La helenización de Judea en el siglo de Jesús (II)


Seguimos con el resumen y comentario del capítulo “Judaísmo y helenismo en el siglo I de nuestra era” de la Profesora Rosa María Aguilar, en el libro Biblia y Helenismo, Edit. El Almendro, Córdoba, 2007, pp. 209-233.

Esteban de Bizancio hizo un recuento de oradores y sofistas de Gerasa entre los cuales es el más conocido el matemático neopitagórico Nicómaco. De Ascalón cita, además de a Antíoco -reformador en cierta medida del platonismo, a quien oyó Cicerón en Atenas-, a otros filósofos estoicos, a gramáticos y a historiadores.

También las ciudades de Tiro y Sidón en Fenicia estaban inmersas en la cultura griega además de conservar la suya propia y este entorno afectaba a Israel sobre todo a través de las visitas al país a causa de la festividades religiosas de los judíos que habitaban en la vecina Antioquía de Siria.

Los conocimientos de la lengua griega en Israel no podían estar simplemente basados en el aprendizaje callejero con comerciantes o visitantes de otros países que empleaban el griego como lengua, sino que debían de estar basados -como se ha señalado por diversos investigadores- en la enseñanza elemental que impartiría un grammatistés, “maestro de gramática” también en Judea. Este hecho se deduce también de un escrito, hoy entre los apócrifos del Antiguo Testamento denominado la Carta de Aristeas (compuesto hacia el 140 a.C.).

En síntesis la historia que transmite este escrito es la siguiente: el bibliotecario del rey Ptolemeo II Filadelfo (285-246 a.C.), llamado Demetrio de Fálero, propuso al monarca la traducción de la ley de los judíos para enriquecer con ella la biblioteca real, pues –dijo- era algo muy importante. El monarca accedió y ordenó escribir al sumo sacerdote de Jerusalén pidiéndole el envío de personas calificadas para que como huéspedes del rey vertieran allí mismo, en Egipto, las Escrituras (al principio sólo el Pentateuco: los cinco primeros libros de la Biblia) al griego.

La “Carta” supone que en Israel había ya gente que sabía tan bien la lengua helénica como para efectuar una versión nada fácil. La respuesta del sumo sacerdote fue afirmativa. Inmediatamente envió a Alejandría 72 varones expertos en ambas lenguas. El rey los acogió con amabilidad, pero los sometió a una serie de pruebas para quedar seguro de su competencia traductora y de su sabiduría en general, de las que los futuros traductores salieron airosos.

El rey ordenó congregar a los 72 varones en un lugar apartado, probablemente la isla de Faros, aislados del mundo. Allí hicieron una traducción colectiva que se concluyó precisamente en 72 días. Más tarde –y esto lo sabemos por el filósofo Filón de Alejandría (Vida de Moisés, II 25-40)- se añadirá a la leyenda el hecho milagroso de que los traductores, trabajando separadamente, produjeron cada uno por su cuenta, una versión que por singular inspiración divina coincidía al pie de la letra con la de los demás. Una vez vertida al griego, la Ley fue leída en público ante el monarca, y recibió de todos grandes alabanzas. Se hicieron de ella dos copias: una fue a la biblioteca del Rey, y otra pasó a manos de los judíos de Alejandría.

En otro "post" escribiremos más detenidamente de este evento cultural de primera magnitud. Pero lo que nos interesa subrayar ahora es que la situación que describe la Carta de Aristeas respecto al conocimiento de la lengua griega en Judea seguía con toda seguridad en el siglo I de nuestra era, sobre todo después del reino de Herodes el Grande.

Testimonio del uso de esta traducción al griego nos lo ofrecen los frag¬mentos de traducciones griegas de la Biblia hebrea hallados en Qumrán y en las cuevas de Wadi Murabba‘at. Parece casi increíble que los esenios, tan fanáticos judíos hayan conservado entre sus tesoros una traducción de la Biblia al griego. En la Cueva VII de Qumrán se han encontrado fragmentos del libro del Éxodo y de la Carta de Jeremías. Y en la Cueva IV han aparecido textos de los libros del Levítico, Números y Deuteronomio.

Hay algunos fragmentos de estas traducciones que revelan cómo se corregían textos de los Septuaginta sobre los textos hebreos con una mayor precisión filológica, lo que muestra la preocupación por un texto exacto bastante antes de que apareciera la traducción del Áquila hacia el 135 d.C., una traducción totalmente literalista de la Biblia y dirigida contra los judeocristianos, a saber contra el uso que éstos hacían de la Biblia griega.

Más tarde veremos que no sólo se hicieron en Israel, probablemente antes del siglo I, traducciones de la ley de Moisés, sino que esa costumbre siguió en los siglos posteriores hasta alcanzar el siglo I.

La influencia de la literatura griega era muy amplia y llegó hasta la reinterpretación de los personajes más conspicuos de los textos sagrados en una suerte de evemerismo. Evémero, que vivió probablemente en el siglo IV a.C., es conocido en la historia de la filosofía por haber propuesto una teoría sobre el origen de los dioses: éstos han sido generados por la imaginación y fantasía humanas en el proceso siguiente: un rey famoso y bueno, tras su muerte, era idealizado y convertido por sus devotos súbditos en un héroe semidivino, y en un segundo momento se lo idealizaba aún más haciendo del héroe un dios.

En la Judea del siglo I se seguía creyendo lo que el llamado Anónimo Samaritano -que escribía ya en griego en la época de Ben Sira, el autor del libro del Eclesiástico (hacia el 190 a.C.; su traducción al griego se compuso hacia el 135 a.C.)- identificaba al sabio Henoc del Génesis (5,22) con Atlas, el hermano de Prometeo, considerando a ambos como astrónomos, matemáticos y filósofos. El rey Nemrod de Babilonia estaba identificado en forma evemérica con el dios semítico Bel mientras que Abrahán era considerado como un héroes, pues habría traído el culto religiosos a Fenicia y Egipto y así, de modo indirecto, también a los griegos. Parecidamente se forjó la leyenda de que judíos y espartanos estaban emparentados a través de Abrahán. Debió de ser en Jerusalén donde tuvo su origen tal leyenda desde alguna perspectiva judía como lo manifiesta, por ejemplo, la carta de Jonatán a los espartanos en el libro I de los Macabeos.

En esa misma perspectiva puede verse también la helenización del nombre de Jerusalén a Hierosólyma porque así se la identificaba con una ciudad ‘santa’ que poseía un templo sagrado: ‘la santa (griego hierós = ‘santo’) Solyma’— o Hierópolis, la ciudad sagrada”, como la llamó Filón de Alejandría (en su obra Legación a Gayo Calígula, 225, 281—, y además de ese modo se la asociaba a un origen mítico común en la Ilíada, el texto más importante para cualquier griego, donde aparecen los “gloriosos Sólimos” (Ilíada VI 184).

Un afán semejante de resaltar la cultura helena en Jerusalén es la intención que lleva la carta, probablemente inventada, que aparece en el libro 2 de los Macabeos (14ss), del pueblo de Jerusalén a Aristóbulo y al pueblo de Alejandría. En ella se informa de la nueva biblioteca del Templo, construida por Judas Macabeo, y se invita a los alejandrinos a que la usen cuando la necesiten, cosa que parece suponer la existencia de fondos bibliográficos escritos en griego que duraban sin duda en el siglo I.

También por este mismo tiempo el sacerdote palestino Eupólemo –que al parecer habría ido como embajador a Roma en 161 a.C. por encargo de Judas Macabeo- escribió una historia en griego titulada Sobre los Reyes de Judá, seguramente como exaltación de la lucha por la libertad de los judíos bajo el liderazgo de los Macabeos.

Es probable que la formación retórica que podría recibirse en la helenística Tiberíades —ciudad tan cosmopolita como Antioquía o Alejandría— fuera superior a la correspondiente de Jerusalén. Es claro que el dominio de los sacerdotes en la capital hacía que se tuviera menos interés en el griego. Ello se ve, por ejemplo, en Flavio Josefo, quien en su primera juventud, como persona perteneciente a la casta sacerdotal, no tuviera excesivo interés en una formación tan perfecta en la retórica y se hubiera limitado a aprender a hablar suficientemente bien la lengua griega.

Seguiremos con este tema, pues puede resultar increíble a primera vista la extensión de la cultura griega en el siglo I en un país tan religiosamente apegadod a su tradición judía que bien pronto habría de enfrentarse a muerte a Roma (levantamiento/guerra del 66-70). La importancia para comprender por qué el judeocristianismo podía ofrecer, o aceptar, elementos de su teología transidos de ideas griegas parece evidente.

Saludos de Antonio Piñero
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