Los papiros y el texto del Nuevo Testamento I (Egipto y el cristianismo primitivo IV)

Hoy escribe Antonio Piñero:

Si, como hemos afirmado, en la reconstrucción del texto del Nuevo Testamento Egipto desempeñaba un papel especialísimo gracias a sus excelentes manuscritos, éste se acrecentará aún más con el descubrimiento y la publicación de los papiros.

En el s. XIX ya se conocían no sólo papiros literarios o cartas o contratos privados, sino también algunos fragmentos del Nuevo Testamento, que habían aparecido en pequeño número. Pero durante ese siglo los papiros desempeñaron un papel limitadísimo en la constitución del texto del Nuevo Testamento por parte de los críticos texuales: se conocían a principios del siglo XIX únicamente 9 papiros y sólo uno era citado en el texto de Konstantin von Tischendorf que nombrábamos en el post anterior.

Los descubrimientos fueron aumentando. Hacia 1930 se sabía ya de la existencia de unos cuarenta papiros, pero ninguno de ellos había atraído de modo especial la atención de los críticos textuales. Pero en esa fecha se descubrieron los ahora famosos papiros Chester Beatty, denominados así por el nombre de su afortunado comprador: los papiros 45, 46 y 47, de los siglos II y comienzos del III que contenían pasajes de los Evangelios y de los Hechos de los apóstoles, del corpus paulino y del Apocalipsis respectivamente.

¿Por qué se sabe que son de esa época? Principalmente por el tipo de escritura, que va evolucionando y que es distinta en cada época, y que los pairólogos tienen muy estudiada y catalogada.

La publicación en 1933 de estos papiros por Frederick Kenyon suscitó un inmenso interés. Por fin se había logrado romper el círculo de hierro del s. IV –tope hacia atrás para acercarse a los “autógrafos” (textos originales)- con lo que los críticos podían tener textos más antiguos, retroceder en el tiempo en dirección al momento en el que fueron publicados los textos, acercándose en el mejor de los casos hasta cerca de 150 años a los escritos que salieron de la pluma de los autores del Nuevo Testamento.

El interés alcanzó un clímax inigualable cuando C. H. Roberts publicó en 1935 el P 52, un pequeñísimo pero importantísimo fragmento del Evangelio de Juan (18,31-33.37-38) al que los expertos en caligrafía griega antigua ¡dataron hacia el 125!, con un error de +- 25 años. Teniendo en cuenta que según la mayoría de los críticos textuales el cuarto Evangelio fue compuesto entre los años 90-100, con el Papiro 52 nos encontrábamos tan sólo a unos 25 años del original. Para un crítico esto era un sueño, algo casi impensable.

Y lo más interesante del caso es que el texto johánico ofrecido por ese fragmentito era sensiblemente parecido al que nosotros ya conocíamos gracias a los grandes manuscritos unciales (escritos en mayúsculas) del siglo IV y que leemos hasta hoy. Parecía que, en principio, la tradición textual neotestamentaria era bastante fiel, es decir: a pesar de algunas variantes, el texto transmitido era casi siempre el mismo, en esencia.

Por si fuera poco, entre 1956 y 1961 se publicaron nuevos e importantísimos descubrimientos, los llamados Papiros Bodmer, señalados con los números 66, 72 y 75, que los papirólogos databan entre el 200 y 250 con largos pasajes de los Evangelios y de las Epístolas llamadas católicas (1 y 2 Pedro, Judas).

Aparte de su antigüedad, el texto de estos papiros parecía excelente por criterios de “crítica interna” –es decir, por el análisis del texto en sí independientemente de su antigüedad- de modo que desde los años 60 del siglo pasado en adelante una suerte de fascinación ha rodeado a estos papiros tanto por parte de los críticos como del público culto en general.

Si antes el papel de Egipto en la transmisión del texto del Nuevo Testamento era de primerísima fila, entonces, con los papiros, había adquirido un rango casi absoluto y exclusivo. Desde esos momentos, las ediciones del Nuevo Testamento cambiaron y el texto ofrecido por ciertos papiros escogidos, como los nombrados, es el que se imprime preferentemente junto con el de los grandes manuscritos unciales antes mencionados.

En la actualidad se han encontrado y editado unos 119 papiros del Nuevo Testamento, los cuales unos noventa son muy importantes. Una lista –desgraciadamente no puesta totalmente al día- puede consultarse en José O’Callaghan, Los primeros testimonios del Nuevo Testamento. Papirologia neotestamentaria, El Almendro, Córdioba, 1995, pp. 27 y siguientes.

No todos los papiros revisten igual importancia, pero unos diez son capitales para la reconstrucción del texto primitivo del Nuevo Testamento. En España hay por lo menos dos de entre los de importancia media, que se hallan en Barcelona, los papiros 67 y 80. El primero contiene fragmentos del evangelio de Mateo y el segundo de Juan. Su valor textual es intermedio.

En síntesis: el descubrimiento de los papiros en los siglos XIX y XX, sobre todo el de los Chester Beatty y Bodmer, ha supuesto un revulsivo en los estudios de crítica textual neotestamentaria. Hasta la publicación de estas colecciones poseíamos pequeños fragmentos del Nuevo Testamento en papiro; ahora tenemos páginas y páginas enteras, y todos los libros del Nuevo Testamento se hallan representados en esos vetustos restos.

Toda esta nueva colección de textos iba a suponer que los eruditos debían replantearse la historia de la transmisión del Nuevo Testamento. Incluso la forma externa de alguno de ellos, en concreto el Papiro 66, del año 200, mostraba un aspecto que los críticos habían considerado casi imposible para su época: se trataba ya de un “libro”, de un códice, no de un rollo, y su conservación durante unos 1750 años había sido casi impecable. El tipo nuevo del libro suponía una mayor comodidad de uso y de transporte, y había contribuido a la extensión entre las iglesias de los libros que más tarde serían declarados sagrados, parte del Nuevo Testamento.

Otro detalle importante, si no para la crítica textual del Nuevo Testamento, sí para la de la constitución de la lista de libros canónicos del cristianismo, es la observación de que la inmensa mayoría de los papiros encontrados procedentes de momentos en torno al 200 d.C. (a excepción de unos nueve: Pap. De Oxirrinco 655; 840; 1081) de Berlín 11710; Cairo 10735; Pasp. Egerton 2; Pap. Rylands III 463 y otros menores: lista en de Santos Otero, Evangelios Apócrifos,B.A.C., Madrid, 10ª edición de 2003, pp. 72 y siguientes) no copian textos evangélicos declarados apócrifos. Eso quiere decir que la lista de libros sagrados del cristianismo se difundió pronto por Egipto -aunque probablemente tuviera su origen en la Iglesia de Roma- por lo que las grandes iglesias evitaban copiarlos.

Seguiremos. Saludos cordiales de Antonio Piñero.
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