El trasfondo del conflicto palestino-israelí


El origen remoto del actual conflicto entre palestinos e israelíes se remonta a casi 1900 años: exactamente al 135 d.C. momento en el que las tropas romanas del emperador Adriano dan por concluida la segunda gran revuelta de los judíos contra Roma.

El resultado de esta derrota fue atroz para Israel. No habían quedado los judíos suficientemente escarmentados con el descalabro del 70 d.C. ante las tropas de Vespasiano y Tito, en el que Jerusalén quedó aniquilada y el Templo destruido.

El hecho fue que toda Judea quedó prácticamente “como un desierto”. Los muertos romanos fueron muchos, ciertamente; pero por parte de los judíos, incontables. El historiador romano Dión Casio habla de casi 600.000 muertos, más otros muchos por enfermedades y hambre, e innumerables los vendidos como esclavos.

Judea se convirtió en colonia romana y su capital, elevada sobre las ruinas de Jerusalén fue una ciudad nueva: Aelia Capitolina; Adriano expulsó a todos los judíos del perímetro ciudadano y prohibió a éstos bajo pena capital acercarse a la capital.

Ciertamente siguió habiendo suficientes judíos en el conjunto de las tierras de Israel como para no perder la continuidad, pero se produjeron muchos huecos y vacíos en la tierra que lentamente fueron ocupados sobre todo por nómadas árabes. La situación en Israel hasta los años del emperador Antonino Pío (138-161) fue absolutamente lamentable, pues desde Adriano hasta la época de este último emperador quedó prohibida la circuncisión, la observancia del sábado y el estudio en público de la Ley. Esto significaba ni más ni menos que la negación del derecho a la existencia del judaísmo como tal.

Muchos judíos emigraron a otros países durante este tiempo y la provincia romana de Judea siguió recibiendo gentes que no eran israelitas. Lo importante es que el estado judío desapareció sobre la tierra desde ese momento hasta 1948.

La situación empeoró desde la expansión árabe en el siglo VII: sus tropas conquistaron todo Oriente Medio, el oriente más lejano, el norte de África y llegaron más allá de los Pirineos, hasta ser detenidos por Carlos Martel cerca de la ciudad de Tours.

Las cruzadas no mejoraron esta situación, pues en todo caso fueron ciertas ciudades como Ptolemaida, Acre y Jerusalén las que temporalmente estuvieron en manos de los cristianos. Y desde la época de Saladino en el siglo XII la presencia árabe en Palestina se hizo omnipresente.

Así, hasta bien entrado el siglo XIX en el que el movimiento sionista internacional decidió que había que refundar el estado de Israel. Durante este tiempo nunca cesó la presencia judía en territorio de los actuales Israel y Palestina. Desde el siglo XVI se hizo más notable cuando en Safed, en el norte de Galilea, se establecen muchos judíos haciendo de esta ciudad no sólo como centro comercial, sino sobre todo de la cultura. Las escuelas rabínicas de la ciudad florecieron y fueron enseguida tan famosas como las antiguas de Babilonia y de Jerusalén.

Después, la decadencia económica de Safed facilitó el renacimiento de Jerusalén que heredó de la ciudad galilea el privilegio de convertirse en centro para el estudio de la Torá, la Ley hacia la mitad del siglo XVII. Al final del Imperio otomano, la población judía de Jerusalén empezó a aumentar notablemente. Se dice que en 1690 los judíos eran aproximadamente 1.000, pero que hacia 1760 se produjo una inmigración sefardí, seguida por la llegada de los asquenazíes en 1777 lo que aumento mucho la población de judíos en Jerusalén. El gran cambio se produjo un siglo más tarde cuando la población de Jerusalén pasó de 11.000 a 22.000; en 1914 se había triplicado. Así siguió creciendo hasta 1948.

Y ahora demos un salto a la actualidad. Por un lado, hay que imaginarse a niños hebreos recibiendo una educación en la que la Biblia desempeña un papel importante. Desde muy pequeños se les inculca a estos niños que forman parte del pueblo elegido, que tienen una alianza con la divinidad, que este Dios les ha concedido en herencia la tierra de Israel, que es suya por voluntad divina desde tiempo inmemorial, antes de que los nómadas árabes se hubieran constituido si quiera como nación, y ni se les hubiera pasado por la cabeza existir como entidad política.

Además de estas ideas la mayoría de los judíos desde niño tiene un imaginario de la plenitud y de la liberación y salvación de Israel según la Alianza. Este imaginario tiene entre otros los siguientes elementos:

1) Israel será restaurado a su antigua forma de 12 tribus completas. Las tribus que han perecido o se han dispersado desde los grandes fracasos de los reinos antiguos, de Israel y de Judá, serán reunidas y congregadas por obra divina en un nuevo y completo tierra de Israel con fronteras iguales o superiores a las de los reinos de David y de Salomón.

2) La mayoría de los paganos se mantendrá al menos en paz con Israel y respetará con temor al pueblo de Dios. Habrá, además, algunos que se convertirán al judaísmo.

3) El pueblo de Israel será puro, cumplirá la Ley en su totalidad, vivirá feliz y la tierra dará inmensos frutos. La vida sobre la tierra será paradisíaca para los justos del Señor.

En síntesis: la posesión de la tierra de Israel por los judíos está fundamentada en una inmensa tradición literaria, histórica y religiosa. Ese conjunto forma una suerte de mística que puede con todas las dificultades.

Y ahora trasladémonos al otro lado, al ámbito palestino. Muchas de estas familias, que viven ahora como refugiados fuera de Israel o en Palestina misma pero en precarias condiciones, piensan –ya sea verdad para cada uno de ellos o ya sea en su imaginario- que llevan cientos o quizá más de mil años habitando esas tierras, de las que ahora son expulsados. Si en el derecho actual la ocupación de una tierra desierta –según el ius primi capientis- puede pasar a ser propiedad legal después de 50 años en los que nadie las ha reclamado (la legislación varía de un país a otro), piensen en familia palestina que sostiene –porque está firmemente convencida de ello por tradición- que sus tierras en el actual estado de Israel les pertenecen desde hace centenares de años.

Y a esta sensación y sentimiento añadan la mística general entre los fundamentalistas islámicos –lo que se enseña en las madrassas o escuelas coránicas y lo que se expresa por medio de la confección de mapas utópicos. de que los territorios que se han consolidado en la historia como parte del islam, han de pertenecer por siempre al islam. Piensen en Al Andalus, en un Al Andalus que llega por el norte hasta la provincia de León y por este hasta el río Ebro, según los mapas de la España musulmana que cualquiera puede consultar en Internet. Los fundamentalistas islámicos reivindican como suyas esas tierras. Deben ser devueltas al islam, porque la reconquista española fue un acto ilícito. Hay aquí también otra mística de la posesión de tierras por derecho divino. Un sentimiento parecido es el que albergan las familias palestinas respecto a las tierras de Israel que “desde hace siglos” fueron suyas.

El conflicto tiene, pues, todos los elementos para ser irresoluble, pues en él desempeñan un papel fundamental mitos que moldean la conciencia: mitos históricos, literarios y religiosos. Y esos mitos conducen a una mística o al menos a una religiosidad de la posesión inalienable de la tierra por derecho divino. Y lo malo es que el objeto del deseo por parte de los dos grupos es la misma tierra.

Sólo hay en mi opinión –y muy a la larga- ciertos visos de solución al conflicto en el ámbito de la educación en un doble ámbito, muy relacionado entre sí: el de la educación y en el sentido de la necesaria laicidad del estado. La educación en el sentido de que en varias generaciones se inculque a las gentes desde pequeños que la religión pertenece esencialmente al ámbito de lo privado, y que en cuanto invade el de lo público se producen graves distorsiones que afectan a la vida política. Para muchas personas educadas en el islam y para judíos fundamentalistas esta educación es hoy por hoy utópica.

El ámbito de la laicidad del estado ayuda enormemente a la convivencia de las religiones. Voy, a este respecto, a transcribir unos párrafos del excelente libro de Xavier Teixidor, Le judéo-christianisme, Editorial Gallimard, París, collección Folio, Histoire, Inédit, 2006 (del que espero que vea la luz en español a lo largo del año que viene) que se refieren a la convivencia actual de judaísmo y cristianismo, de se terrible pasado de enfrentamiento, felizmente superado, que puede aplicarse igualmente a la convivencia islam-judaísmo-cristianismo. Esta convivencia se basa en la educación de las gentes –que tienen ahora otras perspectivas- y en la laicidad. Esta nueva atmósfera que reina entre judíos y cristianos es la que se debe conseguir entre musulmanes y judíos. Esta nueva atmósfera de convivencia serviría de base indispensable para futuros arreglos en el terreno estrictamente político. Dice Teixidor (p. 261):

La laicidad -ese pacto civilizado que el estado concierta con la religión, que le permite situarse fuera de cualquier obediencia religiosa y garantizar a la sociedad la coexistencia pacífica de cultos y creencias diversas- ha facilitado el entendimiento de dos religiones, el judaísmo y el cristianismo, que en determinadas épocas de la historia fueron enemigos encarnizados (y todavía hoy pueden ser tachados como tales en ciertos medios). Gracias a esta laicidad, el judaísmo y el cristianismo encuentran cada uno su vida propia, y de independencia absoluta […] Reunidos en sus templos y en sus hogares respectivos, los judíos y los cristianos podrán ignorarse tanto como el estado los ignore. La libertad de pensamiento de la que pueden gozar hoy día, después de largos períodos de censura para unos y otros, no es solamente el resultado de una conquista por parte de los derechos civiles; la religión ha tenido también su parte en ello.


Pero todavía se corren serios peligros. Transportados al conflicto actual palestino israelí valen las siguientes reflexiones el mismo Teixidor (pp. 262-263):

El judaísmo y el cristianismo son dos religiones que no están condicionadas por una adhesión territorial de cualquier tipo; no hubo en principio una fundación estricta, sino que el judaísmo y el cristianismo se constituyeron en un proceso largo de devenir. Los fieles de estas dos religiones no han conocido un centro como la Meca, donde el Profeta recibió la revelación del ángel Gabriel y que se convirtió más tarde en el lugar que los musulmanes deben visitar para fortalecer sus creencias. Ciertamente la obligación del peregrinaje a la Meca puede aceptarse más o menos, pero, contrariamente a los judíos, los musulmanes tendrían ahora como tarea suscribir un mensaje como el que figura en el Evangelio de Juan, en el capítulo 4: no hay que adorar a Dios ni en el monte samaritano, el Garizim, ni en el Templo de Jerusalén. “Ha llegado la hora –estamos en ella- en la que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad”. Dios es espíritu y los que lo adoran, lo adoran en espíritu. Por parte de algunos judíos cuando el sionismo establece que Jerusalén y la Tierra santa son el patrimonio del pueblo judío y de su religión, corre el riesgo de alterar las bases de la historia religiosa y cultural de la región durante muchos siglos.

La creación de Israel como estado soberano tuvo lugar en 1948. La integración de esta nueva entidad política en la comunidad de las naciones fue un acontecimiento que, por la multiplicidad de los elementos que entraban en juego, iba a abrir necesariamente un nuevo capítulo en la accidentada historia de Oriente Medio. Queda en claro que si se conoce un poco el pasado tan antiguo de esta región de Asia occidental y si se ha seguido de cerca durante años el desarrollo de los acontecimientos acaecidos sobre este escenario geográfico de historia tan rica, se comprende cómo la religión puede convertirse en cualquier momento en un arma de destrucción terrible, tan terrible como el celo de un Dios que se pretende único. Texto tras texto desde miles y miles de años, en toda suerte de idiomas o escrituras antiguas, el hombre político ha proclamado que había conquistado tal o cual porción de territorio porque Dios le había dicho que lo hiciera y que, en consecuencia, tenía sobre ella un derecho innegable e inalienable. Pero el conquistador debía permanecer vigilante, ya que otros podrían disputarle el dominio del suelo alegando que también habían oído las voces divinas que les incitaban a poseer la misma tierra. Siempre se dice que el monoteísmo nació en el Oriente Próximo, pero no se dice que hubo a menudo una cacofonía de voces divinas responsable de más de una guerra en la gran familia semita. La laicidad crea un silencio benéfico: el judaísmo puede entonces trascender su apego terrestre y el cristianismo [y el islam], por su parte, olvidar que santuarios, celebraciones de culto públicos o peregrinajes no son más que un accidente en la necesaria renovación interior que es la razón de ser de su existencia.


Creo que estas palabras de X. Teixidor tienen absoluta vigencia y señalan un camino a seguir. Saludos cordiales de Antonio Piñero.
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