Crítica profética: una vez más, el Bautista y Jesús

Hoy escribe Fernando Bermejo

La autocomplacencia es un fenómeno en el que los seres humanos, comprensible pero lamentablemente, tendemos a incurrir. Las religiones pueden dar pábulo a esta tendencia, o bien contrarrestarla; a menudo, sirven para hacer las dos cosas, en sentidos y dosis diferentes. Una de las formas de manifestarse la autocomplacencia religiosa es en la creencia o el sentimiento de que la pertenencia a una determinada comunidad de creencias le hace a uno automáticamente superior al resto de los mortales, sea en lo que respecta a su moralidad y dignidad, sea en lo que respecta al destino que le aguarda tras su muerte o al final de los tiempos. Al igual que otras muchas religiones –entre las que, desde luego, se encuentra el cristianismo–, el judaísmo conoció también el fenómeno de la autocomplacencia y el triunfalismo.

La idea de que Israel era el pueblo elegido de Dios debió de fomentar en algunos círculos la aparición de sentimientos religiosos de seguridad, relativos por ejemplo a la posesión de la tierra prometida, a la continuación de la dinastía davídica, a la victoria de Israel sobre los enemigos de la nación, a la inviolabilidad de Jerusalén y de su Templo o a la certeza de la propia salvación. Hay que aclarar enseguida que hablamos de ciertos círculos en ciertos momentos, no de Israel en general: en efecto, tanto a priori como a posteriori puede deducirse fácilmente que la identificación de la religión de Israel con tales posiciones autocomplacientes sería una simple caricatura. Y dada la frecuencia e intensidad con la que la aplastante mayoría de exegetas cristianos ha caricaturizado y distorsionado la religión judía (y ello, hasta el día de hoy, normalmente por una combinación de ignorancia, necesidades emocionales y autocomplacencia), esto debe quedar claro de inmediato. Pero ello no es óbice para afirmar que esas posiciones debieron de darse, y que de hecho se dieron (léase v. gr. Ez 33, 24).

Sin embargo, junto a las posiciones autocomplacientes existieron otras, más críticas, que se dedicaron a desafiar tales asunciones tranquilizadoras. La tradición profética hizo precisamente esto: percibir la gravedad de las faltas del pueblo, diagnosticar la distancia entre la identidad pretendida y la identidad real, desmentir las seguridades acerca de la propia salvación, proclamar que las promesas de Dios no eran incondicionales sino sometidas a condiciones específicas que debían cumplirse. El grave y a menudo violento y amenazador discurso profético cumple, entre otras, esta función: advertir al pueblo de Israel de que a pesar de la Alianza, Israel no tiene aseguradas las bendiciones divinas y no es inmune a la muerte y a la destrucción (cf. Isaías 10, 22; 28, 21-22). La amenaza de que la viña de Israel puede ser cortada (Isaías 5, 1-7; Jeremías 6, 8-9; Ezequiel 17, 7-10) es elocuente.

Estas voces no parecen haber faltado en Israel. Y, aunque sea algo elemental, es importante advertir que estas voces son obviamente judías. Isaías, Jeremías, Oseas o Ezequiel eran judíos piadosos, y parece haber sido precisamente su piedad judía lo que les llevó a pronunciar sus críticas terribles y atronadoras. Es muy probable que alguien haya acusado alguna vez a estos profetas atronadores de estar movidos por el resentimiento, pero diríase que es precisamente la preocupación por la suerte de Israel lo que parece haberles llevado a vociferar como lo hicieron. De hecho, algunas de las imágenes más hermosas y conmovedoras del amor de Dios por Israel se encuentran en estos mismos profetas.

Pues bien, Juan y Jesús pertenecen a este género de individuos intensamente religiosos dedicados a llevar a cabo la no siempre grata tarea de la crítica profética. Según la fuente Q (Mt 3, 7-9; Lc 3, 7-9), Juan Bautista pronunciaba –es de creer que repetidamente– estas inquietantes palabras:

“¡Engendros de víboras! ¿Quién os mostró el modo de huir de la ira inminente? Haced, pues, fruto digno de penitencia. Y no se os ocurra deciros: ‘Tenemos por padre a Abraham’. Porque os digo que poderoso es Dios para hacer surgir de estas piedras hijos a Abraham”.

El mensaje es claro y no necesita muchas exégesis. Aquellos que creen que por ser “hijos de Abraham” no necesitan temer el juicio están listos: son, según Juan, una pandilla de ilusos. Según tradiciones rabínicas algo más tardías, Abraham (o Isaac) se sentaría en la entrada de la Gehenna para asegurarse de que ningún israelita circuncidado es arrojado en ella; según una variante de esta tradición, algunos israelitas serán sentenciados a pasar un tiempo en la Gehenna, pero Abraham tendría autoridad para sacarlos de ahí y admitirlos en el cielo. Es probable que formas tempranas de esta creencia hayan estado en boga en el siglo I, como lo sugiere la apelación del rico a Abraham en la parábola de Jesús sobre el rico y Lázaro (Lc 16, 24): el rico se halla en la gehenna y pide alivio a Abraham, pero de nada le sirve. El Bautista deja claro que sin arrepentimiento y obras correspondientes, el destino de los hijos de Israel es también la gehenna. La descendencia física de Abraham no es garantía suficiente de salvación.

Es claro que el mensaje de Juan está en franca continuidad con las críticas proféticas de los presupuestos acerca de la elección y el futuro que a uno le espera. Pero, como llevamos meses argumentando, en numerosos aspectos el mensaje de Jesús está en franca continuidad con el de Juan. Pues bien, si el Bautista minó ciertas presuposiciones acerca de la elección de Israel –presuposiciones basadas sobre la descendencia física de Abraham–, parece que también Jesús lo hizo. Un texto que Q pone en boca de Jesús es consistente con la predicación del Bautista:

“Y os digo que muchos vendrán del Oriente y del Occidente y se recostarán a la mesa con Abrahán, Isaac y Jacob en el reino de los cielos, mientras que los hijos del reino serán echados a las tinieblas exteriores; allí será el llanto y el rechinar de dientes” (Mt 8, 11-12; cf. Lc 13, 28-29).

Aunque partes de ambas versiones tienen el toque inconfundible de los redactores de los respectivos evangelios, hay razones para pensar que el núcleo de esta tradición es auténticamente jesuánico. Obsérvese que, al igual que en las palabras del Bautista, también en las de Jesús Abraham es citado en contraposición a judíos que no se salvarán. El dicho de Jesús no significa en modo alguno –como quisieran ciertas tradiciones interpretativas– que Israel será excluido del Reino (una idea incompatible con el resto del mensaje de Jesús, más nacionalista y menos universalista de lo que muchos querrían). “Hijos del reino” tiene aquí un sentido hiperbólico, e incluso irónico. Resulta paradójico que el lenguaje del judío Jesús haya servido para atizar el antijudaísmo cristiano, pero la frase es comprensible como crítica profética típicamente intrajudía, destinada a resultar provocadora y a constituir un revulsivo para los oyentes, con el objeto de suscitar fe en Dios y en sus profetas, y misericordia y justicia hacia los semejantes.

Hemos visto que tanto Juan como Jesús centraron su predicación en Israel, y en este sentido merecen mucho más el calificativo de “nacionalistas” que el de “universalistas” (Geza Vermes llegó a calificar a Jesús de “narrow-minded chauvinist” o “chovinista estrecho de miras”). Aun así, otro rasgo que mancomuna a estos dos predicadores palestinos es el de haber matizado parcialmente ese nacionalismo de su mensaje mediante su crítica profética y el énfasis en el aspecto moral, que implica que la pertenencia al pueblo elegido no asegura automáticamente la salvación. Contra la peligrosa autocomplacencia es éste un razonable caveat, sin duda alguna.

Saludos cordiales de Fernando Bermejo
Volver arriba