Las mujeres en los Hechos Apócrifos de los Apóstoles



Escribe Gonzalo del Cerro

Un egregio representante de la mentalidad griega y su pesimismo acerca de la mujer es el poeta Semónides de Amorgos, contemporáneo de Arquíloco de Paros (s. VII a. C.). Confundido a veces con Simónides de Ceos, el que cantara a los caídos en las Termópilas, Semónides debe su fama póstuma al largo poema de 118 trímetros yámbicos que los críticos literarios han etiquetado con el título de Espejo de mujeres. Es realmente un espejo donde aparece reflejada con todas sus aristas la misoginia de los griegos. Una misoginia que podría ser en opinión de L. Goodwater (Women in Antiquity, 1975), la razón última de la decadencia del mundo griego.

Semónides era de todos modos un pesimista empedernido en su consideración del destino humano. Conscientes de las penalidades que son el natural acompañamiento de la vida, los griegos eran profesionales del pesimismo. De este sentimiento no escaparon ni siquiera hombres tan afortunados como Sófocles. No nacer o morir cuanto antes supera todo encarecimiento, decía en su Edipo en Colono (1225-1229). Lo proclamaba en sus Elegías (425-428) Teognis de Mégara. Un extranjero que visitó Atenas y fue testigo de sus festivales de tragedias, comentaba: Los griegos organizan concursos para ver quién cuenta mayores desgracias. Semónides deja caer sus sentimientos pesimistas en los escasos fragmentos que de sus poemas se nos han conservado. “Nada existe libre de males”, dice (1 D). “No hay nadie sin reproches ni desgracias” (4 D). Y califica de necios a los que no reparan en que “es muy corto el tiempo de la juventud y de la vida” (39 D).

Todos estos detalles sirven de marco al más largo poema conservado de Semónides de Amorgos. Había nacido en la isla de Samos, patria también de Pitágoras, pero emigró a la isla de Amorgos del grupo de las Cícladas, que fue su patria epónima. El Espejo de mujeres va comparando a la mujer con diferentes especies de animales, subrayando el paralelismo de sus conductas. Pero todo va condicionado en su intención por el primer verso que tiene todas las características de un título: “La divinidad (theós) hizo la inteligencia (nóon) al margen (khorís) de la mujer”. Los traductores suelen dar una versión del verso con un cierto pudor. Versión que se ha impuesto y que afirma tímidamente que Dios “hizo diferente el modo de ser (nóon) de la mujer. Para ello dan a la partícula khorís valor adverbial, con lo que deslucen, creo yo, el valor de título del verso.

Después del análisis de las distintas mujeres tras la figura de las correspondientes hembras de animales, el poeta recapitula sus reflexiones con afirmaciones tajantes. Las mujeres-abeja son las únicas buenas y prudentes que Zeus ha otorgado a los hombres. Las demás, sin excepción, son una calamidad (pêma). Y ello por un ardid de Zeus (mekhanê Diós), que no es otro que el atractivo que las mujeres poseen y rentabilizan para dominar al varón. Es el “mal hermoso” (kalòn kakón) de que hablaba Hesíodo refiriéndose a la creación de la mujer a manos de los dioses. Aquí Semónides no necesita calificar de “hermoso” el ardid del padre de los dioses. Y como aclaración de sus conclusiones, deja caer el estremecedor epifonema: “Pues Zeus ha hecho (epoíesen) este grandísimo mal (mégiston toûto kakón) que son las mujeres” (vv. 96s). Aunque algunos alaban a la propia mujer y censuran a la ajena, la realidad para Semónides es que la suerte es la misma (íse moîra) para todos. Lo que confirma repitiendo el verso 96: “Pues Zeus hizo este grandísimo mal y lo ha puesto como grillete irrompible a los pies” del hombre (vv. 115-116).

La primera mujer de la serie es la que Dios ha hecho a imitación de la “híspida cochina”. Como es obvio, esa mujer se distingue por su desorden (ákosma) y suciedad, se arrastra por el fango (bórboros) y se sienta en la porquería (en kopría). Los latinos hablaban de los que disfrutan como “cerdo en el revolcadero” (tamquam sus in volutabro). Así es la mujer-cochina, que ni se lava nunca ni lava sus vestidos. Una alhaja.

La sigue la mujer hecha a semejanza de la “taimada zorra”, la que todo lo sabe. No se le escapa detalle, ni malo ni bueno. Se pasa la vida echando siempre algo en cara. Pues no sabe callar lo que ve. Es, además, sorprendente porque practica una conducta continuamente cambiante. Nunca sabes por dónde va a salir. Y como es tan lista… La mujer-perra, tiene aspectos semejantes a la zorra. Es inquieta, curiosa y vivaracha. Desea oírlo todo y enterarse de todo. Anda por ahí metiendo las narices en los más diversos asuntos. Y va ladrando de forma recalcitrante sin saber a quién. No hay marido capaz de sujetarla ni con amenazas ni con caricias.

A otra mujer la modelaron los Olímpicos del barro y se la entregaron al hombre ya estropeada. Es una nulidad que nada sabe, ni bueno ni malo. Sólo piensa en comer. Es de tan pocas luces que, cuando el invierno aprieta, no se le ocurre ni siquiera arrimar el asiento a la lumbre para calentarse. A otra la han hecho los dioses a imagen y semejanza del mar. Como el mar tiene dos actitudes alternativas y contrapuestas. Un día es alegre y amable; otro día está triste e insoportable. Es imprevisible y poco de fiar. Pues es inestable como lo es el mar, en el que alternan la bonanza con las tempestades.

La mujer, reflejada en la burra gris y molida a palos, es indolente y perezosa, que apenas se mueve si no es por la fuerza y a base de insultos. Se pasa día y noche comiendo, lo mismo en su habitación particular que junto al hogar. Para el amor acepta a cualquier colega (hetaîron) que se presente. La mujer-comadreja es una especie mala y ruin, incapaz de nada que sea amable y divertido. Aunque está ansiosa de hacer el amor, causa repugnancia al hombre que se le acerca. Eso sí, tiene la habilidad de causar molestias (kaká) a los vecinos. Y no tiene empacho en devorar las ofrendas rechazadas por los dioses.

La mujer-yegua recibe de Semónides el calificativo genérico de “exquisita” (habré: linda, graciosa). Tiene mentalidad más de señora que de criada. No quiere saber nada de las labores del molino, de la criba o de retirar la basura. No se sienta junto al horno por si se tizna de hollín. Conquista al varón por la fuerza. Se lava dos y tres veces al día, se unge con perfumes y lleva las crines bien peinadas y adornadas con flores. Tal mujer es un hermoso espectáculo (kalòn théama), para los demás, pero para su marido es una calamidad.

La mujer-mona es la peor desgracia que Zeus ha otorgado a los varones. Es tan fea de cara que causa risa a todos los habitantes de su ciudad. Enana, corta de cuello, sin trasero. Desgraciado el varón que tiene que abrazar semejante mal. Sabe de trucos y gestos; y no le importa que se rían. Incapaz de hacer el bien, se pasa el día meditando cómo hacer el mayor daño (mégiston kakón).

Llega por fin la mujer-abeja, la única a quien no se le puede hacer ningún reproche. Dichoso el que la posee. A su lado florece y se alarga la vida. Envejece amante junto a un marido enamorado. Se distingue entre todas las mujeres, rodeada de una gracia divina. No es aficionada a sentarse con otras mujeres donde se cuentan historias sobre el sexo.

Siendo así la mujer, recuerda Semónides que por una mujer se armó la de Troya. Funcionó allí el “ardid de Zeus” como para enfrentar a pueblos poderosos. Y ése era el ambiente dominante entre los griegos cuando surgieron los Hechos Apócrifos de os Apóstoles con un protagonismo sorprendente de las mujeres y su inexplicable rebeldía. La mentalidad que se respira en los Hechos Apócrifos anunciaba un cambio drástico en el aprecio y la valoración de la mujer. Muchos atribuyen el cambio al cristianismo y, concretamente, a la actitud que adoptó con las mujeres el mismo Jesús. Una actitud, consecuencia de su decidida apuesta por los tradicionales perdedores sociales.

Saludos amistosos de Gonzalo del Cerro
Volver arriba