Desde la muerte de Juan Hircano a la intervención de Pompeyo en la vida de Israel


Continuamos con nuestra serie, los avatares históricos de los contactos de Israel con el helenismo.

Tras la muerte de Juan Hircano en el 104 a.C., le sucedió en el trono su hijo Judas Aristobulo. Pero este personaje vivó muy poco. Reinó tan solo un año y murió en el 103. Su viuda Salomé Alejandra se sintió impotente para gobernar sola e entronizó a uno de los hermanos de su marido, Alejandro Janneo (103-76), con quien además se casó.

El nuevo rey continuó la línea belicosa de sus predecesores, añadiendo a su reino ciertas zonas de Transjordania y algunas otras de la costa meridional. Para ello, al igual que hiciera el resto de los reyes helenísticos, contrató mercenarios extranjeros y acuñó también monedas cuyas inscrip¬ciones, significativamente, están en griego. Pese a los éxitos externos, parte de sus súbditos no estaba de acuerdo con su política y se produjo una sublevación. Alejandro Janneo los reprimió muy duramente.

De este modo, un miembro de una dinastía, la de los asmoneos, originariamente liberadora de su pueblo respecto de los Seléucidas, se convirtió en su represor. Como resultado de estas conquistas, las fronteras del estado judío se ampliaron mucho más que en época de Juan Hircano. Pero al propio tiempo tal obra fue destructiva en un aspecto: ya no signi¬ficaba el progreso de la civilización griega sino, por el contrario, su destrucción, puesto que todos los territorios conquistados eran sometidos a las costumbres judías, castigándose seve¬ramente a las que se negaran a acomodarse. Muchas ciudades cos¬te¬ras fueron arrasadas, al igual que sucediera con las villas helenísticas al este del río Jordán.

Alejandro Janneo fue sucedido en el trono por su mujer Salomé Alejandra (76-67). Su reinado se caracterizó por una notable paz y porque los guías espirituales del pueblo, los fariseos, gozaron de influencia ante la reina. Nombró a su hijo mayor, Hircano (II), sumo sacerdote, reservándose ella el poder real. Desde esta posición restableció las obligaciones de la jurisprudencia farisea, abolidas por Juan Hircano o por Alejandro Janneo. Así, los fariseos vieron triunfar su tendencia hasta el punto de que Josefo les atribuye el ejercicio real del poder bajo autoridad nominal de la reina (Antigüedades XIII 16,2). A su muerte estalló el conflicto entre sus hijos: Hircano, que se creía con el derecho al trono por su primogenitura, y Aristobulo (II), el menor, más enérgico y ambicioso, que también lo pretendía. La pugna entre los hermanos venía d antiguo.

Aristóbulo logró hacerse dueño de una parte del terri¬torio y se erigió en rey. Pese a todo debió pactar con su hermano, que se contentó de momento con el pontificado. Este compromiso fue seguido por otro entre saduceos y fariseos para formar parte conjuntamente del Consejo real.

El depuesto Hircano II decidió, sin embargo, luchar por el poder. Para ello se apoyó en el hijo de uno de los antiguos gobernadores generales de su padre, Antípatro, idumeo de nacimiento. Este personaje, , en el 65 a.C., logró convencer a los árabes nabateos para que apoyaran la causa de Hircano. Los nabateos cercaron a Aristobulo II en Jerusalén y estuvieron a punto de apoderarse de la ciudad, con lo que iban a zanjar el contencioso en favor de Hircano.

Pero en el entretanto los dos hermanos contendientes deci¬dieron acudir al arbitraje de Roma para que un juez externo dirimiera su disputa. Por aquella época, Pompeyo había sido nombrado por el Senado romano plenipotenciario para el Oriente, y en una serie de rápidas campañas había acabado con dos enemigos de Roma en la zona: Mitrídates VI, rey del Ponto, y Tigranes, monarca de los armenios. Subyugados estos adversa¬rios, puso sus ojos en Siria y Palestina, por lo que le vino estupendamente que los dos pretendientes al trono de Israel le llamaran para dirimir sus disputas. En Damasco, en el 63 a.C., Pompeyo tomó partido por Hircano. Comenzaba así una nueva época, la de la influencia o control romano-bizantino sobre Israel/Palestina, que habría de durar muchos siglos, hasta la invasión de los árabes en el siglo VII.

Durante el lapso de tiempo, de casi un siglo, de dominio asmoneo la suerte del helenismo en Palestina fue dispar. Como había ocurrido anteriormente, las capas superiores de la población se habían mantenido siempre abiertas al influjo de las corrientes helénicas que venían de los países de alrededor. Aunque para algunos de los miembros de esta clase la helenización suponía la renuncia a las costumbres patrias, para otros muchos de ella no era necesariamente así. Al menos exteriormente mantenían la validez del culto en el Templo y la función de la Ley como norma ética del pueblo. Pero podían sacrificarla en la práctica en aras de sus conveniencias.

Para la gran mayoría de la población, sin embargo, y en especial para los grupos de laicos que y he mencionado, que pretendían una piedad más acendrada (hasidim, "piadosos"), o para aquellos conglo¬merados que mantenían vivas las esperanzas escatológicas -como sabemos por las obras teológicas producidas en aquellos momentos- en un futuro restable¬cimiento político de un mundo mucho mejor que el presente controlado por Dios, la Ley era como la vida toda de la nación y de cada individuo. Atacarla o quebrantarla era atentar contra la esencia misma del pueblo. La masa de los judíos piadosos de la época debía de tener muy vivo el concepto de elección divina. Ellos eran la nación elegida, y los paganos eran inferiores, adoradores de iniquidades. Una buena parte del pueblo judío se había transformado en xenófoba, pues unía a un elevado concepto de sí mismo una hostilidad manifiesta por lo extranjero. Para ellos la hele¬nización representaba un serio peligro de laxitud ante la Ley. La apetecible libertad política no podía significar más que la constitución de un medio social y económico que no pusiera traba alguna a la devoción y al cumplimiento de la ley divina. No existía otra sabiduría verdadera que el aprecio, el estudio y la práctica de una norma divina e inmutable.

Dentro de este grupo de laicos destacaban los fariseos, que llegaron a ser por antonomasia los adversarios de los saduceos, más helenizados. Será de entre ellos de donde sur¬girán las ideas que aparecerán como correctivos a las tenden¬cias absolutistas helenizantes de la monarquía sacerdotal asmonea.

Se hace derivar su nombre del hebreo perushim “separados”, que no puede interpretarse en el sentido de cismáticos o sectarios sino en el de “alejados” del mal; eran ciertamente hombres para los que la esencia de la religión se concentraba en el estudio, interpretación y observancia de la Torá, la Ley, cuya forma escrita se iba completando con la transmitida por tradición oral. Su fervor religioso no hizo de ellos, sin embargo, un grupo de devotos apartados de las realidades mundanas, pues no eran indiferentes ni a la inde¬pendencia nacional ni al régimen político, pero su realismo les conducía a transigir, especialmente en la época de dominio romano, para poder salvar lo que consideraban lo esencial de la vida y de la identidad judía.

El cuidado de exégesis y aplicación constante de la Ley a la vida cotidiana hizo de los fariseos un conjunto más flexible y adaptable, más innovador y más capaz de acomodarse a las realidades de este mundo y les ayudó en gran medida a convertirse, junto con los sacerdotes, en los guías espirituales del pueblo llano. Respetaban a los reyes, cualesquiera que fueran y cuando la independencia nacional no era posible, se acomodaban a la autoridad extranjera para intentar obtener de ella condiciones soportables para el pueblo. Pero por encima de todo respetaban el Templo, de manera que intentaban por todos los medios que el ritual estuviera libre de cualquier mancha.

Para comprender bien su contribución al debate político, hay que considerar que su medio propio era la comunidad local con su sinagoga, donde ellos aportaban sus comentarios expertos a la lectura de la Torá. En las sinagogas, en efecto, animaban los debates, de los que harán un método de investigación jurídica bajo la forma de “cuestiones disputadas” entre doctos: tras la consulta de los maestros y ratificación por una mayoría cualificada, las decisiones de los sabios acerca sobre todo de la interpretación de la Ley y su aplicación al ámbito de las costumbres se hacía una suerte de “tradición” que con el tiempo se convertiría en ley consuetudinaria.

En la época que consideramos todavía faltaban un par de siglos para que se pensara de modo universal por los rabinos que esta tradición tenía un origen muy antiguo –había sido inspirada por Dios al mismísimo Moisés-, por lo que tenía que acabar siendo tan normativa como la ley escrita. En esta época, e incluso en la de Jesús, todavía eran tradiciones, venerables, sí, pero aún no “una ley oral”. Precisamente por ello podía discutirse acerbamente sobre sus normas, como hizo el Nazareno, sin salirse del judaísmo.

De todos modos, gracias a la asidua enseñanza y difusión de la Ley entre el pueblo por medio, como se ha visto, de la sinagoga y la disputa docta, el fariseísmo estaba plantando los cimientos para llegar a constituirse en el tiempo futuro en la base de la ortodoxia oficial judía.

El grupo de los saduceos debía su nombre, parece, a los sadoquitas -descendientes del sumo sacerdote Sadoc de tiempos de David- que habían provisto la sucesión continuada de sumos sacerdotes desde aquella época hasta la revuelta macabea. Eran gente de ciudad, perteneciente sobre todo al medio aristocrá¬tico que se había aliado a los asmoneos y tenían asiento en su consejo de notables. Josefo consideraba que eran pocos, pero en general muy ricos. Obedecían ciega¬mente a la Ley escrita (el Pentateuco) y rechazaban la tradición oral farisea, negándole legitimidad mosaica. Esto no significa que no tuvieran su propia tradición interpretativa de la Ley. Naturalmente que la tenían (una ley tan compleja como la mosaica no puede interpretarse si no es dentro de una tradición), pero era distinta a la de los fariseos.

Saludos cordiales de Antonio Piñero
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