La distorsión de la historia de la investigación sobre Jesús (VII)

Hoy escribe Fernando Bermejo

Como he señalado, en la periodización trifásica de los sedicentes historiógrafos contemporáneos funciona como un presupuesto el postulado de la existencia de un progreso en la investigación sobre la figura de Jesús: obsoleta la supuesta “Old Quest”, y superada la supuesta “New Quest”, los rasgos característicos de la supuesta “Third Quest” representarían un singular avance en la investigación sobre Jesús.

Pues bien, a pesar de que este postulado parece verse respaldado tanto por el sentido común –¿acaso no avanza necesariamente la ciencia, incluida la histórica, mediante la acumulación del saber adquirido?– como por la agradable sensación de la autocomplacencia –somos mejores y sabemos más que nuestros antepasados–, a continuación argumentaré que la investigación reciente sobre la figura de Jesús no ha experimentado un progreso sustancial, no ya con respecto a la investigación realizada entre 1950 y 1980, sino ni siquiera en relación a la realizada hasta mediados del siglo XX. Dado que para el lector resultaría en exceso tedioso asistir a la deconstrucción de todos y cada uno de los supuestos avances, me limitaré a las que acostumbran a ser consideradas las pruebas más claras del progreso, a saber, la inserción de Jesús en el judaísmo, y la contemplación respetuosa de esta religión como una realidad plural.

Que el (re)descubrimiento de la “judeidad” de Jesús es un logro cabal de la “Third Quest” se repite por doquier. Sin embargo, la inseguridad de tal afirmación se evidencia en las oscilaciones terminológicas: los autores hablan a veces de “descubrimiento”, otras de “redescubrimiento”. Oscilaciones comprensibles. Es claro que hablar de un “descubrimiento” de Jesús como judío a finales del siglo XX resulta un patente absurdo. Pero, bien mirado, ¿lo es mucho menos hablar de un “redescubrimiento”? Que Jesús de Nazaret fue religiosamente un judío (o, dicho de otra forma, que un Jesús no judío es un non sequitur) es algo que ya Reimarus a mediados del siglo XVIII dijo y argumentó con absoluta claridad, y que –al menos– desde entonces todo individuo reflexivo y consecuente ha (o debería haber –y aquí está el quid–) reconocido sin ambages. “Todo individuo reflexivo y consecuente” no abarca, naturalmente, sólo a los estudiosos judíos, mucho menos sólo a aquellos que escribieron a partir de los años 60 y 70 del siglo XX: al igual que Reimarus, también lo reconocieron, a lo largo del siglo XIX e inicios del XX, Strauss, Weiss, Schweitzer, Loisy, Guignebert y muchos otros.

Los cronistas replicarían quizás que el progreso real radica en la investigación contemporánea, porque sólo ahora se dispondría de aquello de lo que anteriormente se habría carecido, a saber, de una visión de un judaísmo plural y no simplificado. En palabras de John P. Meier: “Quizás, entonces, la mayor justificación de la tercera búsqueda sea su intento de deshacer las caricaturas del Judaísmo perpetradas consciente o inconscientemente por las primeras dos búsquedas [...] Hay aquí una positiva ganancia. Uno no puede leer obras como Judaism: Practice and Belief de Sanders, o Jesus the Jew de Vermes, y proceder a repetir las caricaturas del judaísmo que acostumbraban a hacer de él el contraste perfecto de Jesús o el cristianismo” La adquisición de una apreciación más objetiva del judaísmo representaría un logro, al impedir un enfoque no caricaturesco de esa religión. Ésta es, ciertamente, una reconfortante comprensión del presente, pero ¿es correcta?

En 1921, George Foot Moore publicó un extenso artículo en la Harvard Theological Review en el que exponía la visión del judaísmo contenida en obras clásicas de F. Weber, E. Schürer y W. Bousset escritas entre finales del siglo XIX y comienzos del XX, mostrando convincentemente que esa visión –la de un judaísmo legalista y ritualista, espiritualmente árido, en el que Dios resulta inaccesible y la gracia y el amor son magnitudes prácticamente incomprendidas, y en el que apenas es posible otra actitud que el temor o la autocomplaciente santurronería–, era del todo inadecuada y una distorsión de lo que las fuentes conocidas ofrecían. Moore argumentó que la perspectiva exegética cristiana que contrasta la tradición profética del antiguo Israel con la observancia legal de un judaísmo espiritualmente opresivo y que glorifica el cristianismo como el cumplimiento de la profecía y la verdadera perpetuación de la religión profética del Espíritu no es sino una mistificación apologética. Más aún, señaló que muchos estudiosos judíos de su tiempo habían criticado del mismo modo tal sesgada y denigrante visión.

Pues bien, a la luz de la devastadora crítica de Moore y de otros, algunos pensaron que había tenido lugar un genuino progreso en la investigación, en la medida en que las precedentes caricaturas habían sido corregidas. Y, sin embargo, es en los años 50, 60 y 70 del siglo XX cuando los estudiosos adscritos a la supuesta “New Quest” elaboraron una imagen de Jesús en neto contraste con el judaísmo de su tiempo, como una religión estéril en la que la relación entre Dios y el ser humano aparecía viciada y pervertida. Dicho de otro modo: la distorsión seguía siendo moneda corriente en la exégesis neotestamentaria ¡medio siglo después de Moore! La conciencia del progreso que algunos manifestaron había resultado ser ilusoria.

Los cronistas, empero, arguyen que el supuesto “redescubrimiento” del carácter judío de Jesús en la supuesta “Third Quest” se debe a varios factores que tuvieron lugar a partir de los años 40: descubrimientos de la arqueología, la aplicación de modelos sociales y, sobre todo, el mejor conocimiento de los escritos contemporáneos, en especial el hallazgo de los manuscritos de Qumrán.

Esta afirmación es, sin embargo, extraña. Por ejemplo, la “New Quest” se desarrolló precisamente en las décadas posteriores al descubrimiento de Qumrán, cuando los contenidos de los manuscritos eran suficientemente conocidos en el mundo académico. Por lo demás, aunque la importancia de Qumrán para un mejor conocimiento del judaísmo del siglo I e.c. es obvia, no era imprescindible conocer Qumrán para constatar la pluralidad de ese judaísmo o para poner en entredicho la idea de que el judaísmo ignora la noción de la gracia; no es necesario aducir textos como la Regla de la Comunidad o los Himnos para desmontar la idea de un “judaísmo tardío” “legalista” y “mezquino” que establecería como fundamento de la justificación del hombre el cumplimiento de las obras de la Ley. ¿Es que antes de Qumrán no se sabía que el judaísmo del siglo I era una realidad compleja en la que había saduceos, esenios, fariseos (de diversos tipos), carismáticos, resistentes antirromanos y zelotas, bautistas y otros muchos? ¿Es que mucho antes de Qumrán no habían sido denunciadas las visiones predominantes como caricaturescas en función de los testimonios disponibles? Lo cierto es que un estudio pausado e imparcial de la Tanak, la literatura rabínica y los mismos evangelios posibilita un juicio equilibrado sobre el judaísmo.

Más aún, tal juicio no depende únicamente de consideraciones a posteriori, es decir, de testimonios documentales. Hay ya consideraciones a priori que habrían hecho más que sospechosos –si no francamente ridículos– los juicios de la exégesis confesional sobre el judaísmo; en efecto, una pizca de sentido común y el conocimiento más elemental de la historia y la psicología de las religiones evidencia que en todas ellas coexisten formas de religiosidad que se ciñen a la letra de las prescripciones con otras formas y corrientes que exigen una experiencia –al menos, pretendidamente– más espiritual. Siendo así, cabe preguntarse si el no ver que el judaísmo de la época de Jesús no era una excepción no será, más bien, el resultado de no querer verlo.

Hasta qué punto resulta inverosímil el discurso historiográfico contemporáneo se transparenta en que los cronistas atribuyen otras veces el supuesto cambio de sensibilidad en la imagen del judaísmo y la rejudaización de Jesús al impacto producido por la Shoah. Sin embargo, una vez más, aquí no casa nada, y en primer lugar la cronología: la “New Quest” tiene su supuesto comienzo en 1953, es decir, ¡una década después de haberse producido la Shoah...! ¿Es que los discípulos de Bultmann no supieron nada de los cadáveres calcinados de los judíos? ¿Es que se necesitaban cuarenta años para que el mundo de la exégesis –compuesto supuestamente por personas cultas y sensibles– empezara a reaccionar al espanto y a la infamia de los Lager? Y ¿es que era preciso que fueran asesinados casi seis millones de correligionarios de Jesús en la cristiana Europa para advertir con plena lucidez la judeidad de aquél? Aunque muy probablemente ni Reimarus, ni Strauss, ni Loisy, ni Guignebert ignoraron la complicada situación de los judíos en el mundo en que vivieron, ninguno de ellos supo –para su fortuna– nada de la Shoah. Lejos de resultar explicativas o tranquilizadoras, las aseveraciones de los historiógrafos resultan intelectual y moralmente inquietantes.

Por lo demás, el supuesto progreso evidencia su verdadero alcance cuando se repara en que varios celebrados autores contemporáneos –como Borg, Mack, Crossan o F. G. Downing– no se distinguen precisamente por su énfasis en la judeidad de Jesús. Si bien hoy en día abundan los comentarios políticamente correctos sobre la importancia de la judeidad de Jesús, y las palabras como “judío” o “judaico” suelen adornar los títulos o subtítulos de las obras, el análisis muestra que en no pocas de ellas los lazos de Jesús con el judaísmo son más bien tenues, cuando no se eclipsan: la relación del mensaje de Jesús con la Tanak, con la Torá o la escatología judía se evapora, en una imagen de Jesús sospechosamente anacrónica. Dado que un Jesús totalmente no judío es una imposibilidad histórica, son –en grados diversos de énfasis– otros derroteros los que muchos autores siguen para distanciar a Jesús del judaísmo, presentándole más bien como un sabio cínico de tipo helenístico. Las vías de la desjudaización son (casi) inescrutables, y ciertamente no se agotan en las que siguió la teología alemana postbultmanniana.

Lo cierto es que para advertir la judeidad de Jesús no es necesaria la Shoah (el "Holocausto") ni los hallazgos de Qumrán, igual que para presentar una imagen simplista y denigratoria del judaísmo no es necesario haber estudiado teología protestante en Alemania a mediados del siglo XX. Para postular el carácter religiosamente judío de Jesús sólo es necesario extraer las consecuencias de una lectura crítica de las fuentes (así lo hizo Reimarus), mientras que para caricaturizar el judaísmo y presentar a Jesús como superior a él sólo se necesita lo contrario (así, p. ej., Bousset).

Los requisitos para hacer una cosa u otra (por ejemplo, la voluntad de no traicionar la plausibilidad histórica, o la resistencia a reconocer un hecho incómodo para la visión cristiana tradicional) no están determinados por unas circunstancias históricas, sociales o culturales características de unas pocas décadas o de un determinado país. Por esta razón, los intentos contemporáneos de circunscribir ciertas lecturas a ciertas épocas, y de construir sobre tales compartimentaciones una historia de progreso, resultan historiográficamente fútiles.

La próxima semana continuaremos analizando este punto.

Saludos cordiales de Fernando Bermejo
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