Los primeros contactos de Israel con el helenismo



La prematura muerte de Alejandro, en Babilonia en 323 a.C., conllevó el rápido desmembramiento de su Imperio, disputado entre sus generales. Dentro de esta herencia Israel resultó ser un territorio disputado por las dos nuevas dinastías importantes de Oriente, los Lágidas de Egipto y los Seléucidas de Asia, lasa dos fundadas por generales sucesores de Alejandro.

Israel fue atribuida en principio a Ptolomeo Lago, y comprendía Judea, Samaría, Galilea, más parte de Siria. A Seleuco le apetecía también este territorio, pero debió ceder. Lo hizo de mala gana, siendo siempre objeto de reivindicación por parte de sus sucesores, convirtiéndose así en la auténtica manzana de la discordia entre ambas potencias, y la impulsora de la interminable serie de conflictos bélicos, conocidos como “guerras sirias” (entre gerecoegipcios y sirogriegos, es decir, sucesores de Ptolemeo y Seleuco).

La división del imperio de Alejandro hizo que, al formarse una serie de estados fuertes dominados por gentes procedentes de Grecia, la lengua helénica, oficial en esos reinos, comenzara a desbancar al arameo como lingua franca y que las costumbres, monedas, pesos y medidas griegos, y en general la cultura de la Hélade, empezara a extenderse entre las gentes que de algún modo tenían que ver con los nuevos dominadores. La influencia de la superior cultura de éstos era innegable.

La primera colonia griega en territorio de Israel de la que tenemos noticia segura se fundó en Samaría. Probablemente este asentamiento significó una cierta helenización rápida de la zona. Pero a la vez, la distancia espiritual - que ya existía- con Judea y la fidelidad a la fe a Yahvé condujeron probablemente a los samaritanos a compensar esta helenización con una muestra de renovada fe religiosa, construyéndose su propio templo. Lo levantaron en el monte Garizim, cerca de Siquén, lugar de ricas evocaciones religiosas del pasado de Israel. Con ello se consumaba también religiosamente una separación política entre judíos y samaritanos que venía latente de tiempos anteriores.

La separación entre Samaría y Judea había tenido lugar probablemente –la historia es aquí muy oscura- por una disputa entre familias sacerdotales de Jerusalén por el poder del Templo tras la muerte de Alejandro Magno. La pugna indujo a un miembro de la dinastía sacerdotal de la capital a refugiarse en Samaría –se cuenta que su mujer era samaritana- y a fundar allí un templo competidor con el de Jerusalén.


La pertenencia de Judea al reino ptolemaico explica evidentemente que los judíos se hiciera más numerosa desde fines del s. IV, especialmente en Alejandría, aunque no fue exclusiva de esta ciudad por cuanto está atestiguada también en el territorio no urbano egipcio.

En estos momentos del helenismo temprano se ponen los fundamentos más firmes de lo que luego sería una "diáspora" ("dispersión") mundial del judaísmo. En Babilonia habían permanecido muchísimas familias judías que no habían tenido el ánimo de emprender el regreso a Israel en tiempos de Esdras y Nehemías. Ésta fue la base de la muy famosa comunidad judía babilónica. En Asia Menor habitaron por esta época también muchos judíos, procedentes tanto de Israel como quizás de Babilonia. El rey seléucida Antíoco III asentó 2.000 familias judías en Lidia y Frigia (Asia Menor). En la isla de Delos y en Esparta había comunidad judía.

Pero la más floreciente era la egipcia que tenía ya una larga tradición. Los grupos de judíos que habitaban en contacto con los griegos procuraron integrarse rápidamente en la cultura superior dominante. No tenían otro remedio, si no querían caer en el estrato más bajo de la población.

En todo caso, los comienzos de la época helenística no parecen haber estado marcados por ninguna convulsión social respecto al período de dominación persa sobre Israel de tiempos anteriores. Datos dispersos al respecto se encuentran en los libros de Esdras-Nehemías, en algunos salmos tardíos, en el Eclesiastés y en escritos muy diversos de entre los llamados deuterocanónicos, tales como Judit, Baruc, Carta de Jeremías, o libros sapienciales como la Sabiduría de Salomón, la Sabiduría de Jesús ben Sira, o Sirácida/Eclesiástico, en los cuales las reflexiones morales y religiosas comportan algunas alusiones a la situación económica o social.

Estas indicaciones, unidas a los datos arqueológicos, nos muestran a Judea, considerando aparte a Jerusalén, como un país de campesinos, de marcado carácter rural, donde existían fuertes contrastes sociales y económicos. Esta situación socio-económica encuentra su correspondencia en el plano religioso: los más favorecidos económicamente son también los más abiertos a las corrientes extranjeras, considerados impíos, mientras que los explotados son gentes que proclaman su confianza en Yahvé e invocan el respeto riguroso a la Ley violada por los otros, sus opresores. Ciertamente no parece que la inclusión de Judea en ámbito ptolemaico conllevara ningún cambio en esta situación.

Siguiendo la tónica marcada ya por el propio Alejandro, los Lágidas, como hicieran también las demás dinastías macedónicas helenísticas y en especial los Seléucidas, recurrieron a la fundación de colonias para el control del territorio, creando así cinco nuevos asentamientos de esta clase: Akko-Ptolemaida en la costa, Filoteria al sur del lago de Genesaret, Filadelfia (Rabat-Ammon), Arsínoe en la Transjordania y Escitópolis (Bet-Sean). La importancia de tales enclaves no sólo desde el punto de vista militar sino sobre todo para la expansión de la lengua y cultura griegas es algo que no necesita ulteriores aclaraciones, dada la mezcla de poblaciones que implicaba.

Aparte de las colonias militares, los griegos mantenían fortalezas y guarniciones de soldados. En esta etapa ptolemaica, Judea se abrió a los intercambios exteriores. En estos años de tranquilidad en Palestina, de un creciente tráfico comercial, comenzaron los contactos más intensos de la civilización judía con la griega.

No es fácil determinar con exactitud, momento a momento, los efectos de este contacto, pero es cierto que al final del período del dominio absoluto ptolemaico sobre Palestina (hacia el 200) nos encontramos con un judaísmo que es ya bastante diferente del que volvió del Exilio bajo la égida de Esdras y Nehemías. No hay que excluir una evolución interior, pero también es muy plausible que esta evolución se hubiera visto influenciada por el contacto con una civilización griega floreciente que dominaba el país de Israel.

La extensión de esta cultura iba unida a una concepción peculiar de la misión político-social de los monarcas. Los soberanos helenísticos se presentaban ante sus súbditos como los representan¬tes humanos de la divinidad. Fomentaban así y hacían continuar una creencia bien conocida entre las poblaciones de los reyes aqueménidas, considerados como virreyes de la divinidad. El monarca tenía la misión de crear una situación material y social en la que fuera posible la buena vida y la salvación. Como mediadores de esta salvación los soberanos portaban nombres bien ilustra¬tivos (Sotér, “salvador”, Evergetés, “benefactor”, Epifanés, “aparición de la divinidad”). La salud que aportaban iba unida a la aceptación e incorporación de la cultura y la educación (paideía) griegas. Junto con ella, el ideario religioso y filosófico, en su parte más espiritualista y sobre todo los contenidos éticos de lo mejor de la filosofía griega comenzaron a difundirse en Palestina.

Parece ser que la maquinaria administrativa ptolemaica funcionó suficientemente bien en Israel/Judea, de modo que las críticas contra ella apenas son perceptibles. Los testimonios literarios de la época, recogidos por M. Hengel, en su famosa obra Judentum und Hellenismus (Judaísmo y helenismo) desgraciadamente no traducida al español, nos hablan de una reacción positiva de las gentes.

Pero justamente en esta situación relativamente próspera comenzaban a gestarse los gérmenes de un conflicto posterior entre los judíos y las tendencias progriegas. El helenismo no llegó a tocar profundamente los fundamentos de las creencias religiosas, ni en Judea ni en el resto de los pueblos orientales. Aparte de nuevas posibilidades económicas, lo que el helenismo podía ofrecer era sobre todo una cierta espiritualidad peculiar, producto de la filosofía y de la cultura más que de la religión; pero para que estos bienes penetraran en las masas se requería un proceso lento y dilatado. Las clases intermedias y bajas, que participaban en mucho menor grado de la bonanza económica y que, por otra parte, se mantenían totalmente fieles a la Ley y a las costumbres patrias, no estaban de acuerdo con que los más privilegiados cedieran a las tentaciones de abandonar las leyes tradicionales mezclándose intensamente con los extranjeros.

Dos grupos, principalmente, podían manifestar un antagonismo a la helenización en estos momentos.

Por un lado, los representantes más sinceros de la teocracia tradicional --el sacerdocio bajo, los levitas y estratos de las clases medias, sobre todo los campesinos propietarios--, veían en el helenismo un peligro grave para el mantenimiento de la vigencia de la norma codificada en la que tomaba cuerpo esa teocracia, la ley mosaica. Esta tendencia --en época de los Ptolomeos-- se ve reflejada en la teología del autor del libro de las Crónicas y en el Eclesiástico.

Por otro lado, los grupos escatológicos y apocalípticos, descontentos con la dominación extranjera, siempre ansiando un cambio radical de las circunstancias políticas, sociales y religiosas, hasta que llegase el momento en el que las naciones adversarias de Israel fueran aniquila¬das en un gran juicio de Dios y el pueblo elegido pudiera totalmente vivir conforme a la voluntad divina en un Israel nuevo. Esta tendencia se plasmaba en los primeros escritos de grupos y autores apocalípticos, cuyos restos se nos han conservado en los más antiguos de los "apócrifos del Antiguo Testamento". Las contraposición tradicional entre los ricos, impíos, y los "pobres", fieles a Yahvé, tal como se muestra en la predicación profética del momento (Is 24,2; 26,5; Zac 10,3; 11,4; 13,7), y sobre todo en ciertos salmos (9; 10; 25; 37; 40; 69), en las partes tardías de los Proverbios (1,13.17.19; 3,31; 4,17), en el Eclesiastés (5,9-6,9) y en Ben Sirá (13,2-5; 34,5. 31; impulsaba sobremanera a interpretar en clave religiosa negativa la prosperidad de las clases dominantes que se entregaban con los brazos abiertos al helenismo.

En qué grado estas tendencias conservadoras y nacio¬nalistas poseían ya una fuerza notable al final de la dominación de los Lágidas puede deducirse de la explosión que significó el levantamiento macabeo, pocos años después, sustentado intelectualmente por estas inclinaciones. El intento de llevar a cabo por la fuerza una helenización general habría de conducir a funestas consecuencias.

Saludos cordiales de Antonio Piñero.
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