Comer y ser comido en el Egipto antiguo. Osiris y la resurrección (Historia de la Pasión II)

Hoy escribe Antonio Piñero:

En esta segunda entrega de la miniserie dedicada a dar a conocer el libro “La verdadera historia de la Pasión”, Madrid, Edaf, 2007, quiero hoy centrarme en ofrecer una visión de conjunto de los temas del primer capítulo “Comer y ser comido. La muerte del dios en el Egipto antiguo”, que inaugura la primera arte del libro consagrada al “marco mediterráneo de la Pasión de Jesús”. Este capítulo ha sido escrito por José-R. Pérez-Accino, del Birkbeck College, Universidad de Londres (es éste uno de nuestros científicos exiliados, que ahora está volviendo a España, y del que espero encuentre un hueco en la Universidad española).


Sostiene Pérez Accino que la cultura egipcia antigua parece muy alejada en el tiempo y en el contenido de los aspectos que se tratan en los trabajos reunidos en el presente volumen. Con todo, un simple vistazo a un mapa de la zona geográfica en la que los acontecimientos que rodean a la narración tradicional sobre la muerte de Jesús de Nazaret nos revela que la distancia entre los escenarios es realmente pequeña. Una noche de automóvil separa Jerusalén de El Cairo, la antigua Menfis. Otra vertiente de este distanciamiento es la mayor antigüedad de la cultura egipcia en relación con los eventos tratados.

La distancia cronológica que nos separa hoy de la muerte de Jesús de Nazaret es aproximadamente la misma que separó a éste de los tiempos de las Pirámides. Sin embargo, los nexos y conexiones entre ambas historias, la que se desarrolla a orillas el Nilo y a la sombra de las Pirámides y aquella otra cuya acción se ubica tradicionalmente un viernes de primavera sobre una colina pelada a extramuros de Jerusalén dos mil años después son profundos y superan las meras formas externas de manifestación religiosa.

El sacrificio cruento del cuerpo del hijo de Dios, Jesús de Nazaret, y los elementos simbólicos y dogmáticos anejos a la narración que de la misma ha hecho la tradición posterior, su resurrección y ascensión a un plano de realidad diferente en el cual se une con su Padre, y la conmemoración posterior de este hecho que los fieles realizan en forma de consumición del cuerpo de ese hijo (la eucaristía) a fin de participar de su santidad y materializar la esperanza de salvación tras la muerte, es la fuente y culminación de la vida religiosa del cristiano.

Esta noción de ingesta física del cuerpo del dios para poder así participar de su esencia divina, unida a la esperanza de resurrección y victoria sobre la muerte por parte del adepto que la desea para sí, es bastante extraña y primitiva para quienes no se les ha inculcado desde su infancia en la educación religiosa como algo natural y lógico. Es decir, es extraña para tres cuartas paretes de la hmanidad actual, aunque sea una de las bases de la espiritualidad de una parte también numerosa de la humanidad hoy día.

Ahora bien, el origen de esta idea puede en parte rastrearse hasta las orillas del Nilo. Y esto pudo tener su influencia porque el prestigio de la cultura egipcia y sus manifestaciones en la antigüedad era muy grande, y no es extraño observar sus efectos en las culturas vecinas. Con todo, no se trataba de una cultura monolítica, a pesar que sus manifestaciones culturales más perdurables así lo parezcan, sino una cultura en diálogo con su propio entorno. La cultura egipcia era en la antigüedad tan atractiva como lo es hoy, y no debiera sorprendernos -a la vista de lo exitoso de sus manifestaciones mediáticas en nuestro mundo- que nuestros antepasados cayeran también ante la fascinación de lo nilótico.

El autor de este capítulo del libro que comentamos efectúa luego una breve síntesis de cómo nace la religión egipcia, aclarando cómo el medio geográfico en el que se desarrolla –las peculiares características físicas del país, Egipto, articulado como un gran desierto, partido en dos por una estrecha franja de tierra cultivable dependiente de las crecidas periódicas de un río inmenso- condicionan y explican las características generales de esta religión.

En particular se centra Pérez Accino en el surgimiento de la adoración a dos divinidades peculiares, Isis y Osiris, dentro de la “enéada” (“nueve” dioses) o panteón básico de los egipcios. La "enéada" es desarrollo de la divinidad básica, Ra/Atón, asimilada al Sol. La peripecia vital de Isis y Osiris influye en dos nociones teológicas importantes: la comida, y en concreto, comer al dios por parte de los humanos, como elemento central en el culto de Osiris, y –segunda- cómo deben entenderse la muerte y resurrección de esta divinidad, con la vista puesta, como antes dijimos, en si estas nociones hubieran influido en la correspondientes cristianas, en concreto en la idea de cómo el fiel cristiano se hace partícipe de la resurrección de Jesús y cómo se interpreta la eucaristía como ingesta del cuerpo y sangre de éste.

En mi opinión, es éste un tema tan importante que cuando termine -en una serie de posts siguientes a éste- de presentar unos cuantos libros que aguardan su turno, quisiera dedicar una miniserie a la novela judeo-egipcia, probablemente del siglo I de nuestra era, llamada “La novela de José y Asenet”, que contiene interesantes paralelos a la eucaristía cristiana. Adelanto la hipótesis de que en esa novela judía tales paralelos han podido surgir no como imagen, o respuesta, a concepciones cristianas (o a la inversa), sino como un posicionamiento judío frente a las nociones egipcias de la ingestión de la divinidad por parte de los humanos, ingestión que se llevaba a cabo en una suerte de banquete en los que estaba siempre presente el dios Anubis. Lo veremos.

Pérez-Accino concluye así su interesante contribución al libro: “En ocasiones, cuando leemos u observamos alguna información sobre los dinosaurios uno se sorprende preguntándose el porqué de la desaparición de formas de vida tan magníficas e impresionantes. Uno se maravilla de que algo tan sustancial y evolucionado haya desaparecido de nuestro planeta sin dejar rastro. Es tal la sensación de diferencia y pérdida, que nada a nuestro alrededor nos conecta con unos seres que bien podrían haber sido habitantes de otro planeta, por lo distintos y ajenos a nosotros mismos y a nuestro mundo".

Sin embargo, los biólogos nos dicen que los dinosaurios aún viven entre nosotros, aunque no lo supiésemos hasta que se nos ha aclarado. Sus descendientes más directos son las aves que, cargadas de gracia y simbolismo, configuran gran parte del significado de nuestra experiencia vital. Pequeños, ligeros y libres para moverse como nosotros no somos capaces de hacerlo, cuando observamos a los pájaros en un parque estamos mirando directamente a los dinosaurios que nos maravillan en reconstrucciones más o menos acertadas, aunque la diferencia entre ambos haga casi increíble la idea. El Egipto antiguo es un dinosaurio, magnífico y elaborado, extraño y desaparecido aparentemente sin dejar rastro en el mundo moderno que nos rodea. Quienes pertenecemos a culturas marcadas por el cristianismo y sus prácticas y ritos quizá hemos estado mirando al dinosaurio sin saberlo y sin darnos cuenta del papel central que desempeña en un conjunto de ideas tan cercanas a la identidad cultural y religiosa de nuestro mundo.


Saludos cordiales de Antonio Piñero.
Volver arriba