¿Existió el ateísmo en la Antigüedad? (II)

Hoy escribe Antonio Piñero:

El primer indicio de un ateísmo práctico se halla en el origen mismo de la filosofía en Jonia. El gran esfuerzo de los primeros filósofos griegos no consistió en otra cosa que sustituir en su explicación del mundo las causas divinas, míticas, del universo, propugnadas en las muchas teogonías y cosmogonías al uso en aquellos momentos, por causas totalmente naturales entre las que la divinidad quedaba expresamente excluida.

Aparentemente, sin embargo, el primero filósofo jonio, Tales de Mileto, afirmó expresamente que el mundo “estaba lleno de dioses”. Con ello quería decir, sin embargo, que todo el universo tenía como principio único y absoluto el agua y que todo nace del movimiento que es propio e ínsito en la naturaleza de ese elemento. Este movimiento perpetuo explica incluso el cambio de cualidades. Con el “todo está lleno de dioses”, en el fondo lo que pretendía decir es el agua o primer principio es dios; todo el universo es una evolución de la divinidad. Esto se llama “hilozoísmo”: unidad de naturaleza/vida + divinidad.

En general para los filósofos jonios, sucesores de Tales, los mitos, las ideas religiosas de sus connacionales griegos fueron puras creaciones de una mentalidad artística y poética, no los productos de una mentalidad raciocinante que intenta explicar el universo todo por medio de la razón.

Jenófanes de Colofón, a mediados del s. VI a.C., puso con su acerada sátira los fundamentos de una crítica racional de la existencia de los llamados dioses. Se nos ha conservado un famoso fragmento suyo que critica mordazmente la existencia de tales divinidades:

Los mortales se imaginan que los dioses nacen por generación... los etíopes dicen que los dioses son chatos y negros, y los tracios, que las divinidades tienen los ojos azules y el pelo rubio. Si los bueyes, los caballos o los leones tuvieran manos y fueran capaces de pintar con ellas, los primeros dibujarían las imágenes de los dioses semejantes a las de los caballos y los bueyes semejantes a las de los bueyes.


Esta idea feliz fue recogida y realzada, tres siglos más tarde, por Evémero de Mesene. Los dioses han sido engendrados por los hombres mismos, afirmó Evémero; no son otra cosa que héroes, hombres como los demás, exaltados al nivel de la divinidad por el temor o la admiración de los ciudadanos. Y como no existen otros dioses que éstos, el filósofo de Mesene proclamó así con suficiente claridad una suerte de ateísmo.

Lo mismo podemos decir de otros personajes del mundo literario griego, en especial del muy afamado autor de tragedias Eurípides, tachado por los críticos ya desde la antigüedad, de racionalista y ateo empedernido. En realidad Eurípides, con su mordaz crítica a los dioses del pueblo y el estado, no era sino consecuente con el origen de éstos. En Grecia no había dogmas, ni teología, ni derecho canónico. Los poetas habían sido en verdad los padres de los dioses y los héroes. Y si los poetas habían creado la religión, los poetas podían cambiarla igualmente. El racionalismo y el escepticismo de Eurípides en sus tragedias no es más que la carcajada culta y amarga contra una burda religión popular. En el fondo, sin embargo, esta risa albergaba una indiferencia por los dioses que se traducía en un ateísmo práctico.

Diágoras, a quien podemos situar aproximadamente a finales del siglo V a.C., es otro personaje por el estilo. Aunque antiguos historiadores de la filosofía, como P. Bayle, han visto en él uno de los más francos y decididos ateos del mundo antiguo, un hombre que no usó equívocos y negó en redondo la existencia de los dioses, de las noticias de Diógenes Laercio sobre su persona e ideas parece deducirse que su ateísmo era más emocional que teórico. Diágoras perdió un proceso injusto y con él abandonó también la confianza en la existencia de la justicia divina y, consecuentemente, en la religión del pueblo. Lo que es muy probable también es que no sustituyera en la práctica esta negativa a creer en los dioses tradicionales por la fe en un dios único que podría arreglar los desafueros padecidos en otro mundo.

La concepción del universo como una máquina casi perfecta que nada necesita de la divinidad fue el mérito de la filosofía atomista, desarrollada por Leucipo en el siglo VI a.C. y adoptada esencialmente por la física de Demócrito, la de Epicuro y Lucrecio.

El postulado fundamental de este sistema es considerar al universo como una combinación fortuita de átomos. Éstos son partículas materiales, eternas e increadas, siempre existentes por sí mismas, impenetrables, desprovistas de cualidades, que no se distinguen entre sí más que por la forma y dimensión. Los átomos, por casualiadad, constituyeron diversas agregaciones en el vacío y formaron así los diferentes cuerpos.

Para evitar las críticas contra la generación del universo por el mero azar, Lucrecio, tomando impulso en Epicuro, añadió a estas ideas la tesis de que los átomos, al moverse en el vacío, experimentan por sí mismos una declinación o desviación espontánea, que les permite concentrarse en los cuerpos diversos. Los atomistas y epicúreos supusieron que existe un movimiento eterno y continuo, y que en el vacío lo que es mayor tiene más peso y por tanto cae más deprisa. Por el peso propio lo átomos más grandes o bien desplazan a los pequeños, o bien los agregan. Así se formaron las cosas.

Y al mantener los atomistas que ese movimiento se produce por necesidad, se llegó a la conclusión de que no había necesidad de postular la existencia de una inteligencia suprema en el mundo que pudiera haber hecho las cosas de otra manera. Al contrario, todos los fenómenos, todos los cambios están determinados por causas puramente mecánicas, ciegas. Naturalmente, traducido al lenguaje del pueblo, esto suponía que la idea de los dioses era irracional. Era desconocer la naturaleza del mundo, y se debía al terror a los fenómenos naturales o, como veremos también, al miedo a la muerte. La materia es eterna y Dios está ausente, por completo, de ella: no es en absoluto necesario para la constitución del universo, que se debió al mero azar.

Este pensamiento, naturalmente perfeccionado y acomodado a los conocimientos científicos en progreso, sigue estando en la base de una buena parte del ateísmo moderno.

Seguiremos. Saludos cordiales de Antonio Piñero.
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