“Año 1. Israel y su mundo cuando nació Jesús” (III)


Hoy escribe Antonio Piñero:

Las religiones paganas del entorno de Israel

El Año 1 dio comienzo a un siglo en el que habrían de ocurrir cambios sociopolíticos muy importantes que afectarían al futuro destino del judaísmo, y en el que se produciría el nacimiento del cristianismo. Pero ninguno de estos dos grandes acontecimientos tuvo lugar –sobre todo el segundo- sin influencia clara y notable de las religiones paganas del entorno de Israel. Por ello, el libro que estoy presentado concentra su interés también en ese mundo en torno al nacimiento de Jesús, es decir, en los rasgos más sobresalientes de la religiosidad grecorromana, sobre todo a los aspectos que más pudieron influir en la génesis de esos dos acontecimientos trascendentales: el judaísmo moderno y el cristianismo.

He aquí cómo el libro expone las características generales de la religión tradicional grecorromana que rodeaba a Israel, en especial en la “Galilea de los gentiles”, la patria de Jesús:

“La religión tanto griega como romana fue en sus antiquísimos inicios una religión étnica, como el judaísmo, en el sentido de que simplemente se nacía en ella. La participación en la vida religiosa dependía, pues, al principio de que se poseyera la plenitud de los derechos político-cívicos, que se recibían por nacimiento. Sólo un ciudadano de pleno derecho podía tener en la religión parte activa.

Como ocurría con el judaísmo de siempre, tampoco tenía la religión grecorromana aspiración ninguna al universalismo -al contrario que el cristianismo o el islam- ni ansiaba expandirse por medio de proselitismo alguno, ni poseía una casta sacerdotal, ni libros sagrados en los que estuvieran depositadas las verdades reveladas y fueran el fundamento de una teología. Tampoco tenía dogmas, ni fundador o fundadores (Moisés, Mahoma, Cristo o Pablo de Tarso). Casi diríamos que estaba desprovista en sus orígenes de la noción misma de lo que hoy entendemos por religión, puesto que se circunscribía al “cuidado (therápeia) de los dioses”, y a los aspectos formales del culto que se les debía (threskeía).

Pero como todo proceso humano sufrió notables cambios a lo largo de los siglos. En el Año 1 la mayor parte de los paganos a los que los judíos podían tener en alguna consideración eran fieles de la religión que en este tiempo podemos denominar la común helenístico-romana. Las características peculiares de esta religión en esos momentos son rasgos que concretaban tendencias pretéritas, o que se habían manifestado aunque tímidamente en épocas anteriores. Algunas de esas características son el producto de la visión del mundo, ensanchada y ampliada, que griegos y romanos fueron adquiriendo desde la plena expansión del Imperio (mitad del siglo III a.C.) dentro de un ámbito mentalmente helénico que dominaba ya gran parte del mundo entonces conocido.

En época helenística tardía, como es el Año 1, se puede hablar ya de una fusión plena de las religiones griega y romana. Roma había añadido en realidad muy poco a lo sustancial; incluso durante los tiempos del gigantesco Imperio romano de los siglos II/III d.C. lo esencial de la religión seguía siendo griego. La gran contribución de Roma había sido crear la seguridad de pertenecer a una gran institución con dioses comunes y a la unión de muchos pueblos en un estado común, y muchas veces, con una lengua común.

He aquí los rasgos más característicos o peculiares de la religión helenística grecorromana vigentes en el Año 1:

• Tendencia a un monoteísmo práctico sobre todo en las clases superiores: En el Año 1 se llegó a que casi todos los que cultivaban la filosofía abrazaran al menos un monoteísmo práctico. Los dioses podían quedar teóricamente aceptados, pero eran relegados a la función de meros démones, a entidades secundarias entre el hombre y el único ser verdaderamente divino, el Dios único.

La tendencia al monoteísmo se vio también reforzada por la contribución de los adeptos a la religión astral, es decir, aquellos que identificaban a los dioses con astros y estrellas. Estos dioses eran no sólo eternos, sino también universales, para todos; su poder no estaba limitado por el tiempo, el espacio, las regiones o las razas. Esta adoración a unos astros que podría conllevar un politeísmo claro, dada la pluralidad de ellos, acabó convirtiéndose en el mundo grecorromano en un monoteísmo práctico cuyo centro era el Sol. Augusto en torno al Año 1, y luego el resto de los emperadores, se interesaron en propagar la idea arriba mencionada: así como el Sol era uno, de igual modo sobre la tierra el gobernante debía ser único; el imperio concentrado en una sola mano era el reflejo de la monarquía celeste.

• Acentuación del no exclusivismo. El culto a una divinidad determinada, incluso una devoción casi exclusiva, no excluía la aceptación de otras divinidades. Las exigencias de exclusividad del judaísmo eran casi un escándalo para la mayoría de los paganos. Esta tendencia no exclusivista de la religión pagana se mantenía a pesar de que debamos hablar de un fuerte impulso hacia el monoteísmo, como veremos luego.

Sincretismo o mezcla: las divinidades de unos pueblos y otros tendían a identificarse plenamente. Este impulso contribuirá tarde o temprano al monoteísmo y a considerar a todas las divinidades menos la principal como démones o fuerzas secundarias. Las divinidades masculinas se funden entre sí según rasgos y funciones, y lo mismo las femeninas. Del dios principal se piensa que es el mismo en todas partes: la misma divinidad son el semítico Baal Shamayyin (“el Dios de los cielos”) y Zeus.

Este sincretismo o combinación de dioses favoreció que se unieran también los cultos, o que unos tomaran préstamos de otros. Hubo en esta época notable transferencia de ideas religiosas a la religión grecorromana y reinterpretación de antiguos conceptos religiosos extranjeros en moldes griegos.

Retroceso del antropomorfismo -es decir, de la tendencia a concebir los dioses con formas parecidas a las humanas- en favor de una adoración más intelectual del poder representado por esas divinidades. Las gentes de esta época mostraban mayor interés por las acciones divinas que por las personalidades en sí de los dioses.

La orientación de la mente religiosa helenística más hacia los poderes que hacia la figura de una divinidad determinada se une, sobre todo desde el comienzo del Imperio, a una fascinación por las cosas ocultas. Ello llevó a una potenciación de la magia y de la astrología, pero a la vez ayudó al culto del Emperador, que encarna en la tierra el poderío de la divinida. La potencia o el poder religiosos son conceptos no claramente definibles, fascinantes y maravillosos, y sus manifestaciones merecen por parte de la mayoría la admiración, el respeto y el culto.

Tendencia a adorar divinidades más abstractas, lo que llevó a la deificación de virtudes y beneficios, o a la personificación divina de ideas abstractas. El espíritu grecorromano tendía a no dejar las cosas difuminadas e indefinidas, y procuraba en esta época designar a la deidad por el beneficio que comportaba para el ser humano, o bien deificar este beneficio como si se tratara de una divinidad en sí misma (las diosas Salus; Libertas, Victoria). De modo especial, en el imperio helenístico-romano la Concordia y la Paz fueron divinidades con templos a ellas asignados. También el culto a la diosa Suerte (griego Týche) se extendió notablemente.

Demonización de la religión como consecuencia de la potenciación de la creencia en dioses menores. Esto quiere decir que las gentes gustaban de incluir entre sus devociones la adoración no sólo de los dioses importantes sino de los “démones” o divinidades menores, algunas de las cuales hemos nombrado en el apartado anterior.

No debemos entender “démones” simplemente como “demonios” en el sentido de hoy día, aunque la atribución de los hechos tristes o desgraciados de la vida a la acción de esos dioses menores llevó a que la palabra demon/demonio adquiriera un sentido peyorativo. Aparte de dioses de segunda categoría, los démones eran los poderes abstractos personificados arriba mencionados, los “espíritus” (también los ángeles) y los responsables de lo inexplicable en la naturaleza humana; los démones eran los que rellenaban ese vacío entre unas divinidades quizá muy inaccesibles y los seres humanos. Ya antes del Año 1, el mundo supralunar era el ámbito de los dioses; la tierra, el lugar de los hombres y el mundo infralunar (aire), el de los démones.

Aumento de la creencia en el poder ineluctable del Hado o Destino (latín, fatum) y, a la vez, de la creencia en divinidades que podían dominar este Hado (Asclepio, o deidades orientales como Isis y Sarapis).

Crecimiento de la afición por la astrología, es decir, por el estudio o escrutinio de la influencia del poder de los astros sobre el destino de los hombres.

Aumento del prestigio de la magia. Los antiguos no distinguían a menudo entre magia y religión. En la antigüedad que nos ocupa crecieron mucho las supersticiones, la brujería, el uso de amuletos y la creencia en el poder mágico de ciertas estatuas, ensalmos y maldiciones.

A este mundo se enfrentaba el judaísmo del Año 1. Unas veces reaccionó con el aislamiento, otras, enfrentándose a él y confirmando sus ideas, otras, al fin, asimilando algunas nociones. El cristianismo -un poco más tarde- reaccionará de modo diferente, según las posturas de las diversas reinterpretaciones de Jesús.
Saludos cordiales de Antonio Piñero.
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