José y Asenet y el Nuevo Testamento (IV)

Hoy escribe Antonio Piñero

Seguimos con el interesante contenido teológico de la novela antigua, "José y Asenet", que estamos comentando.

C. Un rito de iniciación

En la novela, varios indicios dejan entrever cómo los que finalmente dan el paso, deciden ser prosélitos, y finalmente que se convertían al judaísmo -al menos los que se integraban en el grupo místico al que debía pertenecer nuestro desconocido autor- se sometían a una especie de rito, o al menos de ceremonia solemne, de iniciación.

Un esquema de este rito se trasluce en las palabras de la bendición de José sobre Asenet cuando ésta ha iniciado ya el proceso de su conversión. Con la mano derecha sobre la cabeza del iniciando, el oficiante invoca en primer lugar a Dios:

Señor Dios de Israel,
el altísimo, el Fuerte,
el que todo lo vivifica,
y llamas de las tinieblas a la luz,
del error a la verdad,
y de la muerte a la vida.
Tú mismo, Señor, vivifica y bendice a esta doncella.
Renuévala con tu soplo,
remodélala con tu mano
y revivifícala con tu vida.
Que coma el pan de la vida
y beba la copa de tu bendición,
ella, a la que [escogiste] antes de ser alumbrada,
y que penetre en el descanso
que has preparado para tus elegidos
(8,10-11: palabras pronunciadas por José)


Lo que significará el acceso a la nueva religión, la verdadera, que es la creación a que hemos aludido ya en el post anterior, está en estas palabras: renovación por el soplo del Espíritu; nueva vida o remodelación, revivificación.

El rito iniciático termina con una comida cultual: comer el pan de vida, beber el cáliz bendito (8,11) y ungir con el óleo de la inmortalidad (8,5). Obsérvese el orden contrario a las ceremonias judías de las comidas solemnes, por ejemplo la de la Pascua: primero se pasaba una copa de vino; luego se repartía el pan (= alimento en general). Aquí, como en la eucaristía cristiana, es el contrario: primero pan y luego vino, como en las celebraciones de las religones paganas de misterios.

El momento en el que se celebra esta iniciación es un «día grande», probablemente asociado a la idea de escapar al juicio del «gran día de Yahvé» (14,2). El magnífico premio que aguarda al converso es nada menos que la inmortalidad, expresada claramente en 27,8: «Señor, Dios mío, que de la muerte me has hecho vivir, que me dijiste: tu alma vivirá por siempre jamás... ». ehn segundo lugar se significa la consecución de la inmortalidad en el conjunto de una escena fuertemente simbólica: la muerte y resurrección de unas abejas (16,16) según las órdenes de un ángel. Más tarde se vuelve a afirmar la finalidad de la vida religiosa: consecución del paraíso: para el resucitado el lugar de «descanso» está en el cielo (22,9). Paraíso = "descanso" tiene un fuerte sabor, no sabemos si anticipativo, a lo que luego (¿?) pensarán los gnósticos: al volver el espíritu al ámbito celeste se obtiene la paz y el "reposo".

Con todo ello el autor proclama a sus lectores que en la religión judía se hallan todas las riquezas y bienes espirituales que ellos, los paganos, esperan encontrar en las celebraciones mistéricas. Así, nuestro novelista no duda en emplear el término técnico que en los Misterios designaba las verdades reveladas (“Las cosas indecibles" = los misterios o secretos, 16,7):

«Feliz tú, Asenet, porque te fueron revelados los secretos de la divinidad, y felices los que se unen a Dios por la conversión».


El convertido vuelve a un estado de pureza original que es simbolizado por Asenet con un vestido nuevo (15,10) semejante en cierto aspecto al que tenía el ser humano en el paraíso.

El oficio de iniciador aparece en la novela desempeñado por dos personajes. Por una parte, José (como “hijo de Dios”: 6,2.7; 13,10; 21,3), primogénito del Altísimo, que aparece como el sol para el alma que acaba de abandonar las tinieblas (5,4ss; 6,5), tiene auténticos atributos mesiánico-redentores: es la luz (6,7), el “salvador” del país de Egipto (25,6); el espíritu de Dios está sobre él (4,9); es el «fuerte de Dios» (4,8; 18,ls) y su elegido (13,10). Por eso, tras la conversión, será el esposo del alma arrepentida (Asenet). De ello hablaremos con calma más adelante.

Por otro lado, el iniciador es también el arcángel Miguel (caps. 14-17). En una misteriosa escena de epifanía celeste, cuyo sentido completo se nos escapa, este personaje repite (15,3) condensadamente a Asenet lo que le había prometido José en su bendición del cap. 8, que arriba hemos transcrito:

A partir de hoy vas a ser renovada, remodelada y revivificada; vas a comer el pan de vida, beber la copa de la inmortalidad y serás ungida con la unción de incorruptibilidad.


El premio (la inmortalidad) aparece también en las palabras del enviado angélico: «Tu nombre está escrito en el libro de la vida y no será borrado jamás» (ibíd.).

Asenet celebrará luego con el ángel una especie de comida ritual (caps. 16 y 17). En vez de pan, lo que hay es un panal de miel -símbolo probablemente del maná, comida celeste que da vida- en el que el ángel traza una especie de cruz: el signo, que empieza por el oriente y acaba en el oeste y luego comienza por el norte y acaba por el sur transformándose en una huella de sangre = la cruz sangrienta y redentora.

Si el pasaje no es una interpolación cristiana, una posible interpretación de estos misteriosos signos sería la de la representación gráfica de los cuatro puntos cardinales: los prosélitos que se incorporan al judaísmo proceden de los cuatro puntos de la tierra. La sangre significaría el dolor de dejar su antigua religión pagana. Para complicar más el simbolismo, a una señal del ángel, el panal arde y desaparece, dejando en el ambiente un perfume que llena toda la alcoba de Asenet (17,3).

D. Defensa del matrimonio de José

En este contexto de conversión, y como un corolario casi obligado, se inserta la defensa del matrimonio de José con una «extranjera». ¿Cómo es posible que nuestro héroe, encarnación del hasid, el piadoso, un patriarca de Israel, contravenga tan paladinamente una prescripción judía evidente que él mismo enuncia y admite en la novela cuando se haba del matrimonio con una pagana (7,5: “No voy a pecar ante el Dios de Israel”)?

La respuesta surge clara en la novela: la conversión hace al pagano un hijo de Jacob (22,5), un verdadero israelita. Aunque no lo diga expresamente, es muy probable que nuestro autor vea en tales matrimonios una fuente de conversos a la verdadera religión. No se trata, de ninguna manera, de defender paradigmáticamente los matrimonios mixtos en general, sino de ofrecer una explicación concreta a un hecho que preocupaba a la especulación teológica judía: la postura de José que según el libro del Génesis mismo, 41,50, se había casado con ¡una egipcia!, hija de un sacerdote servidor de los ídolos.

Indirectamente, sin embargo, el autor sustenta una teoría que podría parecer laxa: con tal de que haya conversión, no existe problema a la hora de formalizar un matrimonio con una «extranjera». Y no la hay porque, en virtud de la conversión, en griego metánoia, es decir “cambio de mente”, el cónyuge pagano ha dejado de serlo. Aquí está la solución a un posible problema que se daba más en el judaísmo de la Diáspora qu en el de Israel: que un judío se enamorara de una pagana, o la inversa. La conversión y el rito iniciático lo resuelven.

Seguiremos. Saludos cordiales de Antonio Piñero.
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