Mujeres en los Hechos de Tomás. Migdonia (III)



Hoy escribe Gonzalo del Cerro

El apóstol Tomás, perseguido como responsable

Carisio, el amaigo del rey, tuvo un acceso de ira contra su esposa Migdonia, pero comprendió que toda la responsabilidad recaía sobre Tomás, que había imbuido en ella ideas en exceso peregrinas. Sin embargo, no se atrevió a tomar ninguna decisión porque tenía miedo de su mujer. Como pasara en el contencioso paralelo habido entre el procónsul Egeates y Maximila en los Hechos de Andrés, Migdonia era superior a Carisio "en riqueza, alcurnia e inteligencia". Carisio se retiró a comer mientras ella se refugiaba en su dormitorio. Ordenó a sus esclavos que llamaran a su esposa, pero ella, sencillamente, no quiso acudir.

El hombre estaba desolado. Ignoraba los motivos reales de tanto desdén, y trató de conocer detalles y razones. Sabiendo que no estaba dispuesta a salir de sus habitaciones, se dirigió en persona a parlamentar con ella. No comprendía por qué no quería cenar con él y sospechaba que tampoco dormiría con él como hasta entonces acostumbraba. Este aspecto de la conducta de su esposa le causaba mayor desasosiego porque le habían llegado rumores sobre las enseñanzas de Tomás. Le tildaba de mago y creía -afirmaba- que trataba de evitar la convivencia de las esposas con sus maridos. Iba, pues, contra las tendencias naturales y contra las normas de los dioses. Migdonia se refugió en el más absoluto silencio, convencida de que un diálogo abierto no podría llegar a conclusión alguna. Carisio continuó en tono conciliador explicando la conducta de Tomás y sus prodigios como fruto de la magia.

Migdonia seguía "muda como una piedra" y soñaba con la llegada de la aurora para regresar al lado del Apóstol. Carisio se retiró a comer, pensando que su esposa no se negaría a dormir con él. Pero Migdonia dirigió al cielo una plegaria que dejaba bien a las claras su decisión: "Señor, Dios, Dueño, Padre misericordioso, Cristo salvador, dame fortaleza para vencer la desvergüenza de Carisio y concédeme que conserve la santidad en la que tienes puesta tu alegría, para que yo también encuentre por ella la vida eterna" (HchTom 97, 2). El término del original griego hagiosýne, que tiene, aquí también, un marcado sentido de castidad, lo mismo que el concepto de "santo" (hágios) en las bienaventuranzas del cap. 94, 2. En este pasaje se usa, además, como contrapuesto a la "desvergüenza" (anáideia) de Carisio.

Cuando Carisio terminó de cenar, volvió a la habitación de Migdonia, se le acercó e intentó dormir en su compañía. Ella se puso a gritar diciendo: "Tú ya no tienes sitio a mi lado, pues mi Señor Jesús, que está conmigo y descansa en mí, es mejor que tú" (HchTom 98, 1). Era, como quien dice, una declaración de guerra con mención expresa de un adversario. Pero Carisio no estaba dispuesto a ceder tan fácilmente, sino que trataba de ridiculizar al Apóstol y sus doctrinas. Intimaba, además, a su esposa para que no aceptara el principio de que no tendría la vida eterna quien no viviera castamente. Nótese cómo Carisio saca de las enseñanzas de Tomás unas conclusiones a las que nunca llegó el Apóstol con sus propias palabras. Es la misma conclusión a la que llegaban los enemigos de Pablo, Dimas y Hermógenes, en los Hechos de Pablo y Tecla 12, afirmando lo que Pablo no defendía. A las palabras de su esposo respondió Migdonia con gritos exasperados y con una oración en la que hacía profesión de su nueva fe y pedía a Jesús que no la abandonara en aquel trance. "Yo te invoco, Señor Jesús, no me abandones. En ti he puesto mi refugio, pues he sabido que tú eres quien busca a los que están prisioneros de la ignorancia y salvas a los poseídos por el error. Ahora, a ti te ruego, cuya fama he oído y en quien he creído: Ven en mi ayuda y sálvame de la desvergüenza de Carisio, de modo que su impureza no se apodere de mí" (HchTom 98, 2). Se golpeó el rostro con las manos y huyó desnuda. Al salir de su habitación, arrancó la cortina, se envolvió con ella y corrió a refugiarse al cuarto de su dama de compañía, donde pasó aquella noche.

Carisio, por su parte, pasó la noche examinando la estrategia que habría de seguir para doblegar la resistencia de Migdonia. Confiaba en su amistad con el rey, quien no le negaría nada que le pidiera. Pero lo mismo que en otros casos similares, cargaba todas las culpas en el verdadero responsable del cambio que, para él, no era otro que Tomás. Ella, mujer excepcional, era víctima de la magia del extranjero. Enamorado como estaba de su esposa, lamentaba no tanto la pérdida que para él representaba la actitud de Migdonia cuanto el daño que sufría ella en su espíritu. De todo sólo había un culpable.

Sus reflexiones acabaron con una conmovedora lamentación en la que evocaba la felicidad de su unión rota por un "ojo envidioso" (mal de ojo), por un pobre extranjero, esclavo quizás. Y se comprometía a no descansar hasta castigar al culpable, vengarse de él y hacerle perecer. No se conformaba con menos que con la cabeza del responsable. Y ensayaba su eventual alegato al rey, en el que incluiría la responsabilidad compartida del general Sifor. Aquí, en HchTom 100, 2 el Apócrifo menciona por fin el nombre del general del rey Misdeo, aunque ya trató de él en los Hechos VII y VIII. La casa del general era el centro de la actividad pastoral de Tomás. Allí se encontraba el verdadero cuerpo del delito. Era el lugar donde se predicaban las doctrinas que tanto revuelo estaban levantando.

Cuando, al fin, amaneció, se dirigió Carisio a "saludar al rey". El aspecto de Carisio llamó la atención del rey, que describía así circunstancias tan extrañas: Desgarrado el vestido, semblante triste, cara descompuesta. Era el resultado de una noche aciaga, pasada en vela, llena de funestos augurios y serias preocupaciones. El rey quiso conocer las razones de tal situación, que con mal disimulada impaciencia le fue explicando Carisio. Se trataba de un "hecho nuevo" que no dudaba calificar de "desastre". Todo estaba provocado por un mago hebreo que se alojaba en casa del general Sifor. No solamente hablaba de un Dios nuevo y proclamaba nuevas leyes, sino que afirmaba paladinamente: "Es imposible que entréis en la vida eterna, que yo os anuncio, si no os apartáis de vuestras mujeres, e igualmente las mujeres de sus maridos" (HchTom 101, 3). Como ya hemos notado en otros pasajes, la expresión del encratismo más exagerado aparece otra vez en boca de personas hostiles a los Apóstoles. Carisio continuó contando el caso de su esposa Migdonia, que había escuchado la predicación de Tomás y cedido a sus recomendaciones. Así la que antes no podía vivir lejos de su marido ahora no se separaba del extranjero.

Era preciso pasar a la acción antes de que fuera demasiado tarde. El rey debía mandar prender al general Sifor y con él al mago que en su casa se refugiaba. El rey trataba de consolar a su pariente prometiéndole tomarse venganza del mago, de manera que pudiera recuperar a su esposa. Quiso dar solemnidad a su gesto, se sentó en el tribunal y mandó llamar a Sifor. El pobre general quedó aterrado no tanto por el mal que pudiera alcanzarle cuanto por el peligro que corría el apóstol Tomás. Era, según el parecer del general, algo que era lógico esperar si se tenía en cuenta la importancia social de aquella mujer. El Apóstol tranquilizó a Sifor garantizándole la defensa que Jesús hace de cuantos en él se refugian. Con ese oportuno apoyo moral se dirigió Sifor al encuentro con el rey.

Tomás interrogó a Migdonia sobre los motivos que habían suscitado en Carisio la cólera y la exasperación. Ella explicó el caso con diáfana claridad: "Porque no me entregué a su perdición. Anoche quiso subyugarme y someterme a esa pasión a la que sirve. Pero aquel a quien he encomendado mi alma me salvó de sus manos. Yo huí desnuda de él y dormí con mi dama de compañía. Aunque ignoro qué le ha ocurrido y por qué ha maquinado esto". Tomás intentó inspirar confianza a Migdonia prometiéndole que Jesús frenaría la impudicia de Carisio y la libraría de la "corrupción de la lascivia". Luego, la acompañaría en los peligros, la guiaría hasta el reino suyo y del Padre hasta hacerla entrar en la vida que "ni pasa ni cambia" (HchTom 103, 1-2).

Tomás en prisión

Sifor se presentó, pues, ante el rey, que le preguntó "quién era, de dónde venía y qué enseñaba" el mago que tenía alojado en su casa. De acuerdo con la mentalidad hebrea el general pretendía explicarlo todo con las acciones milagrosas de Tomás, particularmente, con la curación de su mujer y de su hija y con el prodigio de los onagros. Hace el bien sin exigir a cambio otra cosa que fe y castidad. A la pregunta sobre la doctrina del Apóstol respondió: "Esto es lo que enseña: adorar y temer a un solo Dios, dueño de todas las cosas, y a Jesucristo, su Hijo, para conseguir la vida eterna" (HchTom 104, 2). Como podemos apreciar, el general pone como condición para alcanzar la vida eterna la fe en un solo Dios, no la práctica de la castidad. El código P (París, s. XI) añade incluso las palabras "por medio de esta fe". Recomienda, en suma, a sus oyentes que se acerquen a Dios "con santidad, pureza, amor y fe" (HchTom 104, 3).

El rey conocía ya por la declaración de Carisio los elementos básicos del problema. Comprendió que tenía que habérselas con el responsable directo de la situación creada. Ordenó, pues, a sus servidores que fueran a prender a Tomás y a todos los que se encontraran con él. Lo malo es que estaba rodeado de una numerosa multitud, entre la que se hallaba Migdonia sentada a sus pies. Los enviados, al comprobar la situación, tuvieron miedo de actuar y regresaron, como quien dice, en busca de refuerzos. Carisio se comprometió a capturar al Apóstol y a traer también a Migdonia. Pero cuando llegó a la casa del general, su esposa ya se había ausentado, pues sospechaba que su marido estaba al corriente de su paradero.

Carisio se encaró con Tomás sin rodeos ni consideración alguna: "Levántate, malvado, destructor y enemigo de mi casa. Tu magia no me dañará, pues esa magia la volveré contra tu cabeza". Como era de esperar, las amenazas del airado marido impresionaron poco a Tomás: "Tus amenazas se tornarán contra ti, porque a mí no me causarás ningún daño. Pues el Señor Jesús, en quien tengo puestas mis esperanzas, es mayor que tú, que el rey y que todo vuestro ejército". Como respuesta Carisio hizo prender al Apóstol: "Veré, decía, si puede Dios librarle de mis manos" (HchTom 106, 1-2).

Saludos cordiales. Gonzalo del Cerro
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