La herejía española del Adopcionismo



Hoy escribe Gonzalo del Cerro

La herejía española del Adopcionismo

Sin abandonar a las mujeres de los Hechos Apócrifos, hago un receso para dedicar la atención a otro tema que considero interesante. Me refiero al problema teológico del Adopcionismo, que ocupó las mentes de gran parte de los españoles y de otros cristianos europeos. Un debate que se desarrolló en el último cuarto del siglo VIII cuando la mayoría de la España visigoda había caído bajo el poder de los invasores musulmanes. La convivencia entre las dos religiones y sus correspondientes culturas atravesó períodos de especial virulencia. Los pactos iniciales firmados entre los conquistadores y los visigodos permitieron una cierta autonomía religiosa. Pero la situación fue cambiando a contextos de incomprensión y franco enfrentamiento. La comunidad cristiana se mantuvo fiel a la fe de sus mayores, lo que suponía una incomodidad para las creencias de los nuevos titulares del poder político en la península.

Los cristianos, sometidos al poder musulmán, que había establecido su capital en Córdoba, han pasado a la historia con el apelativo de Mozárabes. Un nombre que no hace justicia completa a su significado etimológico. Al parecer, la denominación haría alusión a su situación de personas “arabizadas”. Pero esa situación no abarcaba aspectos tan importantes y decisivos, como su fe y sus costumbres, sus creencias y su liturgia. Aunque podía referirse a contactos entre sus respectivos idiomas, el árabe y varias hablas romances, que los mozárabes escribían en el alfabeto árabe. Igualmente, los mozárabes se dejaban llevar de ciertos usos orientales en el vestido y en la alimentación.

Los primeros emires adoptaron una actitud dialogante, que la lógica de los acontecimientos fue deteriorando hasta llegar a momentos de abierta confrontación. Tampoco los mozárabes colaboraron siempre para hacer llevadera la situación. El problema de los “mártires voluntarios” hacia la mitad del siglo IX creó complicaciones a las autoridades cordobesas. Celosos cristianos se presentaban ante las autoridades en busca de la gloria del martirio. El sistema de insultar públicamente a Mahoma o proclamar la superioridad del cristianismo sobre el Islam era el camino más breve y directo para la muerte martirial. Ciertas regiones europeas se sintieron solidarias con los españoles y ofrecieron marco y eco a las protestas de los mozárabes y a su sacrificio.

El rito hispano-mozárabe

Debemos recordar que el rito mozárabe ha persistido, sobre todo, en ciertos lugares de la ciudad de Toledo. Los técnicos prefieren hablar de rito hispánico o visigótico. En la capilla del Corpus Christi de la catedral primada es obligatorio el uso de la liturgia mozárabe, permitida también en las iglesias mozárabes de la ciudad. Vale la pena reconocer que ciertos usos de la liturgia mozárabe pasaron e la romana en las reformas del Concilio Vaticano II. El detalle más significativo es el paso de las dos lecturas tradicionales (epístola y evangelio) en el antiguo rito romano a las tres de la misa actual. Las tres lecturas de la liturgia hispánica recibían los nombres de Profecía, Apóstol y Evangelio.

La antigua liturgia hispánica, llamada también visigótica o isidoriana, posee textos que se remontan a Isidoro de Sevilla y a otros grandes teólogos hispanos. Tenía una gran fuerza hasta que las reformas cluniacenses influyeron en su decadencia, a la que se resistieron los mozárabes toledanos y los de otros lugares. Desde mediados del siglo XI los dos ritos compitieron abiertamente. A pesar de las presiones, el rito hispánico no desapareció del todo, sino que pervivió unido a determinadas comunidades mozárabes. La tradición habla de la lucha por la supervivencia del rito representada en el combate de dos caballeros, que defendían los ritos hispánico y romano. Venció el que defendía el hispánico. Y en el juicio por ordalía, en el que fueron sometidos al fuego los dos misales, hubo una especie de compromiso. Porque uno permaneció en el fuego sin quemarse mientras que el otro era arrojado fuera de las llamas y tampoco se quemó. El “juicio de Dios” determinaba la validez de ambos ritos.

Fue el cardenal Cisneros el que emprendió a finales del siglo XVI la defensa del rito y consiguió que fuera conservado en el culto de la capilla del Corpus Christi de la catedral primada, la que se encuentra en el ángulo SO del templo, bajo la cúpula edificada por el hijo del Greco. Ella es el centro de la Comunidad Mozárabe de Toledo, que está concentrada en dos parroquias de carácter personal. Es decir, a ellas pertenecen fieles de origen y apellidos determinados sin conexión local con calles o barrios. Son las Parroquias de San Marcos y la de las Santas Justa y Rufina. Aunque hay en Toledo otras iglesias, consideradas como mozárabes, en las que está permitido el uso del rito hispánico.

Durante el Concilio Vaticano II se celebró en la Basílica de San Pedro de Roma una solemne Misa Mozárabe. Más tarde nuevos estudios acabaron en la publicación del Misal reformado del rito Hispano-Mozárabe que fue presentado al papa Juan Pablo II, quien celebró la Misa según este rito en Roma en la festividad de la Ascensión del año 1992.

La controversia adopcionista

Fue precisamente el recelo originado por ciertas expresiones de la liturgia lo que representó una dificultad grave a la hora de aceptar como ortodoxo el rito hispano-mozárabe. Daba la impresión de que no era clara la confesión de la filiación divina de Cristo por naturaleza, sino que su relación con el Padre se reducía a la mera adopción. Una adopción todo lo cualificada que se quiera, pero simple adopción.

No suele ser tarea fácil escribir la Historia. Lo constataba el primer historiador científico, que fue Tucídides. Él pretendía escribir historia, es decir, sucesos, hechos. Pero reconocía que en su afán por investigar la verdad a través de la opinión de los testigos de vista, los distintos testigos daban versiones diferentes de unos mismos hechos. Dos circunstancias distorsionaban la realidad: la simpatía y la fragilidad de la memoria. Los hechos que un día tuvieron su tiempo y su lugar están atrapados por intereses y emociones. Distintos testigos que vivieron los sucesos directamente mantienen posturas más o menos preconcebidas que modifican su perspectiva, su visión cambiante y su juicio divergente. En la Historia, la Filosofía, la Religión y otras ciencias se cumple literalmente lo que cantaba el poeta: "nada es [del todo] verdad ni es mentira". Siempre hay un prisma que modifica con halos cambiantes la visión que los hombres tienen de las cosas; de las cosas, de las personas y de sus circunstancias.

Mirando todo el fenómeno de la controversia adopcionista desde la lejanía que nos marcan los siglos transcurridos, descubrimos paradojas tan sorprendentes como reales. Elipando, el heresiarca, gozó de fama de santidad según el testimonio de Eterio de Osma y Beato de Liébana, su enemigo más encarnizado. Ambos autores nos testifican de la fama de santidad de que gozaba Elipando, si bien la explican como expresión de su hipocresía. Se trataba, según ellos, de una piedad meramente superficial, de pura apariencia. Beato de Liébana, a quien Elipando cubre de insultos y maledicencias, forma parte del santoral de la Iglesia Católica. Félix, el seguidor más fiel y posiblemente más docto de las tesis de Elipando, repetidas veces condenado y depuesto, es venerado como santo en su diócesis de Urgel. Y los monjes del monasterio de Lión, donde vivió recluido y confinado, hablan con veneración de aquel hombre que se vio cruelmente atrapado entre los postulados de su conciencia y la autoridad del Magisterio romano, que se movía en estrecha alianza con el inmenso poder político de Carlomagno. Félix estuvo muchas veces solo frente a escuelas de teólogos que discutían sus tesis y las clasificaban con la etiqueta de heréticas.

En el libro que preside estas líneas pretendemos ofrecer a los lectores españoles algunos textos de nuestros mozárabes, considerados sospechosos de herejía. Los presentamos y situamos en un justo "Sitz im Leben" que ayude a comprender con perspectivas más amplias las razones del origen del problema y los derroteros transcendentales de la controversia. Una discusión, diríamos, provinciana llegó a implicar a los grandes teólogos de la época y a turbar la paz del imperio carolingio y de la Curia romana. Baste recordar aquí a Alcuino de York y a Paulino de Aquileya, a cuya altura, ideologías aparte, no dudamos en situar a los hispanos Elipando y Félix, a San Beato y a Eterio de Osma. La serie de concilios convocados para abordar el problema planteado por los españoles, así como las cartas de los Papas que denunciaban el peligro demuestran con evidencia que no se trataba de un problema baladí, como podría parecernos a los hombres de nuestros días. Recordamos aquí los concilios de Ratisbona (791), Francfort (convocado por Carlomagno en el 794), el de Aquisgrán (799), el de Roma (799), el de Fréjus (799), etc. Los papas y los consejeros de Carlomagno comprendieron la magnitud del peligro y trabajaron lo indecible para doblegar a los españoles que, con razones bien ensambladas teológicamente y con el acostumbrado recurso a la Sagrada Escritura, a los Santos Padres y a los textos litúrgicos, defendían con ardor y apasionamiento sus puntos de vista.

Pero lo que, ya desde el principio, nos atrevemos a asegurar es que todos pretendían purificar la fe y acomodarla a las exigencias del dogma. Tiene, por lo tanto, razón J. C. Cavadini cuando afirma que lejos de ser esta controversia una señal de la decadencia de la Iglesia Visigoda, como algunos han insinuado, es una prueba de su vitalidad y de su apertura hacia el futuro. Es difícil aceptar la opinión del atraso de la teología española del siglo VIII. En el último cuarto del siglo VII se habían celebrado en Toledo varios concilios entre los que destacan el XI (año 675) con un preclaro Símbolo de la fe sobre la Trinidad y la Redención, el XV (a. 688) con doctrinas sugestivas sobre la Trinidad y la Encarnación, y el XVI (a. 693) en el que los padres conciliares abundan sobre la Trinidad. Del texto de este concilio son las palabras con las que Alcuino de York pretendía explicar su idea de la Trinidad en su carta a Elipando. Según aquel concilio, las personas de la Trinidad entre sí no son aliud, sino alius. No son distintas en naturaleza o sustancia, sino en las personas. Son una misma cosa, pero personas distintas. A nuestro parecer, pues, los teólogos españoles del s. VIII, sucesores de los grandes escritores eclesiásticos de siglos anteriores como Isidoro, Eugenio, Ildefonso, Julián, etc. contribuyeron positivamente al avance de la reflexión sobre la fe en los temas cristológicos.

J. C. CAVADINI, The last Christology of the West. Adoptionism in Spain and Gaul, 785-820, Philadelphia (Pennsylvania), 1993, pág. 106.

Saludos cordiales. Gonzalo del Cerro
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