Las novelas de Jesús: entre historia, arquetipo y excusa (II)

Escribe Antonio Piñero

“Las novelas de Jesús: entre historia, arquetipo y excusa. De Ernest Renan a Tomás de Mattos”. Curso de El Escorial (X, B) (2ª parte)
Ponente: Pablo C. Díaz. Universidad de Salamanca (Segunda parte)

Llegados a este punto deberíamos afirmar que la ficción sobre Jesús, más allá de algunas de las obras que usaban de su modelo arquetípico para recrear dramas contemporáneos, no había dado obras de auténtica calidad. La obra de Renan, sin dudar de sus elementos ficticios, no dejaba de ser una biografía edulcorada, mientras Giovanni Papini, en su muy popular Storia di Cristo (1921), intentó vulgarizar en términos emotivos, aunque bastante prudentes, y a lo largo de 96 escenas, los capítulos que consideró fundamentales en la vida de Jesús. Pero su pretensión, además de hacerse perdonar su pasado ateo tras convertirse al catolicismo, no era otra que hacer frente a toda la literatura popularizada por liberales, modernistas, socialistas y sobre todo por aquellos que habían negado la historicidad de Jesús, lo que le valió los elogios de la Iglesia.

En su introducción, Papini anota que la vida de Jesús está mejor contada en los evangelios que en ningún otro lugar, pero reconoce que cuando él está escribiendo casi nadie lee los evangelios y que es necesario retraducirlos a las necesidades y preocupaciones de la generación del presente. No queda sino afirmar que las mejores novelas que hasta 1950 se habían ocupado del Jesús histórico lo habían hecho de manera indirecta.

Pero esto es comprensible. Incluso para quien considere que la reescritura ofrece grandes posibilidades creativas, es indudable que el peso del modelo de referencia, los Evangelios, es tan grande que aquellos que quieren respetar el original caen inmediatamente en el parafraseo adornado, al estilo de Renan y Papini, mientras que los que huyen de esa atadura se ven inevitablemente avocados a la fantasía y abren un camino lleno de espinas cuando intentamos identificarlo con el original.

Es el caso de una novela de indudable calidad y tensión dramática como King Jesus (1946), de Robert Graves, quien hace de Jesús el pretendiente legítimo al trono de Israel, por ser hijo de un matrimonio secreto de María con Antípater (Antípatro) antes de que María se prometiera al carpintero José. Graves en un “Comentario histórico” incluido al final del libro, y reproducido en todas las ediciones que he consultado, afirma que “cada elemento importante en el relato está basado en alguna tradición, por muy tenue que sea”, asegurando igualmente que ha hecho todo lo posible por verificar el contexto histórico de su relato. De hecho, el libro aspira a ser una nueva interpretación erudita de la vida de Jesús, pero Graves la convierte inmediatamente en ficción fantasiosa al intentar una restauración de acontecimientos a todas luces inventada. La novela es atractiva, el recurso a un narrador, un historiador helenístico de finales del siglo primero, le da un aire de erudición y credibilidad, pero la trama enseguida nos aparta de la referencia originaria.

Las reflexiones sobre el Jesús histórico, las mudanzas sobre su interpretación, la aparición de literaturas fantásticas, cuando no sensacionalistas, asociadas a Jesús, no desanimaron a escritores de extraordinario talento a coger al Jesús de los Evangelios como protagonista directo de sus obras de ficción. Los cinco libros que voy a comentar tienen en común haber buscado su inspiración en el Jesús histórico, de modo que son, de alguna manera, reescrituras o ‘apócrifos contemporáneos’, y han recreado su vida desde la propia cosmovisión del escritor.

Nikos Kazantzakis efectúa en La última tentación de Cristo (1953) una aproximación distinta a la que había abordado en la transfiguración de Cristo de nuevo crucificado, aunque los problemas que plantea son muy similares. Da la sensación que fueron dos aproximaciones a la misma imagen de un Cristo humano. Sin recurrir a evidencias eruditas extraordinarias, Kazantzakis, con un gran esfuerzo imaginativo y de recomposición psicológica, logra una nueva visión de Jesús gracias, esencialmente, al atrevimiento conceptual de su obra.

Como escribe en el prólogo: “Esa parte de la naturaleza de Cristo, tan profundamente humana, nos ayuda a comprenderlo, a amarlo y a seguir su Pasión como si se tratara de nuestra propia pasión” (p. 9). Con el recurso a la imaginación, Kazantzakis reconstruye una vida paralela a la contada en los Evangelios, incluyendo al final la última tentación que sufrió Jesús: la visión de una vida en la que se enamora, se casa, tiene hijos y vive hasta edad avanzada. Donde parece haberse inspirado en la postrera reflexión recogida por D. H. Lawrence. Visión que debe rechazar cuando decide morir en la cruz, cuando tiene que optar entre ser hombre o dar su vida por los hombres.

Kazantzakis juega en la construcción de su Jesús con un elemento externo muy bien estructurado y creíble, cual es el ambiente de resistencia a Roma, la conflictividad social intra-judía y la expectativa mesiánica ahogada en la decepción ante cada nuevo falso profeta.

Pero juega, sobre todo, con la búsqueda introspectiva de Jesús, donde el interés de Kazantzakis por la psiquiatría se hace evidente. Desde niño ha vivido una patología obsesiva que lucha con sus propios fantasmas, quiere ser Dios, quiere merecerlo, pero se resiste a aceptar que sea algo más que un hombre, y en ese resistir vive atormentado.

Recoge en su novela Kazantzakis un Judas necesario, a quien Jesús invita a traicionarle para que se cumpla la obra de la redención, hoy tan recordado tras la identificación del llamado Evangelio de Judas, pero que había aparecido ocasionalmente en la tradición literaria precedente, y de manera magistral en un cuento de Borges Tres versiones de Judas (1944) que el autor griego probablemente conocía. En este sentido hay que decir que cuando Kazantzakis llega a escribir Jesucristo de nuevo crucificado o La última tentación de Cristo, lleva a sus espaldas toda una vida de estudio y lecturas sobre Jesús y el evangelio, conoce las investigaciones sobre los evangelios, sobre historia comparada de las religiones y también mucha literatura que podemos fácilmente remontar a autores como Venturini.

Anthony Burgess (Jesucristo y el juego del amor, 1978; Man of Nazareth, 1979) representa, de alguna manera, una excepción ortodoxa en la novelística más reciente sobre la vida de Jesús. No es un paso atrás, pero renuncia a explorar las posibilidades polifacéticas del personaje, o de la trama contenida en los evangelios, que revalorizaron el “género” cuando parecía ya prácticamente agotado, para centrase en un protagonista tan predestinado que no hay lugar para sorpresa alguna. Sin embargo merece la pena ser comentado, por un lado por la calidad intrínseca del autor, por otro porque, de alguna manera, representa el punto hasta el que se puede llegar cuando un autor decide ceñirse a los estrechos márgenes de la ortodoxia.

Sus afirmaciones en el prólogo no decepcionan a lo largo del libro. El Jesús de Burgess, como anotaba López Aranguren, deja atrás cualquier interpretación existencialista. Su Jesús es un actor cinematográfico. Jesús no sólo es un hombre fuerte y hermoso, es profundamente culto, estudia textos y documentos varios, conoce la creencias paganas y las sectas judías, la literatura griega y latina, y habla indistintamente arameo, griego o latín. Elementos de conocimiento intelectual a los que une ciertos conocimientos médicos que había aprendido durante su estancia en Egipto, y que al principio parecen justificar cierta capacidad como sanador, aunque a partir de ahí los milagros son incorporados a la narración como parte intrínseca del texto. Frente a un Jesús angustiado que siente una llamada interior, que tarda en asumir su papel y su condición divina, que quiere ser Dios pero se resiste a creer que sea algo más que hombre, tal como veíamos en Kazantzakis, el Jesús de Burgess se sabe Dios desde su juventud, desde su infancia.

En la percepción ultraortodoxa de Burgess no puede haber equívoco sobre la conciencia divina de Jesús, más aún, es un Dios con envoltura humana que debe aprender sobre los usos y las pasiones humanas, por eso, en contra del criterio de Maria, se casa (el relato de la boda de Caná sería su propia boda), aunque los embarazos de su mujer no prosperan –no sería pertinente se dice en el texto– y enseguida enviuda para poder dedicarse a su tarea esencial: redimir a la humanidad. Y en ese devenir terrestre cumple con una serie de itinerarios marcados por las profecías. No hay sorpresa en la narración.

De hecho, Burgess, que en otras de sus ficciones se presenta como provocador (pensemos en la conocida La naranja mecánica), es en su reconstrucción de la vida de Jesús un fiel servidor de su fe. Por supuesto, en la ortodoxia casi vaticana de Burgess sólo los judíos fueron responsables de la muerte de Jesús, la responsabilidad romana fue, en todo caso, resignación ante un debate intrajudío y deseo de evitar complicaciones. En este sentido la novela hace todo lo posible por distanciar a Jesús de los celotas, y de cualquier movimiento que implicase una reivindicación política. Da la sensación que sólo el afán de reivindicación católica ha justificado escribir una novela por parte de quien declara que todo estaba ya dicho, y de quien creía que sólo el Evangelio era fuente de referencia. En este sentido, su novela está próxima a la construcción de Papini y representa de alguna manera el anti-Kazantzakis, y no creo que pretenda ser una parodia de una biografía ficticia de contenido ambivalente, como en algún caso se ha dicho.

La década de los 90 del siglo XX iba a ver cómo al personaje Jesús se aproximaban algunas de las figuras más destacadas de la literatura contemporánea. José Saramago (O Evangelho segundo Jesus Cristo, 1991) y Norman Mailer (Gospel according to the son, 1997) representan dos visiones del mundo unidas, de alguna manera, por el convencimiento de que la literatura no es mera creación, sino una opción comprometida.

José Saramago, ateo, comunista y profundamente iconoclasta, que utiliza el recurso del evangelista perdido para justificar la figura apenas expresada de un narrador: “no podía este evangelista estar en todas partes”, renuncia, sin embargo, a construir una biografía novelada sobre los datos ciertos para recrearse en la construcción del hombre Jesús, en el ambiente en que se forma, en su infancia y adolescencia, en su juventud.

En el Jesús de Saramago se condensan los enigmas esenciales del hombre, de su antropología intemporal. Es posible que El evangelio según Jesucristo, sea una obra autobiográfica. Creo que lo es en un doble sentido; por un lado por cuanto la obra desvela el aprendizaje de un niño campesino que se abre al conocimiento natural e inmediato de una vida esforzada y trabajada, por otro, porque ese aprendizaje implica la reflexión antropológica que todo hombre se hace en algún momento de su existencia, la carga cultural heredada y la trascendencia o intrascendencia de la propia individualidad. El Jesús de Saramago es un hombre cargado de culpa y de contradicciones. Carga con la culpa del pecado original, la culpa que arrastra cuando descubre que la cobardía de José, su padre, le hizo esconderse cuando quizás pudo evitar la matanza de los inocentes.

Arrastra Jesús las contradicciones de amor y odio que le hacen tan humano, incluso cuando va tomando conciencia y recibiendo indicaciones de que es un ser especial al cual Dios se le presenta en forma corpórea, que nacido mortal la simiente de José había sido mezclada con la de Dios Padre. Un demonio expulsado de un poseso le reconoce como Hijo de Dios y, al fin, el mismo Dios, que se le ha aparecido ya anteriormente, le comunica su condición y su misión en un encuentro en una barca en medio del mar de Galilea, durante 40 días permanece aislado en medio de una extraña niebla en la que conversa con Dios, pero en la que el diablo está presente igualmente, tiempo que a él le parece una sola jornada.

El Evangelio de Saramago no se presta a una lectura unívoca. Tras la trama del aprendizaje humano de Jesús, que incluye una magnífica descripción del descubrimiento ético de un niño, del juego de la vida en relación con los adultos pero también con sus hermanos, y que incluye, con indudables dosis de sensualidad que sólo debieran ofender a los más puritanos, el descubrimiento del amor carnal con la prostituta María, a la que convierte en su compañera y confidente de por vida, y que Saramago identifica con la María hermana de Lázaro y Marta, surge el descubrimiento del papel religioso que le está reservado.

El Jesús hombre es enfrentado a un destino del que apenas sabe nada, como el hombre en su peregrinar; cuando el Dios Padre le da cuenta de lo que sucederá en el futuro se espanta de cuanta miseria llegará en nombre de la religión, cuantas guerras y matanzas. Jesús le reprocha que en el momento de la matanza de Herodes le salvara la vida para hacerle morir cuando le convenga, una muerte frente a la cual por momentos se rebela.

La actitud abiertamente provocadora, la invitación nada acomodaticia a la reflexión sobre el hombre y el significado de la religión que hemos advertido en Saramago no se encuentra en la obra de Norman Mailer. El autor norteamericano usa un mecanismo equivalente de construcción de un quinto evangelio, en este caso el que habría redactado el propio Jesucristo para corregir aquellos que redactados por los evangelistas tenían una finalidad propagandística y no el afán por dejar constancia de la verosimilitud. Pero la recreación de Mailer, construida según el mismo esquema de Papini, una colección de escenas, 49 en este caso, donde se recrean capítulos esenciales de la vida de Jesús, resulta absolutamente tópica sin ninguna fuerza en cuanto ficción. Jesús es un esenio, y esa es casi la única libertad creativa que el autor se permite, aunque ya sabemos hasta qué punto es un prototipo antiguo, educado en un ambiente de pureza tal que se siente horrorizado ante la idea de la fornicación cuando conoce a María Magdalena.

Es posible que el autor pretendiese construir una historia humana creíble, pero el Jesús de Norman Mailer no es un ser humano; está tan apegado al canon evangélico que resulta absolutamente extraordinario, y en su afán de enaltecer la figura del protagonismo acaba edulcorando actos triviales que se entenderían mejor en una línea más naturalista.

De hecho, la humanidad de Jesús parece reducirse a lo que él considera cobardía cuando siente temor por su propia muerte; o a la inseguridad que ocasionalmente siente sobre si será de verdad el Hijo de Dios, pues no le reconocen como tal; quizás al asombro que a veces siente ante sus propias palabras o sus propios actos. Una humanidad que posiblemente alcanza a su sensibilidad social: diversas pinceladas de reivindicación social se encuentran en el texto, pero parecen un mero reflejo de aquellas que aparecen en los evangelios canónicos.

Ahora bien, el resultado literario es sin duda notable, especialmente a la hora de reconstruir algunos discursos de Jesús, aunque la poetización acaba cayendo en lo cursi. Definitivamente, el Jesús de Norman Mailer no da ninguna respuesta a quien pretenda encontrar algo más que una reescritura del héroe evangélico.

A estas alturas y a punto de terminar debe resultar evidente que para la conciencia occidental “Jesucristo no es sólo un arquetipo, sino el centro de una narración susceptible de ser contada de múltiples maneras” (J. E. Rodríguez-Ibáñez, “Saramago, Scorsese y Jesucristo”, p. 16). Iniciado el tercer milenio, los deseos de reescribir las vidas de Jesús no parecen agotados.

Al margen la proliferación de novelas sensacionalistas, aún hay autores convencidos de que con el guión preescrito del evangelio aun se pueden construir reflexiones sobre la figura de Jesús. Es el caso del uruguayo Tomás de Mattos, quien ha escrito una monumental novela (La puerta de la misericordia, 2002), casi mil páginas en la edición original, con la intención de desvelar “qué conciencia tenía Jesús de sí mismo”. Es indudable que lo que al final leemos son, como siempre, las convicciones del autor sobre la conciencia de su protagonista: un Jesús humano, defensor de la igualdad del hombre por encima de su condición social o étnica, seguro de que la libertad es el bagaje esencial del hombre: “sólo ama quien es puro”. El autor no niega que se trata, es inevitable, de una reescritura, de acercar una historia universal a los hombres de hoy. Aunque en el prólogo advierte que “no se puede superar el abismo que separa a Dios de nuestra conciencia, tan limitada en tiempo y espacio", el autor asume la libertad que le da la literatura para recrear, a lo que suma su necesidad como creyente de “convencerse de que Dios, para hacerse realmente hombre debía ignorar su propia identidad y experimentarse a sí mismo como una realidad ajena e insondable”.

Tomás de Mattos ha realizado un triple trabajo antes de escribir su novela. Por un lado, una clara tarea de documentación histórica, su reconstrucción del contexto palestino del siglo primero es modélico.

Por otra parte, una profunda indagación teológica: “La buena exégesis exige siempre la previa exposición de los datos, sin apresurarse a preguntar su sentido”. Su construcción de la figura de Jesús parte de la lectura del Concilio de Calcedonia del año 451, donde se afirmó la convergencia en Jesús de la naturaleza humana y divina, aunque la segunda habría sido ocultada a los ojos de los hombres y de sí mismo.

El tercer elemento a valorar es el indudable empeño por conocer la literatura precedente, de Mattos se esfuerza, amparado por la precisión histórica y la congruencia teológica, en no caer en la ligereza de algunos de sus predecesores.

Tomás de Mattos es un católico tolerante y ecuménico pero que no se presta a juegos dogmáticos equívocos (aunque curiosamente puesto a elegir se queda con la interpretación del Evangelio de Juan, evidentemente el que le permite una mayor libertad interpretativa); aún así, está tan convencido de que lo que él cree es universalmente válido que afirma escribir esencialmente para los no creyentes, intentando convencerles que Dios es, cuanto menos, una necesidad. En este sentido es también una novela doctrinaria, aunque convencido de la libertad del hombre, deja abiertas puertas interpretativas, casi como el mismo título desvela, caminos distintos hacia un conocimiento.

Por otro lado la novela está construida con una arquitectura compleja. Un narrador, Nakdimón/Nicodemo (tomado de Juan 3,1-21), empeñado en saber si Jesús es o no un falso profeta, se alterna con otros personajes en lo que a veces recuerda un diálogo socrático. Por momentos Jesús parece más un filósofo griego lleno de racionalidad que un líder carismático judío. Al lado otros personajes actúan como voces explicativas, así el citado José de Arimatea, una voz muda en los evangelios canónicos que aquí va exponiendo reflexiones esenciales para entender el contexto. Pero, al mismo tiempo, el autor se alimenta del estilo de los Hechos en la construcción de la trama dramática, y usa profusamente de una gran erudición veterotestamentaria para hacer del Jesús de su historia un parangón reconocible de la tradición profética y del anuncio mesiánico que llegan a confluir en la inevitabilidad de la figura de Jesús. La investigación de Nicodemo es paralela, y ayuda a ello, a la toma de conciencia del propio Jesús, que enfrenta sus propias incertidumbres y sus propias debilidades a las de los profetas para acabar reconociéndose en ellas.

Este método le permite revisar los grandes temas de ese judaísmo tradicional que va a ser renovado y catalizado por el mismo Jesús: la naturaleza del Padre, el albedrío del hombre, la contradicción entre ley y moral, etc.

Hacia el final de su vida pública, el Jesús de de Mattos muestra ya una clara conciencia de su condición divina, aunque con un conocimiento limitado (humano) del futuro que le aguarda.

Por razones cronológicas el Prof. Díaz da por terminado aquí el viaje por la novelística dedicada a Jesús. Sostiene que la suya es indudablemente sólo una aproximación, que en absoluto agota los cientos de obras que podrían ser analizadas. Afirma que de manera sintética ha intentado aproximar al lector a las corrientes más significativas y a algunas de las obras que han tenido, y tienen, un mayor impacto mediático, o una mayor influencia, sea en el ámbito culto o en el ámbito popular.

Hay que contar, por supuesto y con cierta tristeza, con que su difusión es infinitamente menor que aquellas que usaron y usan de Jesús para construir una historia fantasiosa y próxima a la ciencia ficción. Acepta finalmente que toda tarea de reescribir a Jesús es un trabajo siempre provisional: el peso del “mito cultural” Jesús -al margen de su significado religioso para un gran número de creyentes- es lo suficientemente fuerte para saber que la exploración literaria aún será fructífera durante generaciones.

Saludos cordiales de Antonio Piñero
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