La intervención de los monarcas seléucidas en Palestina (II)



Escribe Antonio Piñero

Momentos anteriores a la revuelta de los Macabeos.

Muy de acuerdo con el espíritu del Helenismo se comenzó la reforma por un cambio en el sistema educativo de las clases pudientes. Jasón –recordemos que era el Sumo sacerdote entonces y muy amigo de la cultura griega-, pidió permiso al monarca, Antíoco IV Epífanes, y levantó un gimnasio y un ephebeion en el que un nuevo cuerpo de efebos -jóvenes de la alta sociedad- debían recibir una educación esmerada en el cuerpo, ejercitándose desnudos al modo griego, y en el alma, educándose como perfectos ciudadanos de la nueva sociedad helenística.

Jasón no hacía otra cosa que introducir por fin en Jerusalén -antes no tenemos noticias de "gimnasios" en Judea- una institución que funcionaba ya en la costa de Fenicia e incluso en Damasco. Jasón llegó incluso a enviar dinero para contribuir a los sacrificios en honor de Hércules en los juegos cuatrienales de Tiro. En el Templo mismo se ofrecían voluntariamente sacrificios diarios por la salud del monarca, lo que se diferenciaba poco externamente de lo que otras regiones del Imperio Seléucida hacían practicando el culto al rey.

Aunque la clase superior estaba de acuerdo con estas innovaciones (no constan protestas ningunas, incluso dos años más tarde se recibió con grandes fiestas al rey seléucida en Jerusalén), todo ello debió de resultar sumamente ofensivo a los ojos de los judíos piadosos de las clases medias. Para el autor de 2 Macabeos 4,13, todo este proceso constituía un clímax en los intentos de "helenización" (en griego, hellenismós; este texto supone una utilización del vocablo con el sentido que luego le daría Droysen).

Pero el Templo con sus instituciones seguía funcionando; la Ley no se abrogaba oficialmente, pero de hecho se eliminaban las bases de la teocracia judía. El orden político no se determinaba desde ese momento según las directrices de la Ley y la interpretación oficial de sacerdotes y escribas, sino que en el futuro debía acomodarse a los órganos constitutivos de la nueva polis, es decir la asamblea del pueblo con plenos derechos, la gerusía -o consejo de ancianos- y los magistrados (Hengel, Judaísmo y Helenismo, 506).

Destitución de Jasón. Nuevo paso hacia la helenización

Un poco más tarde, el monarca mismo, no contento quizás con la lenta marcha de la helenización o, más probablemente, movido por las promesas de mayores tributos monetarios, sustituyó arbitrariamente -hacia finales del 172- a Jasón por otro sumo sacerdote que llevaba el helénico nombre de Menelao (no una helenización, sino un sustituto griego, por razones de parentesco fonético del hebreo Menahem).

Según Flavio Josefo, los Tobíadas se hallaban detrás de Menelao y con su elección habían dado un golpe fuerte al poderío de los Oníadas que sustentaban a Jasón. Pero estas querellas internas supusieron una secesión entre los partidarios del reformismo helénico que se encontró aún más como una minoría.

Si Jasón había sido progriego, Menelao lo era aún más, continuando la misma política de helenización forzada emprendida por su antecesor. Su actitud prohelénica, los prósperos negocios sucios en los que tenía parte e incluso quizás la apropiación indebida de ciertos tesoros del Templo para pagar los tributos prometidos, le granjearon aún más el odio del pueblo.

Lo que había comenzado por la implantación de un modo de vida más acorde con la razón y con los tiempos, un estilo más libre y refinado, acababa ante los ojos del pueblo en una explotación descarada en favor de una potencia extranjera. Se produjo la primera explosión de descontento y el pueblo llegó a linchar al hermano de Menelao, Lisímaco, otro judío con nombre puramente griego.

Es posible que los Oníadas estuvieran detrás de estos alborotos, por lo que, al principio, al fondo de estos estallidos de violencia había menos una lucha por motivos religiosos, que una disputa profunda -política y económica- entre los partidarios de los dos partidos judíos enfrentados entre sí, los Oníadas y los Tobíadas. Sólo más tarde los motivos religiosos empezarían a desempeñar un papel importante.

Mientras tanto, la noticia falsa de que Antíoco había perecido en una campaña contra Egipto hizo que Jasón -que no había abandonado sus intenciones de continuar en el sumo sacerdocio- reuniera un pequeña tropa, tomara por sorpresa Jerusalén y depusiera a Menelao.

Antíoco consideró el acto como una acción rebelde y se dirigió contra la capital, enfurecido, para castigarla. Tomó la ciudad con facilidad, provocó un baño de sangre y aplicó el derecho de conquista: ordenó el pillaje de los enormes tesoros del Templo, llevándose a Antioquía los grandes recipientes de oro, el altar del incienso, la menorá o candelabro de los siete brazos y la mesa de los panes de la proposición.

Un año más tarde, en el 168, Antíoco emprendió una segunda expedición contra Egipto. Era más de castigo y como aviso para que el poderoso país del Nilo le dejara en paz en todo aquello que estaba haciendo en Siria e Israel. Pero Roma, aliada del país invadido y que no deseaba ningún poder hegemónico, frenó las intenciones del monarca seléucida.


El general Pompilio Lena le presentó un decreto del Senado en el que se le instaba a abandonar para siempre sus aspiraciones sobre Egipto si no quería cargar con las consecuencias de ser nombrado enemigo de Roma. Antíoco IV no tuvo más remedio que aceptar.

Se instala en Jerusalén una guarnición de tropas paganas

El monarca, airado, decidió al menos aplicar con todo rigor su política en Palestina. Esto supuso un nuevo cerco a Jerusalén y un nuevo proceso de pillaje y asesinatos en masa de los judíos que no aceptaban las directrices del monarca. Aunque las murallas de la ciudad fueron totalmente derribadas, el rey decidió fortificar de nuevo el núcleo antiguo de la urbe, la vieja "ciudad de David". Ésta se convirtió así en una poderosa fortaleza (denominada el "Acra", que en griego significa “la parte superior”) ocupada por una guarnición pagana. Con gran tristeza, el autor del libro de Daniel se hace eco del hecho, aunque lo presenta como una profecía de futuro: "Empleará gentes de un dios extranjero para defender la fortaleza" (11,39).

Muchos de los judíos piadosos abandonaron la ciudad y se fueron "al desierto". La nueva ciudadela continuaba probablemente la tradición de la "Antioquía" jerusalemita de Jasón, aunque sus partidarios fueron desposeídos de sus bienes y se instalaron nuevos habitantes no judíos ("llamados en griego clerucos = poseedores de ‘lotes’ de tierras").

Con ello la Jerusalén judía perdió gran parte de su carácter al ser habitada por gentes que no se regían por la Ley. El Templo, que quedaba en manos de Menelao, era también utilizado cultualmente por los nuevos habitantes paganos, quizás con un culto al "Señor de los cielos", Baal-Shemen o Zeus del Acra, asimilado sincretísticamente con Yahvé. En realidad, esto no era sino el primer paso para una eliminación de la Ley mosaica como norma constitutiva de la nueva población.

Pero lo peor no había llegado aún, ya que las revueltas aceleraron el ritmo de la helenización forzada, como si los helenistas no tuvieran ya ninguna posibilidad de volver a integrarse con sus antiguos conciudadanos. No le quedaba más opción que seguir su forzada marcha hacia delante, eliminar las últimas barreras con los griegos y proceder a un proceso completo de asimilación.

El decreto de abolición de la ley judía

El proceso llegó a su culmen con un decreto de Antíoco IV en el 167. La orden prescribía la abolición del culto en el Templo, y la pena de muerte para aquellos que cumplieran con las normas judías respecto al sábado y la circuncisión. En todas las ciudades se debían ofrecer sacrificios al panteón de dioses paganos y se enviaban inspectores a todas partes para controlar el cumplimiento de estas órdenes. En diciembre del 167 el Templo fue profanado, erigiéndose un ara a otros dioses al lado del gran altar de los holocaustos y pocos días más tarde se celebró en ella el primer sacrificio a Zeus. Fue ésta la "abominación de la desolación" referida por el libro de Daniel (11,31; 12,11).

La “quinta columna”

Desde los trabajos de E. Bickerman, cuya opinión siguen la mayoría de los historiadores, se ha estimado poco probable que el decreto de Antíoco haya sido tal cual nos lo presenta 1 Macabeos 1,51ss. Dado que una prohibición religiosa no era totalmente anormal en el mundo helenístico, es muy posible que tal política no se derivara de los meros intentos de Antíoco por helenizar a Judea. Tal como las mismas fuentes (los libros de los Macabeos y el de Daniel) lo insinúan, es más plausible que los intentos de asimilación del culto del Templo jerusalemita al de los dioses del reino fueran una iniciativa de los propios prohelenistas judíos, capitaneados por Menelao, quienes ante el cariz que habían tomado ya los acontecimientos no tenían otra alternativa que huir hacia adelante.

El decreto real sería parte de la constitución de la nueva ciudad helénica de Jerusalén. El monarca se habría limitado a refrendar sus iniciativas de helenización. Sólo más tarde el mismo rey se uniría a ellos prohibiendo los ritos exteriores (circuncisión, observancia del sábado; distinción entre comidas puras e impuras) bajo pena de muerte.

La iniciativa no era tan descabellada como podría parecer, pues para un helenista convencido Zeus y Yahvé eran la misma divinidad, aunque con nombres distintos, e invocar al dios de los cielos, como suprema divinidad, era una práctica arcaica y racional. En el Egipto ptolemaico hacía ya tiempo que se había identificado a Yahvé con el Dios supremo de los griegos. Así, se consagraron el templo de Jerusalén a Zeus Olímpico y el del monte Garizim al Zeus Xenios, “protector de los forasteros”. Pero en Jerusalén este mismo paso no era tolerable dado el carácter exclusivista de la religión.

Para comprender con ojos de hoy lo que podía significa esta reforma a los ojos de muchísimos piadosos basta con imaginar una situación análoga capitaneada por el sumo sacerdote del catolicismo, el Papa de Roma. Imagínese por un momento que el Papa afirma por decreto que el Dios de siempre no será ya invocado, sino que se denominará Alá y que a este Alá es el único al que se ha de reverenciar. Imagínese que el Papa proclamara una fatwa condenando a la muerte espiritual a todo aquel que cumpliera con el descanso dominical y asistiera a misa. La eucaristía quedaba proscrita desde esa orden suya y era sustituida por un sacrificio en honor de Alá. La iglesia de S. Pedro estaría dedicada desde esos momentos al honor de Alá y su profeta Mahoma. la enseñanza de la Biblia quedaba igualmente prohibida y sería sustituida por el aprendizaje del Corán, naturalmente en otra lengua..., la árabe; no en la lengua nacional de cada país, etc. etc.

El estallido de los judíos religiosos no iba a hacerse esperar.

Seguiremos. Saludos cordiales de Antonio Piñero
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