La helenización de Judea en el siglo de Jesús (III)


En el siglo I en Judea-Galilea nos encontramos con la existencia de dos escritores de importancia en lengua griega. Uno es Justo de Tiberíades, quien había tenido en esta ciudad, en la época desde Herodes Antipas hasta Agripa II (4 a.C.- 92 d.C.) una buena educación retórica y literaria, y que escribió una Historia de los reyes judíos desde Moisés hasta la muerte de Agripa II, el último de ellos.

El otro es Flavio Josefo, descendiente de los Asmoneos, que había recibido su formación griega en la propia Jerusalén. Su conocimiento del griego fue la causa, sin duda, de que pudiera llevar una embajada a la corte de Nerón siendo aún muy joven, misión que terminó con éxito. Sin embargo, él mismo informa de sus dificultades con el aspecto más literario de la lengua, lo que le llevó a solicitar ayudas en la redacción final en griego de sus principales obras, Antigüedades y La guerra de los judíos, aunque parece que ya no la necesitó para su “autobiografía”, Vida, y en el Contra Apión (un tratado de defensa del judaísmo). Por eso él mismo resaltaba que, naturalmente, su educación judía era más completa que la griega y que tenía problemas para escribir en un griego literario.

Otro aspecto que muestra la helenización de Judea es que en ese territorio y quizá en Galilea se hicieran traducciones del hebreo al griego, en especial desde luego de libros bíblicos. Desde la traducción de los famosos Setenta y dos sabios se siguieron realizando otras versiones que no siempre respondían a criterios literarios sino más bien a otros más literales. Así pues, no fueron hechas todas estas traducciones en ciudades de la Diáspora de lengua griega.

Así el colofón, o final, al libro griego de Ester hace ver cómo traducciones de los libros que entre cristianos se denominan del Antiguo Testamento, u otros que al final de una larga ventura entraron en el grupo de rechazados del canon - los Apócrifos y Pseudoepígrafos- no siempre procedían de ciudades de fuera de Israel, ¡sino de la misma Jerusalén!

(Dicho sea entre paréntesis: en español se he escrito siempre sin hache, desde tiempo inmemorial, en las Biblias españolas. El uso de hoy entre muchas gentes, Esther, con hache, es desde luego legítimo, pues en los nombres propios hay libertad. Pero sospecho que se debe a una influencia del inglés y no a un conocimiento de que la hache es en sí etimológica y correcta. Creo que este uso rompe una costumbre de siglos si se empleara para denominar el libro bíblico).

Toda esta costumbre de traducción del hebreo al griego venía de antiguo ya en el siglo I: el Libro de Ester —probablemente del 114 a.C. —, lo demuestra. El postcriptum del libro informa de que Dositeo, sacerdote y levita, es el autor de la carta relativa a los Purim (“suertes”) y que la traducción la hace Lisímaco, hijo de Ptolemeo, de la ciudad de Jerusalén. Este texto se enmarca en un tipo de literatura de propaganda asmonea contra los seléucidas para ser leída por los judíos de Egipto. De ahí que su autor se esmerase en el estilo. Que la traducción del hebreo se debió de realizar en Jerusalén lo muestran asimismo los añadidos de propaganda antimacedónica (es decir contra los monarcas seléucidas a los que consideraban como descendientes más directos de Alejandro Magno) y el que estas adiciones estén escritas en una lengua más perfecta que la de la propia versión al griego, como ocurre en las cartas reales que imitan el carácter propio de estos documentos de cancillería.

Otras traducciones que, a juicio de Martin Hengel, pudieran haber sido realizadas en Israel son las del libro 1 de Macabeos, que es también un ejemplo de la propaganda asmonea, y los libros de Tobías y de Judit (¡también sin hache!). Un caso igual sería el de la traducción al griego de las Crónicas (Paralipómenos [“Restos”] I y II), la del 1 de Esdras que muestra adiciones de carácter novelesco.

Asimismo se habrían traducido en Israel el libro 2 de Esdras, el Cantar de los Cantares y las Lamentaciones. El Eclesiastés o Koheleth se habría vertido al griego ya bastante tarde, a comienzos del s. II d.C., porque su estilo de lengua coincide con la versión anticristiana de la Biblia del discípulo del Rabí Aqiba, Áquila (es decir es una traducción muy literalista), pero no se puede saber a ciencia cierta dónde se hicieron las traducciones de estas últimas obras.

En Israel en el siglo I de nuestra era se podía recurrir a los buenos oficios de un rétor (un orador en lengua griega que hacía a la vez de abogado), al igual que en la Grecia clásica se buscaba un logógrafo (redactor de discursos) para los procesos judiciales. Este sorprendente hecho lo pone de manifiesto un pasaje de los Hechos (24,1) que trata de la acusación contra Pablo ante el procurador romano Félix.

Al principio del capítulo 24 de los Hechos se nos cuenta cómo el sumo sacerdote Ananías bajó a Cesarea ante el procurador Félix, acompañado del orador Tértulo, para presentar ante aquél la acusación. Este Tértulo seguramente se dedicaría también a la enseñanza de la retórica y no sólo a hacer discursos para otros. Con todo, emplea en el alegato recogido en los Hechos todo su ingenio para atraerse el favor de Félix, de suerte que este pasaje sería, a juicio de Hengel, una muestra de la más bella sintaxis griega en el Nuevo Testamento.

De lo dicho se deduce que no se pueden hacer divisiones tajantes entre una literatura helenística judía producida en el corazón Israel y otra literatura helenística judía escrita en la Diáspora. A veces pequeñas notas dentro de las obras, que señalan un mejor conocimiento topográfico de la ciudad santa, parecen asegurar un origen palestino, como sucede con el poeta épico Filón (del mismo nombre que el filósofo) que alababa en hexámetros los acueductos de Jerusalén construidos por los Asmoneos. Pero al trágico Ezequiel, que escribió una tragedia sobre el éxodo de los judíos de Egipto sobre un modelo euripídeo, se le asigna tanto un origen israelita como alejandrino y en sus versos no hay dato alguno que le haga pertenecer a una comunidad o a otra.

Otro tanto podría decirse sobre los contenidos teológicos de las obras que han llegado hasta nosotros escritas por judíos pero en lengua griega (las que se llaman técnicamente “[Fragmentos] de literatura judía helenística en lengua griega”, que esperamos vean alguna vez la luz como tomo VII de la colección de Apócrifos del Antiguo Testamento de la Editorial Cristiandad). Estos contenidos difícilmente pueden asignarse en su origen más al judaísmo de la diáspora helenística que al de Israel. En el siglo I las comunidades judías de la Diáspora que hablaban griego no tenían una unificación ideológica mayor que la comunidad de Judea.

En definitiva, del único autor judío en lengua griega del que se tiene certeza absoluta sobre su procedencia no israelita es del filósofo Filón, esto es, de Filón de Alejandría. La conclusión es clara: si las cuestiones sobre procedencia de estas obras judías compuestas en griego están sujetas a inseguridad y duda entre los especialistas es porque se opina con razón que el mundo de Israel en el siglo I, Judea y Galilea, estaba lo suficientemente helenizado como para haberlas producido también, lo que da pie a fomentar estas dudas. El cristianismo nacerá en un ambiente bastante helenizado.

Saludos de Antonio Piñero
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