"Tiempo e historia" en el judaísmo y cristianismo antiguos (I)

Hoy escribe Antonio Piñero:

Vamos a empezar hoy una miniserie que lleva como tema principal el que aparece en el título de este primer "post".

La civilización occidental denomina el año en el que nos encontramos 2008. Estamos tan acostumbrados a designar con unos guarismos de este estilo el curso de nuestros años que a veces no caemos en la cuenta de su significado. Para nosotros -creyentes o no, es igual- la marcha impenitente del tiempo, que forma la historia, se computa a partir de un hecho que se considera nuclear: el nacimiento de Cristo, sea acertado o no su cómputo exacto; la historia tiene para nosotros los occidentales un centro.

Como ha indicado Gilles Quispel (“Zeit und Geschichte im antiken Christentum” ["Tiempo e historia en el cristianismo antiguo"], Eranos Jahrbuch XX [1951] 115), este modo de hablar expresa el núcleo mismo de la religión cristiana, a saber: que el pasado, presente y futuro se entienden a partir de un núcleo central, que el «mundo como historia converge hacia ese punto en una misteriosa sístole y de él diverge en una no menos misteriosa diástole».

Ahora bien, este centro capital se incardina en nuestra civilización cristiana dentro de una concepción peculiar del tiempo, tal como veremos que se expresa en el Nuevo Testamento, sobre todo en el evangelista Lucas: no la del tiempo astronómico precisamente, sino la del tiempo como historia con diversos momentos estelares, en especial uno. Pero antes de ofrecerles en apretada síntesis cuál es esta concepción del tiempo en el cristianismo primitivo deseo detenerme un tanto en exponer cuáles eran las ideas sobre el tiempo que imperaban entre los judíos, en concreto las expresadas por el Antiguo Testamento hebreo, matriz en parte del pensamiento neotestamentario.

Para ayudarnos en esta andadura contamos con las investigaciones fundamentales, ya añejas pero igualmente válidas, de C. von Orelli, Die hebraïschen Synonima der Zeit und Ewigkeit, genetisch und spachvergleichend dargestellt (“Los sinónimos hebreos de tiempo y eternidad expuesto genéticamente y según la lingüística comparada”; Leipzig, Lorentz, 1871), continuadas y perfeccionadas por Theodor Boman en su obra básica pero discutida Das hebräische Denken im Vergleich mit dem Griechischen (“El pensamiento hebreo en comparación con el griego”: Gotinga, Vandenhoeck und Ruprecht, 2 1954).

En ellas nos apoyaremos para lo que diremos en esta primera sección (el judaísmo) de nuestra miniserie, especialmente en las ideas del último libro citado. Sin embargo, corregiremos algunas perspectivas que nos parecen exageradas de Boman, con ayuda de las críticas de James Barr, Semantics of Biblical Language (“Semántica del lenguaje bíblico”: Oxford, University Press, 1961).

Para los pueblos occidentales, herederos de los griegos en la noción del tiempo, apenas si se puede definir éste sin el concepto de movimiento. Recibimos el legado de Aristóteles que definía el tiempo como el “número del movimiento según algo anterior y posterior” (Physiká 4,11; 220a,25s), lo que podría verterse como que el tiempo es igual a la «dimensión continua de un movimiento». Nos imaginamos así al tiempo como un pequeño punto jamás en reposo que avanza de izquierda a derecha a lo largo de una línea infinita. Lo que está detrás de ese punto es el pasado, y lo que se halla delante es el futuro. En efecto, según Orelli, los occidentales hemos elaborado en primer lugar los conceptos espaciales gracias a la percepción sensorial más inmediata, la vista, y luego, con ayuda de esos conceptos espaciales elaboramos la idea de tiempo como un movimiento de traslación a lo largo de una línea recta (op. cit., pp. 9-11).

Según Boman, la percepción del tiempo en los antiguos israelitas era muy distinta a la que acabamos de delinear, porque mientras que los griegos operaban de preferencia mentalmente con conceptos espaciales, primando en ellos la utilización de la vista (Boman acepta los resultados de sus predecesores), el hebreo antiguo usaba con mayor gusto conceptos puramente temporales, insistiendo en el oído. Por ello, los griegos, y nosotros sus sucesores, hablamos de «espacio de tiempo», de «tiempo puntual» (= momentáneo) o «segmento temporal», mientras que los hebreos hablaban más bien de «ritmo», «impulso» o «latido» temporal.

A este propósito debemos adelantar que en el hebreo antiguo no existe ninguna palabra para designar el tiempo en abstracto: éste se denominaba por medio de yamim, «días», para expresar un período o una época, o bien et, para designar un momento o lapso corto de tiempo, y olam para expresar una larga duración en el pasado o en el futuro. Tampoco la «eternidad» como tal tiene un vocablo específico en lengua hebrea, ni siquiera para designar la inmensidad «temporal» divina, que se describía con perífrasis como «por siempre jamás», «por los siglos de los siglos», etc. Naturalmente, los israelitas percibían también como el resto de los humanos el momento o la hora en que vivían por medio del sol, la luna y las estrellas, pero lo sentían de un modo diferente al de los griegos.

Éstos concebían estos astros como cuerpos celestes, quienes por medio de su movimiento «giratorio» señalaban progresivamente el paso de las horas. Los hebreos de tiempos del Antigo Testamento, por el contrario, se fijaban más en la función de estos astros, y los consideraban no como cuerpos, sino como luminarias celestes, meoroth orim (Gn 1,14; Sal 136,7). Estas lámparas celestiales emiten luz y calor, y por la intensidad de ellos se determinaba el momento del día. Cuando domina el astro sol, ese «tiempo de luz y calor» será el «día»; cuando reinan la luna y las estrellas, y falten la luz y el calor, ese tiempo será la «noche». Cuando el hebreo antiguo llama a esas luminarias «signos» (othoth: Gn 1,14) no se refiere con ese vocablo principalmente a que los astros celestes indiquen o señalen los días o las estaciones astronómicas, sino sobre todo a su capacidad de significar las festividades religiosas, o su función, muy meritoria, como recordatorio significativo de la gloria divina y de su misericordia para con los hombres. Al menso así lo parece, dado q los textos transmitidos son de significado religioso.

Así, pues, en síntesis, el tiempo objetivo se hallaba determinado para los hebreos antiguos por la función de las luminarias que excitan variadas sensaciones en los hombres, gracias a las cuales percibían la objetividad del tiempo exterior.

Y ¿cómo experimentaban los hebreos antiguos el tiempo subjetivo o psicológico? Por lo que puede deducirse de los textos veterotestamentarios no lo sentían como nosotros, como un posible avance en una línea recta o circular, sino como la percepción de un ritmo, de una alternancia que se va repitiendo.

Así, el paso del día no será el curso de la sombra del reloj solar que recorre circularmente una esfera, sino la alternancia de luz/obscuridad/luz. Los meses, que se regulaban por los ciclos de la luna (y no por el sol, salvo en grupos aislados), parece que eran percibidos como una alternancia regular del “rostro” de la luna, es decir de sus fases. El posible curso circular del año era sentido como un ritmo de comienzo/continuación/retorno al comienzo. Por eso el inicio del año era para los hebreos el retorno al comienzo, la «vuelta», teshubah. La generación y la vida del hombre eran también una alternancia rítmica de dos elementos: tierra/vida temporal/vuelta a la tierra, tal como lo expresaba la conocida sentencia de Job: «Desnudo salí del vientre de mi madre y desnudo a ella volveré» (Job 1,21).

Seguiremos. Saludos cordiales de Antonio Piñero.
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