El mito de la “tradición anterior”


Hoy escribe José Ramón Esquinas

Los lectores de este blog saben ya que he tenido la ocasión de publicar hace poco Jesús de Nazaret y su relación con la mujer. Una aproximación desde el estudio de género a partir de los evangelios sinópticos (Academia del Hispanismo, 2007). Saben igualmente que en este libro intento mostrar que Jesús compartía las ideas sexistas de su tiempo. El Jesús histórico no fue ni un misógino ni un feminista. Fue un judío de su tiempo y pensó lo que los judíos de su época pensaban sobre las mujeres.

En el transcurso de mi investigación y luego, una vez editado el libro, al comentarlo con gente creyente, me resultaba extraño un cierto “vicio” propio de los exegetas. Mi extrañeza provenía de mi misma formación, pues provengo de una licenciatura en historia y siempre me asombraba la ligereza con la que filólogos y teólogos atribuyen cualquier pasaje de la Biblia en general y del Nuevo Testamento en particular, a una supuesta «tradición anterior», que de suyo es inaprensible porque no sabemos en qué documentos históricos se encuentra.

El caso me parece paradigmático por lo que pongo un ejemplo que sirva de ilustración los lectores: el pasaje comúnmente conocido como La unción en Betania (Mc 14,3-9, Mt 26,6-13, Lc 7,36-50, Jn 12,1-8). Hay dos cosas que hacen excelente este pasaje a todo investigador del Nuevo Testamento o de la historia antigua en general: la primera, que lo encontramos en los cuatro evangelios, y la segunda, que el evangelista Lucas modifica —y no precisamente poco— una historia que conocía perfectamente gracias a Marcos.

Las modificaciones lucanas son de tal calibre que la exégesis más fundamentalista siempre ha tenido problemas con éste pasaje, pues resultan tan evidentes y significativos los cambios, que ponen en evidencia lo que ya sabemos desde los inicios de la llamada “Historia de la Redacción” (es decir, entre otras cosas el estudio de las técnicas utilizadas por los autores evangélicos para presentar según sus intereses las historias o relatos que ofrecen en su obra): que los evangelistas son auténticos autores y no meros recopiladores de materiales.

Cuando decimos que son autores, no significa solamente afirmar que los evangelistas dotan de una estructura o esquema general a su obra. Este supuesto sería el mismo tipo de formalismo que el que estamos comentando, pues supone que el evangelista tiene ya todo su material en la mesa y luego se limita sólo a «recortar y pegar» perícopas y logia según su magnífico plan.

Ahora bien, afirmar que los evangelistas son verdaderos autores, significa también que ellos pudieron pergeñar verdaderamente elementos e historias que no provenían de la tradición del Jesús histórico. Desde luego, aceptamos la posición de los autores confesionales: normalmente nadie inventa algo desde la nada. Cierto. Pero se cae en un error de petición de principio al presuponer que el único lugar desde donde puede inventarse algo es el de la tradición cristiana procedente directamente de Jesús.

La historia de la tradición evangélica ha de tener en cuenta dos realidades adicionales.

La primera es que una cosa son las intenciones subjetivas de los individuos y otra lo que objetivamente hacen. Esta consideración es clave y no considerarla empantana cualquier análisis de la tradición sinóptica. Nadie duda de que los primeros discípulos quisieron subjetivamente transmitir las palabras de Jesús. Otra cosa es que lo consiguieran, y es esto lo que hay que demostrar. Ciertamente Lucas quiso contar «todo por orden y cuidadosamente» (Lc 1,3) pero aceptar esta afirmación sin más, es obrar justamente de un modo contrario al método histórico-crítico.

Me explicaré. La ciencia histórica no es la disciplina que estudia el pasado. Por definición el pasado no existe, sino que existió, así que difícilmente puede haber una ciencia sobre algo que no existe. Ciertamente, la expresión vale como metáfora, pero sólo como tal. La ciencia histórica por tanto trabaja con las fuentes que existen actualmente y que están a nuestro alcance. La labor del historiador es reconstruir a partir de esas fuentes el pasado. Que todas las fuentes son problemáticas es algo que el historiador del mundo antiguo sabe a la perfección. A menudo no sólo hay poca información, sino que la que hay está notablemente ideologizada.

Y no sólo esto: las mismas fuentes nos remiten a otras fuentes que no han llegado hasta nosotros y que serían cruciales para una recta comprensión histórica. Pongo un ejemplo que he utilizado en alguna otra ocasión: sabemos que Jesús realizó portentos que algunos interpretaron como milagros. También sabemos que sus “milagros” no siempre lograron su efecto (Cf. Mc 6,5). Pues bien, de esos testigos que no vieron en los portentos de Jesús milagro alguno, no tenemos fuentes. Y no las tenemos porque los únicos que se preocuparon de perpetuar la memoria del Nazareno fueron sus discípulos y adeptos. El que lo creyó un embaucador, por ejemplo, no se preocupó en legar su testimonio al resto de las generaciones.

Esto ya nos pone en una situación comprometida, y es este el segundo problema de la tradición evangélica que queremos destacar: sólo podemos reconstruir la figura histórica de Jesús a partir de lo que los cristianos nos han dicho de él. Cierto que hay alguna que otra fuente pagana, pero en ellas la figura está descrita a tan grandes rasgos que si sólo se nos hubiera conservado referencias en dichas fuentes apenas sí podríamos esbozar una leve figura abstracta del Galileo.

Si aceptamos esta circunstancia, resulta que es gracias a la contradicción que encontramos entre el fin kerigmático de los evangelistas (en la terminología de la “Teoría del Cierre Categorial” —la Filosofía de la Ciencia de Gustavo Bueno y su escuela—, estamos en “situaciones β-operatorias”) y los materiales que utilizan, lo que nos abre las puertas para desbordar la inmanencia teológica de los evangelios canónicos e intentar rehacer la figura del Nazareno. Es decir, llegar a una situación (que denominaríamos “situación α-operatoria”) en la que las operaciones del evangelista y de la comunidad en la que el evangelio se construye ya han sido neutralizadas, sin perjuicio de que este proceso nos lleve a su vez a otras situaciones que habría que volver a tratar.

Aquí reside en nuestra opinión la importancia del llamado «criterio de discontinuidad» para saber qué puede remontarse al Jesús histórico y qué es construcción de la comunidad primitiva. Desde ciertos ambientes teológicos se combate este principio bajo la acusación de “escepticismo histórico” y de estar diseñado expresamente para marcar la diferencia entre el Jesús de Nazaret que anduvo por Galilea y el Cristo de la fe que proclamó luego la primitiva comunidad.

Tal acusación es infundada, pues dicho criterio no se basa en un argumento escéptico sino en todo lo contrario. Una vez realizada las tareas de la crítica textual, una vez que tenemos ya el texto limpio de las posibles operaciones de los copistas que hayan podido infectar nuestra fuente, de lo que no podemos dudar –no existe pues escepticismo– es que lo que está en Mc, Mt, Lc o Jn lo escribieron ellos (sean quienes fueran realmente) y que lo afirmaron en el marco de una comunidad cristiana.

Un ejemplo, de nuevo: el «hecho» histórico no es que Jesús naciera en Belén, sino que Mateo y Lucas dicen que Jesús nació en Belén. Igualmente, el hecho histórico no es que Jesús resucitara sino que la comunidad lo proclamó resucitado. El problema gnoseológico –es decir de teoría del conocimiento- estriba en calibrar la certeza de tales afirmaciones y eso sólo se consigue cuando podamos neutralizar las operaciones —l ideología, el fin teológico— del autor.

Si el dato que nos da el evangelista coincide con su interés teológico no hay modo de discernir –a no ser que creamos contar con algún tipo de conocimiento revelado expresamente a nosotros y negado al común de los mortales– si lo que dicen lo sostienen porque realmente es así o porque está respondiendo a sus intereses ideológico y eclesiales. Si los evangelios nos dicen que Jesús nació en Belén ¿cómo sabemos que no lo dicen porque querían construir a partir del texto de Miqueas un origen mesiánico para el Nazareno? La única forma de responder a esta pregunta es comparando textos, recurriendo a otras fuentes.

Un paso más siguiendo con este ejemplo: vemos que no en todas las fuentes que tenemos está claro que Jesús naciera en Belén. Por ejemplo no es así en los evangelios de Marcos y de Juan. Por tanto, afirmar sin más que Jesús nació en Belén es erróneo. Y lo es, porque cuando un historiador afirma que Jesús no nació en Belén, no está diciendo —como algunos teólogos confesionales malinterpretan— que positivamente sabemos que Jesús no nació en Belén con la misma certeza que sabemos que dos y dos son cuatro. Lo que el historiador afirma es lo siguiente: Las fuentes no nos permiten confirmar que Jesús naciera en Belén, por consiguiente, aquellos que afirmen positiva y apodícticamente que Jesús nació en Belén, yerran.

Dado que el historiador trabaja con las fuentes, sus juicios y afirmaciones van referido siempre respecto a ellas. Muchos dirán que si esto es así, en historia antigua pocas cosas se sabrán con certeza absoluta. Y tienen razón. Quien conozca las discusiones historiográficas sobre personajes como Augusto, Constantino, Platón, Aristóteles, etc. sabrá que no todo está tan claro, ni mucho menos.

Lo que ocurre es que mientras nadie se altera por negar o afirmar tal o cual cosa sobre Alejandro Magno —personaje equiparable a Jesús en cuanto a la mitología e ideología que se construyó sobre su figura— no ocurre lo mismo con el Nazareno. Y es falso que sólo los historiadores seamos críticos con Jesús de Nazaret. Quienes se quejan de un hipercriticismo con Jesús y una laxitud con otros personajes es porque no conocen las discusiones respecto a otras cuestiones y personajes de la historia que se dan continuamente en los trabajos especializados.

Por consiguiente, siempre que queramos remitirnos a una nebulosa «tradición anterior», es preciso que se nos ofrezcan los criterios y los motivos de que esto es así. Y motivos que no sean meramente filológicos o lingüísticos, pues –por ejemplo- la mera existencia de semitismos no son patrimonio de Jesús de Nazaret. Ni los hapax (palabras que sólo aparecen una vez en la literatura griega, o en este caso en la obra de un autor determinado) nos llevan matemáticamente a tradiciones anteriores, sobre todo, porque se habla de los hapaxlegómena como si por ejemplo, de Marcos tuviéramos cientos de obras. Sólo conocemos el léxico de Marcos a través de Marcos —obviedad que hay que recordar— y esta argumentación circular ya nos pone en guardia ante gratuitas extrapolaciones del tipo «como tal término sólo aparece en Marcos debe ser debido a una tradición anterior».

Quien dice Marcos, dice cualquier otro evangelista o texto de la Antigüedad. Esto por no hablar de las retrotraducciones al arameo realizadas por algunos especialistas. Se da el caso de que algunos exegetas prefieren muchas veces comentar textos arameos que no tenemos (son meramente reconstrucciones) frente a textos griegos que si tenemos. Por supuesto no estoy en contra de los análisis filológicos ni de buscar las bases semitas del léxico neotestamentario. Simplemente pongo en guardia ante rápidas conclusiones que necesitan de algo más que un simple término griego para fundamentarse.

En definitiva, cada vez que leo «sin duda aquí se recoge una tradición anterior» levanto la ceja y vuelvo a releer lo que allí se dice para saber por qué se dice. Porque como afirmaba aquel chiste, hay tradiciones milenarias que nacieron hace una semna.

Saludos cordiales de José Ramón Esquinas.
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