Helenización del cristianismo. Comienzos de la teología cristiana y pensamiento griego (IV)

Hoy escribe Antonio Piñero:

Sigo mi camino para intentar aclarar –cuando llegue el momento en la secuencia de mis razonamientos- cómo el cristianismo que vivimos hoy, la primera teología cristiana, al menos la de la rama paulina, nace ya helenizada. Naturalmente, no intento exponer toda la teología de Pablo, se trata sólo de reflexionar sobre un punto de ella –central ciertamente-: su doctrina sobre la “salvación de los gentiles” y ver qué incidencia tiene sobre el candente tema de la “helenización –o no- del cristianismo”

Según lo dicho en el post III, Pablo predicó y predicó para convencer a sus compatriotas judíos, y en lo que podía a los gentiles- de que Jesús era el mesías: así lo había recibido –según él- en una revelación y porque esta idea encajaba plenamente con su teología previa de la “restauración/salvación final de Israel”.


Los Hechos de los apóstoles nos dicen que Pablo, cuando iba de nuevas a una ciudad, se dirigía primero a los judíos, visitaba sus sinagogas y les evangelizaba a Jesús. Sólo cuando no tenía éxito con éstos orientaba su vista hacia los gentiles. Se debe tener en cuenta esta insistencia del autor de los Hechos: Pablo intentaba siempre predicar en primer lugar a los judíos.

Como dijimos también en III, el plan divino fracasaba desgraciadamente en su primera parte: no había manera de atraer al Israel oficial para que aceptara a Jesús como mesías. Entonces fue necesario revisar el plan.

Y como dijimos también, Pablo cayó entonces en la cuenta de que el propósito de Dios era más complicado: primero habría de entrar cierto número de gentiles en el Reino, y después, como consecuencia de la misión a los paganos, Israel sentiría celos, aceptaría a Jesús y se salvaría (Rom 11,13-16; 11,26s [«así se salvará todo Israel»]). La revisión del plan en Romanos 8,28-11,36 confirma su existencia anterior y demuestra más allá de toda duda el contexto escatológico y de restauración de Israel –al igual que la obra de Jesús— del pensamiento de Pablo.

Por una lógica ley del mínimo esfuerzo, para proceder del modo más rápido posible y lograr la conversión del número de gentiles que había de formar parte del Israel completo al fin de los tiempos, Pablo se dirigió primero con su mensaje sobre Jesús a los paganos “temerosos de Dios”, que encontraba en buen número en torno de las sinagogas y que, al no haberse circuncidado, eran estrictamente gentiles.

A la vez tenía también in mente –y suponemos que se dirigió a ellos, aunque no hay textos explícitos que lo prueben- a los afectos alas religiones de misterios y que tenían intención de hacerse iniciar en los misterios para conseguir la salvación / inmortalidad. Estos dos grupos -“temerosos de Dios” y futuros iniciados en alguna de las religiones mistéricas- eran a priori los gentiles más fáciles de convencer (estaban internamente preparados) de que había llegado la salvación por medio del mesías judío / salvador universal.

Su esfuerzo por convencer a los gentiles miembros de estos dos grupos puede compararse al de un buen vendedor que intenta colocar su producto en un mercado nada fácil. Su mercancía era en síntesis que Jesús es el mesías, pero también el salvador universal; que Dios había revelado que al final de los tiempos los gentiles estaban en pie de igualdad con los judíos en el tema de la salvación. El mercado donde vender estas ideas era el Mediterráneo oriental donde pululaban otros vendedores de ideas religiosas: seguidores de los Misterios, filósofos que buscaban adeptos para sus escuelas, predicadores ambulantes de religiones orientales, etc. A todos ellos opuso Pablo un mensaje denso pero simple a la vez: todo lo que aquellos prometían lo ofrecía Cristo mejor, más sencillo y… gratis.

El judaísmo –y también los judeocristianos— del siglo I, y anterior, había pensado en dos sistemas para lograr que los paganos entraran en el verdadero Israel restaurado conforme al plan de Dios para los últimos tiempos:

1. El más tradicional y simple: los paganos debían convertirse sin más al judaísmo, es decir, debían todos hacerse prosélitos por medio de la circuncisión y la observancia entera de la Ley. Todos los salvados, gentiles y judíos, bajo la Ley.

2. Otro también tradicional, pero de mentalidad más amplia y que conectaba con ideas defendidas por el judaísmo desde tiempo atrás: los paganos podían salvarse de algún modo, con una salvación de segunda clase, sin que fuera necesario que se hicieran judíos totalmente: bastaba con cumplir las denominadas “leyes de Noé”, basadas en la alianza que Dios había hecho con este patriarca y su descendencia (Gn 9,3-13). Estos mandamientos eran siete: no blasfemar; no adorar a los falsos ídolos, no cometer pecados sexuales, no matar, no robar, no ingerir la carne con su alma, es decir, con su sangre.

El capítulo 15 del libro de los Hechos es el documento que nos revela la existencia de este modo de pensar respecto a la admisión de los gentiles en el grupo judeocristiano que se consideraba el verdadero Israel. Es posible que esta postura estuviera bastante cerca de lo que pensaba Pedro tras el altercado de Antioquía (Gál 2: los judíos bajo la Ley; los paganos no circuncisos, sólo bajo la ley de los preceptos de Noé. Los salvados se dividen en dos comunidades distintas, pero al final de los tiempos se harán una sola.

3. Pero había un tercer sistema…, el de Pablo. Según Dios le había revelado, el nuevo plan divino era facilitar al máximo en los últimos momentos –la época mesiánica que transcurría entre el sacrificio de Jesús y su venida como juez universal— que los gentiles formaran parte del Israel renovado. Hasta que Jesús había aparecido sobre la tierra, la salvación había procedido de dos maneras: A) Para los judíos: por la observancia de la Ley de Moisés; B) Para los paganos: por el reconocimiento de la existencia de Dios y por el cumplimiento de los preceptos de la ley natural, que de hecho se equiparan al Decálogo.

Pero después de la venida de Jesús a este mundo (la “plenitud de los tiempos”: Gál 4,4) y tras su sacrificio redentor, la revelación de Dios a Pablo afirmaba que había más fáciles condiciones para la salvación:

1. La observancia de ley de Moisés no era ya un requisito indispensable. Frente a las exigencias del judaísmo que defendía exactamente esta posición, Pablo presenta la revolucionaria idea de que Dios exige ahora el cumplimiento de una ley, no ritual, sino “la ley del amor” reforzada por Jesús. Por tanto, la ley de Moisés no tiene ya por sí misma ninguna eficacia salvadora. Nadie puede salvarse por el mero cumplimiento de la ley de Moisés, ni siquiera los judíos (Gálatas). Tampoco es necesario la observancia de las “leyes de Noé”.

2. La circuncisión tampoco era ya una exigencia necesaria. La tradición judía, que se retrotraía hasta Moisés (Ex 4,24-26), manifestaba la necesidad de circuncidarse como condición indispensable para entrar a formar parte del pacto con Dios y ser el pueblo elegido. Pablo afirma por el contrario que ha llegado el momento de la “circuncisión espiritual”, no física, que se ejecuta por un acto de fe.

La defensa de este plan divino de salvación, sitúa a Pablo en el polo opuesto al judaísmo. En Gálatas y Romanos precisará los contornos de este plan, pensado en principio para la admisión de los paganos, pero que afecta a la esencia misma del judaísmo. El que pretenda que sus pecados sean perdonados –conseguir la salvación— por sus propias fuerzas humanas, es decir circuncidándose o cumpliendo voluntariosamente las “obras” prescritas por la ley de Moisés, obrará en vano.

Ahora es Jesús quien elimina los pecados de la humanidad y reconcilia a ésta con Dios gracias al sacrificio expiatorio de su muerte. Para apropiarse los beneficios de esta reconciliación, todo ser humano ha de presentar a Dios el obsequio de un acto de fe en la valía y consecuencias de ese sacrificio. Este acto de fe tiene como ejemplo a Abrahán, el verdadero padre de Israel, a quien Dios hizo la promesa de que en su descendencia sería salvada toda la humanidad. Con ese acto de fe el ser humano hace realidad en sí mismo la promesa a Abrahán.
Todo este planteamiento está presente, absolutamente activo en la argumentación, en la Carta a los gálatas.
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