Qué no cambia en la religión judía durante el Helenismo (III)

Hoy escribe Antonio Piñero

Antes de pasar a considerar los cambios debemos reseñar brevemente aquellos elementos de la religión judía que no mudaron, que se mantuvieron firmemente durante el Helenismo y que habían cuajado ya sólidamente desde los tiempos del Exilio. En parte serán también aspectos básicos del cristianismo.

Elementos tradicionales de la religión judía que no cambian o apenas

1. El judío piadoso de esta época había recibido de siglos anteriores la firmísima creencia en un Dios único y personal: el monoteísmo era un bien ya sólidamente adquirido, sin las sombras y nubes de antaño, hasta más o menos la época del Exilio de la que hay todavía trazas de un cierto politeísmo en Israel. Durante el Helenismo no hay ya problemas con el politeísmo, tan combatido y denostado por los antiguos profetas, por ejemplo por Elías (1 Reyes 17 hasta 2 Reyes 2).

Este Dios único trasciende el mundo, está mucho más allá del mundo, es inalcanzable, pero tiene con él un contacto continuo. Aunque la divinidad es invisible, Israel la ha conocido suficientemente a través de su manifestación histórica respecto a sí mismo, su pueblo elegido. Este Dios es el creador del mundo y, como tal, señor de él y de los hombres que en él viven. La conciencia del judío de la necesidad de obediencia respecto a ese Dios, del temor respetuoso, de la confianza hacia su gobierno del universo y del agradecimiento por sus dones tampoco cambiaron, ni mucho menos, durante el Helenismo.

La soberanía de Dios respecto a sus criaturas seguía manifestándose para el piadoso judío en una doble vertiente. En primer lugar, Dios se ocupa y preocupa continuamente por el mundo y el hombre. La divinidad ha establecido sobre ambos una mirada providente; el concepto de providencia que atravesaba todo la Biblia hebrea heredada de los padres se mantiene firme en el Helenismo.

2. En segundo lugar, la relación Dios-ser humano sigue concretándose en la Torá o Ley de Moisés. La fe del judaísmo helenístico continúa siendo una religión de la norma, la religión de un libro en el que se manifiesta la voluntad de Dios. De hecho, la primera actividad de la Diáspora grecoparlante fue la traducción de la Torá, cuya influencia es total a lo largo del corpus judío helenístico. Algún día haremos una miniserie sobre esta traducción, mas por ahora baste con afirmar que en el paso del hebreo al griego hubo pocas transformaciones del material hebreo. La traducción de los Setenta en el Pentateuco (los cinco primeros libros de la Biblia) es notablemente fiel a sus prototipos, en cuanto alejada de las versiones libres que encontramos en algunos autores judíos helenísticos o de la naturaleza de los “targumim”, que son traducciones desde el hebreo al arameo pero que contienen muchos cambios y perífrasis . El judaísmo de la Diáspora, por tanto, tenía el mismo fundamento canónico –es decir, tenía el mismo corpus legal, La Ley por antonomasia- que su correspondiente palestinense.

La relación entre la divinidad y su pueblo se continúa comprendiendo en términos de Alianza. Y la pertenencia a la alianza se afianza y confirma cumpliendo estrictamente la ley promulgada por boca de Moisés, empezando por ritos religiosos que marcan la identidad del judío respecto a su entorno, como la circuncisión, el sábado y las normas dietéticas.

El judaísmo helenístico, heredero ya de una Biblia prácticamente formada, al menos en cuanto a la Ley y los Profetas, más Salmos y Proverbios, sigue siendo también una religión de la espera. El cumpli¬mien¬to de las promesas de Dios a Abrahán, el reinado pleno de Yahvé y su ejecución aquí en la tierra es la obsesión de la mayoría de los judíos piadosos del Helenismo.

Tampoco cambia la concepción del pecado: el dominio absoluto de Dios sobre su pueblo significa que la insurrección contra ese Dios o contra sus designios es una falta grave. El judío es un pueblo abrumado por la sensación de estar en perpetua rebeldía contra la divinidad. El pecado no es sólo la transgresión de una norma concreta de la ley divina, sino todo acto de desobediencia interna traducido en desconfianza hacia el poder de Dios, hacia su gobierno del pueblo o hacia las exigencias y disposiciones íntimas que comporta la Alianza.

Para esta particular conciencia del judaísmo, según la cual la salvación llega por el hecho de ser miembro de la Alianza, a la par que la obediencia a los mandamientos divinos hace que se conserve el lugar del individuo dentro de la Alianza, se ha acuñado el término “nomismo de la alianza” (en inglés “covenantal nomism”). Esta concepción se extendió por todo el judaísmo palestinense y fue el “tipo básico de religión” en aquella zona en el período 200 a.C. – 200 d.C., y se difundió también por la Diáspora. Por tanto fue en gran medida “la religión del judaísmo” allá donde estuvieren los judíos (E.P. Sanders).

Todo esto y más cosas menudas quedan firmes, inamovibles y sólidas en la religión del Israel de época helenística.

Debemos, sin embargo, hacer una salvedad importante: aunque la Torá canónica supuso una base común para el judaísmo postexílico, no ofreció una norma definitiva en el sentido de prescribir un único camino ortodoxo de ser judío. He aquí un ejemplo claro: entre las concepciones saduceas en torno a la resurrección y a la retribución en la otra vida (negación absoluta de ambas nociones) y la del fariseísmo (aceptación y defensa a ultranza de ambas) media un abismo ideológico, Sin embargo, saduceos y fariseos son y se consideraban judíos auténticos del siglo I de nuestra era.

Para explicar esta diversidad de concepciones teológicas –tan tremendamente dispares- debe considerarse, por una parte, el influjo religioso de un montón de libros que circulaban entre los círculos de piadosos (hoy los denominamos "Apócrifos del Antiguo Testamento", pero en aquel entonces no eran aún apócrifos) y que se creían casi inspirados: sólo a finales del siglo I fueron declarados no canónicos, y por otra la reescritura e interpretación de las tradiciones según los diferentes grupos.

Y atención: esta diversidad de interpretación no se debió siempre al influjo de la filosofía helenística con su variada óptica, o a la influencia de las religión babilónica o persa, etc., como demuestran las peculiaridades exegéticas de los Rollos de Qumrán (es decir cómo entendían la Ley). De hecho, la propia Torá, o Ley, nunca fue un tratado consistente y sistemático, sino una compilación de materiales que abarcaban diversas actitudes, e incluso contradicciones. Un texto tan complejo y a veces contradictorio invitaba por su propia naturaleza a una diversidad interpretativa, si bien es posible que una interpretación particular de la Torá, o un determinado entendimiento del judaísmo destilado de la Torá, pudiera llegar a alcanzar un estatus normativo y otra comprensión quedase como arrumbada: recordemos que en tiempos de Jesús se discutía ásperamente entre los fariseos mismos cómo había que entender ciertos aspectos de la Ley.

Seguiremos. Saludos cordiales de Antonio Piñero.
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