La distorsión de la historia de la investigación sobre Jesús (II)

Hoy escribe Fernando Bermejo

Según señalé la semana pasada, de acuerdo con los sedicentes historiógrafos de la historia de la investigación sobre Jesús, las obras compuestas en los siglos XVIII y XIX –hasta A. Schweitzer–presentan una unidad suficiente, que justifica englobarlas a todas bajo la categorización “Old Quest” o “vieja búsqueda”. Además, en lo relativo a su valoración, lo realizado en esa “vieja búsqueda” estaría esencialmente obsoleto.

De entrada, resulta sospechosa la idea de que, a diferencia de los otros períodos –que habrían durado sólo algunas décadas– la primera búsqueda abarque nada menos que siglo y medio, desde mediados del s. XVIII hasta comienzos del s. XX: en un período tan amplio caben muchas (demasiadas) cosas. Pero esto representa una sospecha genérica, y es necesario hilar más fino.

Ciertamente, existen muchas obras sobre Jesús en los ss. XVIII y XIX que no soportarían el juicio crítico de los patrones actuales. Las vidas románticas –incluso la de E. Renan–, las obras de racionalistas al estilo de H.E.G. Paulus, o todas aquellas que intentan presentar a Jesús como un caso psicopatológico (Binet-Sanglé, Loosten, Hirsch…) muestran serias deficiencias metodológicas, y en ellas los prejuicios que guían la supuesta investigación son a menudo crasos. Cualquiera puede conceder esto. Ahora bien, el problema reside en que tales obras no son, ni mucho menos, todo lo que esos siglos tienen que ofrecer. A continuación pondré algunos ejemplos.

Aunque en la obra de H. S. Reimarus “El objetivo de Jesús y de sus discípulos”, escrita a mediados del s. XVIII y que publicó póstumamente Lessing, puede encontrarse algún párrafo que hoy no nos parecería justificable, lo cierto es que el grueso de la obra del erudito de Hamburgo tiene hoy plena vigencia. Reimarus no está anticuado en el diáfano reconocimiento de la existencia de una diferencia considerable entre la enseñanza de Jesús y una parte de la que se le atribuye en los evangelios; no lo está en su percepción de que, a pesar de la redacción evangélica, es posible una reconstrucción de la enseñanza de Jesús a partir de los indicios que de ésta han quedado; no lo está en su reivindicación, con meridiana claridad, de la judeidad de Jesús; ni en su observación de que, aunque Jesús criticó las apariencias de santidad en el fariseísmo, compartió algunos puntos doctrinales con los fariseos, en contra de los saduceos; ni en su postulado de que la intención de Jesús no fue abolir la Ley ni crear una nueva religión; ni en su argumentación de que, en boca de Jesús, expresiones como “hijo de Dios” han de ser entendidas a la luz de las Escrituras judías, y de que por tanto no hay razón para suponer que Jesús se consideró un ser divino; ni en su consideración de que las palabras y las acciones de Jesús muestran que para él el reino de Dios no era algo subjetivo, interior y espiritual sino una realidad integral, por tanto también temporal y material. Tampoco está anticuado en su énfasis en que Jesús esperó la venida del Reino de Dios para un futuro inminente; ni lo está en sus detallados razonamientos que prueban que Jesús no tuvo un mensaje universalista; ni en su argumento consistente en que muchas de las ideas y dichos atribuidos a Jesús no son verosímilmente históricos, pues de lo contrario serían incomprensibles numerosos aspectos del lenguaje y el comportamiento de sus discípulos tras su muerte. Tampoco están anticuadas, v. gr., sus consideraciones críticas acerca del carácter histórica y filológicamente insostenible de la exégesis cristológica de la Tanak.

A pesar del trato displicente –e incluso insultante– que de la obra de Reimarus se da en buena parte de la exégesis confesional moderna (recuérdese el juicio de J. Jeremias, tan compartido: “la exposición que Reimarus hizo del Jesús histórico era estúpida y superficial”), lo señalado muestra que el juicio de Schweitzer, según el cual la obra de Reimarus constituye “uno de los mayores acontecimientos de la historia del espíritu crítico” merece mucho más crédito. La pretensión de que la obra de Reimarus es una antigualla superada resultaría hilarante, si no fuera tan penosa y tan patentemente falsa.

Tomemos otro ejemplo, el de David Friedrich Strauss: Das Leben Jesu kritisch bearbeitet (2 vols., Tübingen: C. F. Osiander 1835-1836 ). Aunque, ciertamente, la obra de Strauss presenta algunos límites obvios (v. gr. un punto débil es su carencia de una teoría sobre la composición de los evangelios y el valor relativo del testimonio de cada uno de ellos, y también la cristología especulativa que Strauss elabora en sus conclusiones se halla más allá de los intereses del historiador), ello no significa que sea, sin más, desechable. Strauss no está anticuado en su argumentación sobre el carácter insostenible tanto de las interpretaciones sobrenaturalistas como de las racionalistas al modo de H. E. G. Paulus; no lo está en lo esencial de su idea de “mito”, a saber, que parte de la imagen evangélica de Jesús se debe a una –lógica y psicológicamente muy comprensible– “glorificación legendaria” que tiene paralelos evidentes en la historia de las religiones; no lo está en su demostración de que las genealogías de Mt 1 y Lc 3 no son susceptibles de ser armonizadas una con otra, y de que ambas tienen la función de justificar el reconocimiento de Jesús como mesías mediante una presunta ascendencia davídica; no lo está en su detallado razonamiento de que el análisis de los datos evangélicos indica que Jesús tenía hermanos carnales; no están obsoletas sus consideraciones relativas al probable nacimiento de Jesús en Nazaret, y a que la localización de Mt y Lc en Belén parece ser una ficción teológica destinada a cumplir el postulado profético de Mi 5, 1; no lo están sus reflexiones sobre la falta de fiabilidad histórica de la narración de Jesús en el Templo a los doce años (Lc 2); no lo están sus conclusiones sobre la historicidad del bautismo de Jesús, y sobre la pertenencia temporal de éste al círculo de discípulos de Juan Bautista; tampoco están obsoletos sus análisis sobre la falta de verosimilitud histórica de las circunstancias que en los relatos evangélicos acompañan a la narración del bautismo de Jesús; no lo está su conclusión de que el Reino de Dios para Jesús parece haber sido algo que introduciría no la iniciativa humana, sino la iniciativa divina. Tampoco lo están sus análisis sobre los anuncios de la pasión y la resurrección, o de la traición de Judas, como vaticinia post eventum. Etc., etc. Vale la pena recordar que A. Schweitzer, quien –de creer a los nuevos historiógrafos– habría extendido el acta de defunción de toda obra sobre Jesús escrita antes de 1900, escribió, respecto a la obra de Strauss, que en ella se contiene el certificado de defunción de muchas interpretaciones del Nuevo Testamento que deambulaban por la teología a principios del siglo XX como fantasmas, los cuales “no podrían volver a aparecerse si aquellos teólogos que evocan la Vida de Jesús de 1835 como un libro superado se tomaran la molestia de leerlo”.

Un tercer contraejemplo el de Johannes Weiss, en su libro Die Predigt Jesu vom Reiche Gottes (La predicación de Jesús sobre el Reino de Dios), cuya primera edición es de 1892. En esta obra, el autor aseguró los fundamentos de la comprensión escatológica de Jesús. Ahora bien, su clara denuncia de las visiones de Jesús predominantes en su tiempo como eclécticas y arbitrarias no está obsoleta; ni lo está a la hora de comprender la escatología de Jesús a la luz de –y en continuidad con– la escatología tanto de Juan Bautista como de las primeras comunidades cristianas; no está superada su enfática argumentación de que la escatología de Jesús está fundamentalmente determinada por la espera de un reino de Dios futuro; no lo está su visión del Cuarto Evangelio como una reformulación radical en sentido desescatologizador de la visión del “Reino de Dios” de los Sinópticos; ni lo están sus análisis del significado de los llamados “dichos de presente” como textos que no pueden cancelar los dichos de futuro ni contraponerse a ellos; no está superado su claro reconocimiento de que el procedimiento consistente en otorgar la primacía a los “dichos de presente” constituye una distorsión debida a los intereses teológicos; no lo está su demostración de que las lecturas habituales, al postular que la actividad de Jesús introduce el reino de Dios –en forma de Iglesia– en el mundo, constituyen interpretaciones sesgadas y carentes de fundamento, que intentan hacer pasar por historia lo que no es sino creencia religiosa. Tampoco lo está en su consideración de que el Reino de Dios anunciado por Jesús implica tanto la salvación como el juicio. Ni está obsoleto Weiss en sus reflexiones –por cierto, en consonancia con las de Reimarus– relativas a que el concepto de Reino de Dios no está más desarrollado en los evangelios por la sencilla razón de que Jesús compartió con sus contemporáneos las expectativas ligadas a ese concepto. Ni lo está al argüir que el concepto de “Reino de Dios” en Jesús tiene ineluctablemente una dimensión política, ya en la medida en que su irrupción implicaría la instantánea desaparición de todo dominio extranjero pagano. Tampoco lo está en su conclusión de que la ética radical de Jesús está inextricablemente conectada con la intensa expectación de una escatología inminente, y que por tanto no puede ser ni razonable ni legítimamente empleada para fundamentar una moral intemporal para una iglesia destinada a durar. De hecho, cabe dudar de que haya un solo contenido importante de la obra de Weiss que haya sido refutado o dejado obsoleto por los estudios posteriores, pues la investigación rigurosa efectuada desde entonces no ha hecho –pace Dodd y sus epígonos– sino refrendar los sensatos análisis del estudioso de Marburgo.

Reimarus, Strauss y Weiss son sólo algunos ejemplos de autores de los siglos XVIII y XIX (podrían ponerse otros, v.gr. las obras de diversos autores judíos) el grueso de cuyas conclusiones está perfectamente vigente hoy en día, constituyendo patrimonio intelectual inexcusable de cualquier exegeta informado cuyo sentido crítico no esté sometido al albur de la moda o los prejuicios. Esto fue, de hecho, lo que pensó Schweitzer, quien, cuando escribió su obra historiográfica, quiso hacer un repaso de la principal investigación sobre Jesús, pero no pretendió que todas las obras sobre las que él había escrito estuvieran desfasadas por el mero hecho de ser anteriores a él. En esta insensata pretensión sí incurren los actuales historiógrafos que, con una asombrosa desenvoltura, pretenden convencernos, con su noción de “Old Quest”, de que debemos dejar a los autores citados en la cuneta de la Historia, como simples antiguallas.

Sin embargo, agrupar y rechazar la investigación anterior a Schweitzer mediante la categoría de “Old Quest” no es un procedimiento sensato ni intelectualmente honrado, como no lo es mezclar churras con merinas o el tocino con la velocidad. Mezclar a Reimarus con Venturini, a Strauss con Binet-Sanglé o a J. Weiss con Paulus implica convertir los siglos XVIII y XIX en una noche en la que todos los gatos son pardos: el valor de las obras de los primeros no es equiparable al valor de las de los segundos, y admitir –por implícitamente que sea– la validez de tal equiparación supone incurrir en la falacia de una sinécdoque ilegítima, cuando no en un insulto a la inteligencia del lector. Tal procedimiento es indigno de una historiografía mínimamente rigurosa, pues no hay criterios convincentes para construir tal categoría y porque es un acto de pura arbitrariedad confundir hitos del pensamiento crítico con obras ciertamente obsoletas o subproductos perfectamente olvidables.

Así pues, la noción de “Old Quest” carece por entero de justificación. Quien la usa –y son legión– no sólo muestra que no ha leído las obras escritas en los siglos XVIII y XIX, sino que ni siquiera ha leído bien a Schweitzer.

Saludos cordiales de Fernando Bermejo
Volver arriba