Tiempo e historia en el judaísmo y cristianismo antiguos(VI)

Hoy escribe Antonio Piñero:
Concluimos hoy nuestra miniserie.

Muy unida a esta concepción del “ahora”, del que hablábamos en el post anterior se halla la carga ideológica que en el cristianismo primitivo tiene el concepto de “ocasión oportuna”, griego kairós. Para los miembros de aquel grupo religioso cristiano que comenzaba, la “ocasión” era el momento oportuno, pero cuyo contenido está determinado por Dios. La vida anterior del converso, sin sentido ni norte, adquiere una connotación peculiar tras el bautismo porque desde ese momento procede dentro de un plan salvífico manejado por Dios. Para los profanos no hay “ocasión” en sentido neotestamentario.

Precisamente en este concepto aparece con claridad una de las diferencias entre la religiosidad griega helenística y la del Nuevo Testamento. Cuando el ser humano normal, no cristiano, habla de su kairós, de su ocasión, ve en ella una realidad temporal que depende de su propia decisión, pero ante cuyo desarrollo futuro permanece en la más molesta obscuridad. El creyente, por el contrario, según el Nuevo Testamento, cuyo modelo es Jesús, habla y espera su kairós como lo hizo el Cristo/Mesías: el Padre se lo indica y experimenta una total seguridad respecto a su desenlace: es la voluntad de Dios en el tiempo conocida y aceptada. Dios ha decidido de antemano el esquema evolutivo y los puntos temporales sobresalientes de la historia de la salvación dentro de la que se inserta su historia individual.

Para los primeros cristianos la época que les había tocado vivir era la del tiempo final: se hallaban absolutamente convencidos de que el fin del mundo y de la historia era inminente. Escribía Pablo:

«Os lo digo, hermanos, el tiempo es corto. Por tanto, los que tienen mujer vivan como si no la tuvieran. Los que lloran como si no llorasen… pues la apariencia de este mundo pasa ya» (1 Cor 7, 29, 31).


Escribía también el autor de la 1ª epístola de Juan:

«Hijos míos, es la última hora. Habéis oído que iba a venir el anticristo; pues bien, muchos anticristos han aparecido, por lo cual nos damos cuenta que ya es la última hora» (2, 18).


A pesar de los momentos de angustia y de las tremendas catástrofes que iban a acompañar la última hora (“En aquel día los cielos, con un ruido ensordecedor, se desharán; los elementos, abrasados, se disolverán, y la tierra y cuanto ella encierra se consumirá”: 2 Pe 3, 10), ese momento sería bienvenido, pues habría de ser el «día» de la salud (2 Cor 6, 2).

El Nuevo Testamento continúa aquí concepciones bien arraigadas en el Antiguo Testamento: el final de los tiempos es el «día de Yahvé» (Amós 5, 18). Pero mientras que para el profeta ese día será momento «de tinieblas y no de luz» (ibídem), para el cristiano fiel será tiempo de luminosidad, vivido ya de antemano:

«Vosotros, hermanos, no vivís en la obscuridad para que ese "día" os sorprenda como ladrón, pues todos vosotros sois hijos de la luz e hijos del día. No somos de la noche ni de las tinieblas… Dios no nos ha destinado para la cólera, sino para obtener la salvación…» (1 Tes 5, 4. 5. 9.).


Con semejantes ideas respecto a la proximidad del tiempo final era muy difícil que los primeros cristianos se sintieran motivados a participar activamente en la construcción y mejora del mundo presente. Esa actitud psicológica centrada en el fin de la creación les bloqueaba la mente imposibilitándoles para crear un pensamiento político o social. En el gran teórico que es Pablo no encontramos ni una sola línea que apunte a un programa de mejora de la situación social, política o económica de su tiempo; sólo, una exhortación repetida a mantener la situación vigente exhortando al sometimiento a la autoridad civil como representante del poder divino (Romanos13,1: “Sométase toda persona a las autoridades superiores, porque no hay autoridad que no venga de Dios….”

Para finalizar esta miniserie sobre “tiempo e historia” vamos a dirigir nuestra atención a la idea del «otro tiempo», de la metahistoria, que comienza más allá del tiempo mundano, cuando éste concluya definitivamente. Como ya hemos apuntado anteriormente, no se trata en verdad ya de «tiempo», sino de “eternidad”. Ningún libro mejor que el Apocalipsis para ilustrar figurativamente esta concepción.

Para el autor de las visiones recogidas en este libro hay antes un «estadio intermedio» entre el tiempo y la metahistoria: el reino terrenal de los justos durante mil años:

«Luego vi unos tronos y se sentaron en ellos y se les dio el poder de juzgar. Vi las almas de los que fueron decapitados por el testimonio de Jesús y la palabra de Dios, y a todos los que no adoraron a la Bestia ni a su imagen, y no aceptaron su marca en la frente o en su mano, que revivieron y reinaron con Cristo mil años. Es la primera resurrección. Los demás muertos no revivieron hasta que se acabaron los mil años. Dichoso y santo el que participa de la primera resurrección; la segunda muerte no tiene poder sobre éstos, sino que serán sacerdotes de Dios y de Cristo y reinarán con él mil años» (20, 4-7).


Es éste un texto que expresa con toda la claridad deseable este «tiempo intermedio». El vidente apocalíptico proclama que el tiempo mundano tiene al final una prolongación de un milenio durante la cual ciertos mártires vivirán en una Jauja feliz y paradisíaca. Luego volverá el poder de Satanás, se librará el segundo y definitivo combate escatológico, los réprobos serán definitivamente condenados (la «segunda muerte») y los justos todos, resucitados, tanto los que han gozado del milenio como los que habían perecido antes, participarán de una bienaventuranza sin límites y eterna.

Aquí se acaba el tiempo. Fenece el eón presente y comienza el eón absolutamente futuro. La historia acaba también propiamente, pues todo se hace nuevo. Nos dice el vidente:

«Luego vi un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra desaparecieron, y el mar no existe ya. Y vi 1a ciudad santa, la nueva Jerusalén, que bajaba del cielo (…) engalanada como una novia ataviada para su esposo. Y oí una fuerte voz que decía desde el trono: Esta es la morada de Dios con los hombres. Y enjugará toda lágrima de sus ojos y no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos, ni fatigas porque el mundo viejo ha pasado.» (Ap 21,1-4).

Como buen judío, bien enraizado en la tierra y en la memoria tradicional del Antiguo Testamento, el vidente cristiano se imagina un eón futuro pleno de rasgos materiales. El cuerpo del creyente y no sólo su alma participarán gloriosamente de esta bienandanza que corona el tiempo mundano. Para los fieles, esa línea o ese ritmo continuo que es el tiempo estalla en mil pedazos cediendo el paso a algo cualitativamente mejor. Igual ocurre con la historia. Antes había sido una entidad controlada teóricamente por la divinidad, pero contra la que se revelaban los mundanos produciendo una confusión innombrable. Ahora existe algo diverso, que procede sin chirridos, ya que el dominio divino será perfecto.

“Entonces”, dice el autor del Apocalipsis, “pondrá su morada entre ellos, y serán su pueblo, y él, Dios-con-ellos, será su Dios” (21, 3).

El Apocalipsis no es, pues, un libro terrible de catástrofes, sino un libro de consuelo para los creyentes.

En conclusión, pues, según el Nuevo Testamento, el tiempo, el eterno movimiento, quedará estático en un “ahora” indefinido y gozoso, y la historia, continuo devenir de aconteceres, se transformará en un suceso único, inmutable y feliz.

Saludos cordiales de Antonio Piñero.

Postdata:

Acabo de recibir de Pepe Rodríguez su último libro, "Los pésimos ejemplos de Dios, según la biblia...", publicado por Editorial Planeta en la colección "Temas de hoy", y me pide que lo ponga en conocimiento de los lectores de este blog.

Como buen amigo que soy de Pepe desde hace muchos años, cumplo con su deseo, aunque él sabe que él y yo disentimos, no tanto en muchas de nuestras ideas, pero sí en la forma de exponerlas.

El autor critica muy duramente el Dios del Antiguo Testamento, no con palabras propias suyas, sino citando al pie de la letra textos del Antiguo Testamento y parafraseándolos levemente. Para muchos de los lectores de este blog la lectura puede resultar un tanto fuerte, pero quizá sea una buena actitud adulta no adoptar la postura de no darse por enterados, sino enfrentarse a la crítica y repensarla; y luego, admitirla o contradecirla.

Afirma Pepe Rodrígueza: "La Biblia, según afirman los cristianos, es "la palabra de Dios", la expresión de su voluntad y la única radiografía de "su" personalidad. Partiendo de tal afirmación dogmática, el autor confronta las principales traducciones bíblicas y revisa sus versículos para mostrar cómo es el dios que glorifica el cristianismo y para exponer cuáles son los modelos de conducta y normas que ese dios aprobó y legisló. El resultado del análisis es demoledor".

La ficha del libro es la siguiente:

http://www.pepe-rodriguez.com/Pesimos_ejem_Dios/Pesimos_ejem_Dios_ficha.htm

El índice del libro puede encontrarase en:
http://www.pepe-rodriguez.com/Pesimos_ejem_Dios/Pesimos_ejem_Dios_index.htm

Y la introducción del libro en:
http://www.pepe-rodriguez.com/Pesimos_ejem_Dios/Pesimos_ejem_Dios_intro.htm

Y su primer capítulo en:
http://www.pepe-rodriguez.com/Pesimos_ejem_Dios/Pesimos_ejem_Dios_cap_1.htm

Saludos de nuevo, Antonio Piñero.
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