es eo ipso garantía de imparcialidad, en especial allí donde de antemano se adopta una postura hostil frente a la religión en general o a los cristianismos en particular.

Hay quien prefiere no prestar atención al alcance con que se manifiesta este factor de distorsión, añadiendo en ocasiones que “todos tenemos prejuicios”. Esta afirmación –“todos tenemos prejuicios”– es una frase fácil, con la que es difícil estar en desacuerdo y que, por tanto, parecería zanjar de una vez por todas las graves cuestiones intelectuales y morales que plantea el hecho de que determinados prejuicios parecen afectar considerablemente a la comprensión del objeto de estudio. Sin embargo, uno teme que a menudo la verdad contenida en esa tajante frase exima de advertir ulteriormente las siguientes verdades:

1) No todos los prejuicios son iguales. Las precomprensiones con las que se manejan los sujetos no son equivalentes en intensidad ni en el grado de adhesión que suscitan.

2) Los prejuicios pueden condicionar o determinar una aproximación, pero a) el condicionamiento puede no ser significativo en lo que respecta a los resultados obtenidos; y b) una cosa es que los prejuicios condicionen los resultados, y otra cosa distinta es que los determinen. Si los prejuicios ni determinan ni condicionan de manera significativa un análisis, el hecho de tenerlos no constituye un baldón ni una especial deficiencia, y por tanto la frase "todos tenemos prejuicios" pierde su capacidad de convicción. Dicho de otro modo: el hecho de tener prejuicios no iguala necesariamente de la misma manera a todas las perspectivas ni a todos los sujetos.

3) No todos los sujetos tienen un grado equivalente de conciencia acerca de sus precomprensiones, ni todos los sujetos previenen de igual modo el condicionamiento que tales precomprensiones pueden ejercer sobre ellos (sea porque no pueden, sea porque no quieren). Una manera muy concreta de mostrar este extremo reside en observar los congresos que tienen lugar y las obras que se producen, v. gr. en España, en relación a los orígenes del cristianismo. ¿En cuántos de ellos participan a la par estudiosos con trasfondos ideológicos muy diferentes (v. gr. judíos, católicos, protestantes, agnósticos, ateos...) y en cuántos participan únicamente estudiosos de una solo trasfondo ideológico? (Recomiendo vivamente al lector intentar averiguar la respuesta a esta pregunta, que resulta francamente instructiva). Es obvio que cuando uno tiene la posibilidad de corregir su perspectiva, y sin embargo no pone medios para ello, está demostrando que sus prejuicios están determinando su perspectiva, quizás porque no advierte diferencias entre sus perjuicios y la Verdad.

4) La frase “Todos tenemos prejuicios” puede ser una muestra de sensatez, pero a menudo puede no ser más –y a menudo no es más– que una estrategia apologética. Dicho de otro modo: la citada frase suele ser pensada o pronunciada por alguien cuando se le ha demostrado la parcialidad de su aproximación, y, en lugar de reconocerlo y extraer sus consecuencias, prefiere salirse por la tangente por medio de una variante de la falacia del tu quoque (“y tú también”), a la que tan acostumbrados nos tienen (pero no sólo) nuestros políticos. Resulta claro -con más razón si se tiene en cuenta lo observado en los anteriores puntos- que tal estrategia apologética es falaz.

Por otro lado, la denuncia de distorsiones en el campo que nos ocupa no implica, ni mucho menos, la afirmación de que tales distorsiones se producen conscientemente. Si bien no descartamos en absoluto la presencia de la mala fe, el cinismo y el fraude en las mentes y las obras de algunos (lo contrario implicaría una visión demasiado ingenua de lo que es el ancho mundo en que nos movemos), las distorsiones a las que nos referimos acostumbran a producirse, mientras no se demuestre lo contrario, con buena fe y la mejor de las intenciones. A continuación, ofrezco un ejemplo concreto del alcance de los prejuicios en el ámbito que acapara nuestra atención y que confío dé qué pensar al menos a algunos de los lectores.

Del 14 al 16 de Septiembre de 2001 se celebró en Majadahonda (Madrid) el XXV “Foro sobre el Hecho Religioso”, dedicado al Jesús histórico. En él estaban presentes varios ilustres exegetas de nuestro país, ante un auditorio formado por más de un centenar de personas. En el curso de la primera jornada, un asiduo conferenciante de dicho Foro, catedrático de Filosofía de la Religión, tomó la palabra para relativizar la investigación histórica sobre Jesús, afirmando que: “Incluso un autor como Ed Sanders ha escrito que ‘María Magdalena tenía ochenta y seis años, no tenía hijos y ansiaba hacer de madre con jóvenes desaliñados’”.

Esta afirmación provocó lo que sin duda el catedrático pretendía: las carcajadas cómplices de los presentes, todos los cuales debieron de pensar que el citado Ed Sanders era en realidad un redomado imbécil. No sólo eso: ante la tamaña imbecilidad puesta en labios de Ed Sanders –uno de los especialistas más reconocidos del judaísmo helenístico, y uno de los autores más respetables de la investigación sobre el Jesús histórico– muchos de los presentes debieron de pensar que en efecto tal investigación debía de ser algo digno de ser relativizado, tanto más cuanto que ninguno de los ilustres exegetas presentes en la sala cuestionó la fiabilidad de lo dicho por el catedrático (que, por lo demás, era amigo de los exegetas).

Por su parte, el autor de estas líneas, que en aquella época ya había leído suficientes obras de Ed Sanders como para pensar que resultaba poco menos que imposible que este hombre hubiera escrito una sandez tan evidente, no pudiendo dar crédito a lo que estaba oyendo, preguntó a uno de los exegetas presentes en el Foro si recordaba haber leído en Sanders tal cosa. La respuesta de este respetado exegeta fue: “La verdad es que no lo recuerdo, pero no te extrañes [i.e., de que Sanders haya podido escribir algo así]”. Esta respuesta extrañó aún más al autor, que poco después pudo confirmar sus peores temores. La frase citada por el catedrático como si hubiera sido escrita seriamente se halla en un párrafo (cf. The historical figure of Jesus, p. 75; La figura histórica de Jesús, p. 98) en el que Sanders se refiere a la labor novelística que la tradición ha hecho sobre figuras mencionadas en los evangelios de las que apenas se sabe nada, y cita las de Judas y María Magdalena. Sanders escribe (cito traducción): “María Magdalena ha atraído enormemente a personas que han imaginado sobre ella toda clase de cosas románticas: había sido prostituta, era hermosa, estaba enamorada de Jesús, huyó a Francia llevando consigo a su hijo. Por lo que sabemos, basándonos en nuestras fuentes, tenía ochenta y seis años, no tenía hijos y ansiaba hacer de madre...”.

Resulta flagrantemente obvio tanto por el contenido como por el contexto que en esta frase Ed Sanders está utilizando la ironía para señalar la falta de fundamento de ciertas tradiciones. Esta ironía la habría detectado cualquier buen estudiante de secundaria, pero un catedrático de Filosofía de la religión no sólo no la detectó, sino que utilizó una ironía que no entendió para ridiculizar en público a un autor respetable. ¿Hay que concluir de esto que tal catedrático de Filosofía de la Religión no sabe leer, o tiene el episodio alguna otra explicación? ¿Cómo es posible que el exegeta consultado pudiera afirmar con tanta confianza que no era extraño que un autor tan razonable como Ed Sanders hubiera escrito una sandez tan patente como la que el catedrático le atribuía?

Personalmente, creo que existe sólo una explicación plausible de este curioso episodio. Lo cierto es que las obras de Ed P. Sanders (algunas de las cuales han sido traducidas al castellano en los últimos años), uno de los autores más sensatos de la investigación sobre Jesús, representan en diversos aspectos una visión difícilmente compatible con la imagen teológica predominante. Esta visión teológica es compartida por el catedrático en cuestión –autor y editor de obras teológicas sobre el cristianismo–, a quien la obra de Sanders ha debido romper los esquemas. Probablemente imposibilitado por sus limitaciones intelectuales para refutar las conclusiones de Sanders, nuestro buen catedrático necesitaba ridiculizarle. Así pues, su mente le obligó a cometer un garrafal error de lectura con el objeto de hallar una coartada para poder ridiculizar una visión historiográfica que le resulta inasumible. Lo mismo, mutatis mutandis, sirve para explicar la reacción del exegeta.

Es posible que alguno de los lectores prefiera no ver en lo que he contado –en especial si sospecha que el catedrático podría ser uno de sus amigos– más que una simple anécdota, y objetar que, al igual que todos tenemos prejuicios, “todos nos equivocamos”. Sin duda alguna, no se trata aquí de hacer sangre sobre la incompetencia de alguien cuyo nombre en todo caso piadosamente omitimos. Personalmente, creo que esta anécdota tiene un valor paradigmático acerca de cómo funciona la mente de muchas personas al enfrentarse a datos que refutan sus más acariciadas creencias. Sin duda, en la mente del catedrático había buena conciencia, y en absoluto voluntad de engañar a nadie, y menos a sí mismo. Pero es un hecho que el catedrático se equivocó, que lo hizo de manera garrafal, y que objetivamente engañó otras personas (y en primer lugar a sí mismo). A saber en cuántas otras ocasiones lo habrá hecho. A mi juicio –y al de algunos otros–, esto ocurre por doquier con numerosas personas que estudian la figura de Jesús de Nazaret y los orígenes cristianos, y se encuentran con cosas que no les gustan –cosas que no pueden refutar a no ser ridiculizando a otros o leyendo mal cosas que un niño podría leer bien–.

La denuncia de las distorsiones de la verdad –o, si se prefiere, de la verosimilitud– histórica que se producen en el ámbito de la investigación sobre el judío Jesús y sobre los orígenes cristianos no es un ejercicio fútil o la ocasión para que eruditos o pseudoeruditos se desahoguen con el mundo. Tal denuncia -aunque no sirva para nada- es un deber intelectual, y es también –como espero mostrar más adelante, cuando tengamos ocasión de reflexionar sobre las gravísimas consecuencias de ciertas ilusiones exegéticas– un deber ético.

P.D. He leído hoy los comentarios a mi post de la semana pasada. Los contestaré enseguida.

Saludos cordiales de Fernando Bermejo
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