La relación entre Allah y Jesús

Hoy escribe Luis Antequera:

La relación de Allah con su profeta Jesús, según nos la presenta el Corán, debe definirse cuanto menos de desigual y tornadiza. Es cierto que Dios hace objeto a Jesús de una especial predilección como ya hemos visto más arriba:

Estos son los enviados. Hemos preferido a unos más que a otros. A uno de ellos Dios ha hablado. Y a otros los ha elevado en categoría. Dimos a Jesús, hijo de María, las pruebas claras y le fortalecimos con el Espíritu Santo. (C. 2, 253).


Pero no menos cierto es que una cuestión muy concreta enturbia la relación entre ambos. Así, la llegada del enviado Jesús -y el Corán mismo se hace eco de ello- no ha creado sino división y confusión entre aquellos a los que fue enviado:

Pero los grupos discreparon unos de otros. ¡Ay de los que no hayan creído, porque presenciarán un día terrible! (C. 19, 37).


¿A quién se refiere Dios cuando habla de los que “no han creído”? Obviamente a los judíos. Y Dios se percata de que la reacción de todos ellos hacia Jesús ha sido perversa. Unos intentan matar al profeta que Él mismo, Allah, les ha enviado. Pero otros, en su loco amor por el profeta y en actitud no menos desviada, llegan a la blasfemia intolerable de convertirlo en hijo de Dios. La desviación preocupa tanto a Dios, que se constituye en el único de los temas relativos a Jesús que el Corán no trata sucintamente, sino, a semejanza de lo que hace con otros relatos (v.gr. la huída del pueblo judío de Egipto liderado por Moisés), de manera reiterativa, machacona, recurrente.

Lo primero que hace Allah a través del Corán es exponer lo que considera la formulación de la desviación cristiana:

Los cristianos dicen: “El Ungido es el hijo de Dios”. Eso es lo que dicen de palabra. Remedan lo que ya antes habían dicho los infieles. ¡Que Dios les maldiga! ¡Cómo pueden ser tan desviados!” (C. 9, 30; cf. C. 2, 116; C. 23, 91).


¿Dicen efectivamente los cristianos que el Ungido es hijo de Dios? Bien sabemos que sí. De sobra conocido es el episodio evangélico en el que Pedro, interpelado por Jesús sobre quién cree que es él, le responde vehemente: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16, 16). También es Mateo el que nos relata como cuando el Sanedrín tiende a Jesús una trampa para condenarlo y le interpela: “Entonces ¿tú eres el Hijo de Dios?”, Jesús, con la tranquilidad de quien cree en lo que dice, les responde: “Vosotros lo decís. Yo soy” (Mt 22, 70).

El hecho de que un ser humano se pueda proclamar Hijo de Dios, Dios en suma, suena tan horrible a los oídos de un buen musulmán, que el Corán acusa a los cristianos de haber

Cometido algo horrible, que hace casi que los cielos se hiendan, que la tierra se abra, que las montañas caigan demolidas, por haber atribuido un hijo al Compasivo, siendo así que no le está bien al Compasivo adoptar un hijo (C. 19, 92).


El autor coránico se muestra terriblemente decepcionado:

Han equiparado a algunos de sus siervos con Él. Sí, el hombre es manifiestamente desagradecido (C. 43, 15).


Hemos visto, pues, como Allah advierte severamente al profeta, Jesús. Resta ahora ver como advierte, con no menor severidad, a los seguidores de Jesús:

¡Gente de la Escritura! ¡No exageréis en vuestra religión! ¡No digáis de Dios sino la verdad: que el Ungido Jesús, hijo de María, es solamente el Enviado de Dios y Su Palabra, que él ha comunicado a María y un espíritu que procede de El! ¡Creed pues en Dios y en sus Enviados! ¡No digáis Tres! ¡Basta ya, será mejor para vosotros! ¡Dios es sólo un Dios uno! ¡Gloria a El! ¡Tener un hijo...! Suyo es lo que está en los cielos y en la tierra... ¡Dios basta como protector! El Ungido no tendrá a menos ser siervo de Dios ni tampoco los ángeles allegados. A todos aquéllos que tengan a menos servirle y hayan sido altivos les congregará hacia sí (C. 4, 171-172).


A mayor abundamiento, aún lo advierte de nuevo:

No creen en realidad quienes dicen: “Dios es el tercero de tres”. No hay ningún otro Dios que Dios Uno y si no paran de decir eso, un castigo doloroso alcanzará a quienes de ellos no crean”. (C. 5, 73).


Ahora bien ¿a que “tres” se refiere Allah con tanta insistencia a lo largo de las páginas del Corán? La primera respuesta que daría un cristiano conocedor de los dogmas de su doctrina es clara: a la Santísima Trinidad que forman Padre, Hijo y Espíritu Santo. Doctrina, por otro lado, bien asentada cuando el Corán se escribe, con más de dos siglos de antigüedad desde que el Concilio de Constantinopla de 381 la consolidara definitivamente a partir de aquel primario “Tú eres el cristo, el hijo de Dios vivo” (Mt. 16, 16) pronunciado por el apasionado Pedro al que Jesús pone a la cabeza de su grey. Ahora bien, la Trinidad a la que se refiere Allah en la aleya precedente es muy otra a la que casi todo el orbe cristiano acepta por entonces, compuesta por el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. El propio Allah, en forma de reproche a Jesús, define lo que entiende por la Santísima Trinidad que éste estaría invitando a adorar:

Jesús, hijo de María, ¿eres tú quien ha dicho a los hombres: “Tomadnos a mí y a mi madre como a dioses además de tomar a Dios?” (C. 5, 116).


Para llegar a tal resultado, es muy posible que no sólo se tratara de un mal entendimiento por parte del autor coránico sobre un dogma de difícil comprensión en sí mismo, cual es el de la Trinidad, sino que, además, aquél hubiera podido entrar de alguna manera en contacto con la secta cristiana de los coliridianos, lo cual no sería tan extraño por cuanto que dicha secta halló gran predicamento entre las mujeres árabes durante los siglos IV y V. Los coliridianos rendían un culto exorbitado a la Virgen María, a la que prácticamente asimilaban a una persona más de la Santísima Trinidad, y en honor a la cual, todos los años celebraban una fiesta en la que comulgaban con una especie de pasteles (de donde el nombre coliridianos, collyre = "pastel" en griego). La cosa llegó lo suficientemente lejos como para que uno de los grandes autores cristianos de la época, San Epifanio de Salamina (nacido hacia 438 – muerto hacia 496), se viera en la necesidad de dedicar parte de su obra contra la herejías a combatir también ésta.

Ahora bien, Jesús no es el profeta díscolo y traidor que abusa de un poder que no es sino recibido; y por ello, es categórico en su respuesta, no dejando el menor asomo de duda sobre su lealtad hacia Dios. Del mismo modo que Mahoma cuando afirma “si el Compasivo tuviera un hijo, yo sería el primero en servirle” (C. 43, 81), en varios momentos de su vida, Jesús hace clara profesión de fe islámica. La primera, nada más nacer (ya hemos visto que una de las maravillas que adorna al Jesús coránico es la locuacidad precoz):

Dios es mi Señor y Señor vuestro. ¡Servidle pues! Esto es una vía recta. (C. 19, 36).


Y la más clara cuando, dirigiéndose a Dios, asevera:

¡Gloria a Ti! ¿Cómo voy a decir algo que no tengo por verdad? Si lo hubiera dicho, Tú lo habrías sabido. Tú sabes lo que hay en mí. Pero yo no sé lo que hay en Ti. Tú eres quien conoce a fondo las cosas ocultas. No les he dicho más que lo que Tú me has ordenado: “¡Servid a Dios, mi Señor y Señor vuestro!”. Fui testigo de ellos mientras estuve entre ellos, pero después de llamarme a Ti, fuiste Tú quien les vigiló. Tú eres testigo de todo. Si les castigas, son tus siervos. Si les perdonas, Tú eres el poderoso, el Sabio” (C. 5, 116-118).


¿Cabe mayor lealtad? Jesús de hecho, reniega de los que en el mundo se dicen sus seguidores bajo el nombre de cristianos. El propio Allah hace acto expreso de reconocimiento acerca de las palabras de Jesús, cuando informa de ellas a Mahoma:

Siendo así que el mismo Ungido ha dicho: “Hijos de Israel, servid a Dios, mi Señor y Señor vuestro” (C. 5, 72).


No hemos de poner punto final a este tema sin señalar que, casualmente, el agrio debate que vemos suceder entre las líneas del Corán, es contemporáneo del no menos agrio que, en similar sentido, ocurría en las filas del propio cristianismo. El mundo cristiano contemporáneo de Mahoma, aunque aparentemente había llegado ya en 381, en el Concilio de Constantinopla, a un acuerdo como el que conocemos hoy sobre la naturaleza de Jesús y sobre la existencia de la Trinidad y al que ninguno de los tres grandes credos cristianos actuales, católicos, ortodoxos y protestantes, pone pegas de ningún tipo, se hallaba inmerso entonces en una nueva fase del debate sobre el tema de la naturaleza de Jesús y de Dios mismo.

A principios del s. VII, cuando Mahoma está predicando su nueva religión en la Península arábiga, aún pervive en el mundo cristiano la gran herejía que ha hecho temblar la unidad católica: el arrianismo. El heresiarca alejandrino Arrio (280-336), remueve los cimientos del cristianismo cuando hacia el 320 da a conocer sus ideas acerca de la naturaleza de Jesús. En definitiva, para él, Jesús no es sino un ser creado, con la misma naturaleza pues de los seres creados, bien que haya de admitírsele la perfección. En otras palabras, Jesús es el ser más perfecto de la creación, pero no pasa de ser un hombre y no es por lo tanto Dios.

Las teorías arrianas suscitaron los concilios de Nicea (325) y de Constantinopla (381), en los que fueron condenadas y, de cuyas resultas, quedaron establecidas en el dogma la divinidad de Jesús y la existencia del Espíritu Santo y de la santísima Trinidad. El problema es que, mientras la jerarquía eclesiástica reacciona con firmeza frente a la herejía, ésta sin embargo halla acogida en el generoso regazo del Emperador, metido por la época a legislar sin ningún pudor en materia religiosa.

Aún faltaban milenios para que se consagrara la hoy incuestionable separación Iglesia-Estado, que proclaman y practican los estados democráticos occidentales. Fruto de ese favor imperial al arrianismo, los pueblos germánicos establecidos en las fronteras del Imperio romano, cuando acceden al cristianismo, lo hacen de la mano de misioneros arrianos que les son directamente enviados por el Emperador, no por el Papa o los obispos de las grandes iglesias: por eso, borgoñones, visigodos, ostrogodos, vándalos y otros pueblos bárbaros, son cristianos cuando finalmente, a lo largo de todo el s. V, desbordan las fronteras romanas y someten los territorios de Francia, España, Italia o el norte de África. Pero no son cristianos católico-romanos; son cristianos arrianos. A modo de ejemplo, baste decir que el primer rey de los visigodos españoles que es católico y no arriano, es Recaredo (m.601), el cual comienza su reinado en 586, esto es, apenas veinticuatro años antes de que Mahoma empezara a predicar el Corán. Tal era la vigencia entonces de un partido, el arriano, que predica una doctrina, la cual, en lo relativo a Jesús, tiene muchos puntos en común con lo que predica hasta el día de hoy el islam.

Saludos cordiales de Luis Antequera
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