El cristianismo y las relaciones con la sociedad y el estado. (Haight IV)


La posición de la comunidad primitiva judeocristiana apenas variaría respecto a la de Jesús en cuanto al problema de sus relaciones con un estado impuesto por los romanos. Su aprecio por el Templo, su visión religiosa esencialmente judía, el tenor de sus dirigentes, como Santiago, denominado el “justo” incluso por los no cristianos por su exacto cumplimiento de la Ley, no permite suponer cambio ninguno respecto a su posición hacia el Estado.

El Apocalipsis muestra un panorama parecido, pues es un exponente claro de la tendencia judeocristiana dentro del cristianismo. El autor insta a sus lectores a no participar en la vida del Imperio: lo mismo que el pueblo antiguo de Israel había padecido bajo el yugo violento de asirios, caldeos y griegos seléucidas, del mismo modo el nuevo y definitivo Israel –los cristianos- no debía tener parte alguna en las exigencias religiosas y sociales del Imperio.

Domiciano era el infame Nerón redivivo; Roma la gran prostituta, y el Imperio, la Bestia, que a instigación de Satanás se constituye en el adversario, anticristo, por excelencia de Jesús y su pueblo. Se impone la resistencia, la no participación ni siquiera en el entramado económico del Imperio (Ap 13,17). Se impone incluso la aceptación de la muerte por no convivir y adorar a la Bestia. El anhelo de estos cristianos era la destrucción del Imperio, junto con el mundo presente para que se instaurara por fin el Reino de Dios, creándose la nueva Jerusalén en el marco de un nuevo cielo y una tierra nueva. Es imposible hallar postura más encontrada y hostil frente a la estructura del Imperio Romano.

Otro panorama totalmente distinto presenta la comunidad helenística, sobre todo la paulina. Como hemos apuntado indirectamente, una de las aportaciones de Pablo consistió en introducir en el cristianismo, ayudado por concepciones de talante gnóstico, un sentido radicalmente espiritualista y ultraterreno. La sabiduría que él predicaba “no era de este mundo” (1 Cor 2,6), sino un misterio oculto que Dios preordenó antes de los siglos. El mundo material es malo, en cuanto caído y sometido a las potencias demoníacas; el hombre sólo puede salvarse por la acción interior del Espíritu. Esta devaluación absoluta de lo material en la vida humana entraña un grave pesimismo en lo que respecta a la situación del ser humano en este mundo: es un pasajero en un mundo eminentemente satánico, es como un extranjero en una cultura y un orden social carentes de valor en sí.

Pero, a la vez, esta radical devaluación del mundo será el soporte de una consideración de la política o de la participación en la vida del Estado como algo ajeno, y será también el sustento de una actitud de huida interior, absolutamente conformista. Esta actitud se pone de relieve en primer lugar en el ámbito social, respecto al cual Pablo aconseja la más absoluta resignación ante las estructuras vigentes en el Imperio, por ejemplo la esclavitud, jamás cuestionada.

Pero esta postura tiene un resultado curioso: en esta perspectiva se explica bien que Pablo formule el principio de obediencia casi absoluta al orden y al poder civil establecido. Se trata de mostrar una aceptación conformista de la situación mundana, reflejada aparentemente en la más dócil y absoluta sumisión al Estado, aunque en el fondo no sea más que indiferencia consecuente a una falta de interés. “Sométanse todos a las autoridades constituidas, pues no hay autoridad que no provenga de Dios, y las que existen por Dios han sido constituidas. De modo que quien se opone a la autoridad, se rebela contra el orden divino, y los rebeldes atraerán sobre sí mismos la condenación” dice el Pablo de Romanos (13,1-2).

Para las autoridades romanas los discípulos de Pablo serían súbditos ideales –todo lo contrario de lo que debieron ser Jesús y sus más inmediatos seguidores- y extraordinarios por lo sumisos, aunque carecían en verdad de todo impulso verdadero interior para participar realmente en la vida del Imperio. La literatura postpaulina que sigue las huellas del Apóstol comparte las mismas ideas que su maestro. Las Epístolas Pastorales predican también la aceptación de los principios paulinos de sumisión y obediencia a las autoridades. Leemos en la Carta a Tito: “Amonéstales que vivan sumisos a los magistrados y a las autoridades, que les obedezcan y estén prestos para toda obra buena” (3,1).

La segunda y tercera generación paulina irá consolidando este talante social y político respecto al Imperio, que poco a poco a lo largo de los siglos III y IV se irá conformando en un cuerpo sólido de doctrina. La antigua tesitura de Jesús y sus discípulos se va acomodando con rapidez a las realidades del Imperio helenístico-romano. Así el autor de la Primera epístola de Pedro, quizás en realidad un discípulo de Pablo, cuando se propone fortalecer a sus lectores ante la dureza de los tiempos de persecución, desalienta a la vez todo intento de resistencia activa. El autor exhorta sin equívocos a la estricta sumisión al emperador y sus gobernantes... “Por amor del Señor estad sujetos a toda institución humana; ya al emperador como soberano; ya los gobernadores como delegados suyos...tal es la voluntad de Dios” (2,13-15).

Así, a lo largo de los diversos estratos del cristianismo del primer siglo tal como se muestra en el Nuevo Testamento observamos una evolución muy rápida respecto a las relaciones con el estado, encarnado en el Imperio Romano. En Pablo y en la literatura postpaulina se afirman los fundamentos de la ideología conservadora del Nuevo Testamento gracias a su sistema de apoyo, directo o indirecto, a los poderes constituidos. En un tiempo no muy lejano y cuando la venida del mesías se aleje definitivamente del horizonte inmediato, el cambio se hará más perceptible: de haber sido en origen el grupo de los seguidores de Jesús radicalmente antagónico a todo lo romano, la religión cristiana pasará en tres siglos a ser la base y el sustento del Imperio.

Saludos cordiales de Antonio Piñero.
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