Ritos de defensa o “apotropaicos”. La magia en el Antiguo Testamento (IX)

Hoy escribe Antonio Piñero

Los ritos apotropaicos son acciones sagradas con las que el ser humano busca procurarse una defensa efectiva ante el mal. Entre ellos destaca la utilización mágica del poder de la sangre. Aunque los textos bíblicos no lo dicen expresamente, queda claro para cualquier lector avisado que la manipulación cuidadosa de este elemento vital supone la utilización por parte del sacrificador de unas potencialidades supranaturales admirables.

El cordero pascual

El rito más importante del año judío era el sacrificio del cordero pascual. Con él se conmemoraba ciertamente la perpetuación de la alianza entre Yahvé y su pueblo escogido por medio de la rememoración ritual de un pacto del pasado, ratificada por la sangre. Este sentido es primario. Pero la sangre del cordero pascual significa también un elemento de protección: fue así la primera vez cuando el ángel exterminador pasó durante la noche acabando con los primogénitos de los egipcios: la sangre de la víctima con la que se untaban el dintel y las jambas de la puerta principal servían de señal ahuyen¬tadora para que el exterminador pasara de largo (Éxodo 12,29ss), y seguía siendo protector cada año, pues la celebración de la pascua aseguraba la pertenencia al pueblo elegido y ahuyentaba a los enemigos.

En un principio el sacrificio del cordero debió de ser entre los israelitas, como en otros pueblos del entorno, una acción apotropaica con la que en primavera se purificaba la casa y se aseguraba la protección divina para los rebaños. Que el animal sacrificado se imaginaba cargado de poder se deduce también del propio rito: éste prescribía la medida precautoria de evitar el contacto al día siguiente con una materia dotada de poder sobrenatural: era prescripción obligatoria que el cordero se consumiera todo el mismo día. El resto no sería tocado, sino que lo devoraría el fuego, al amanecer (Ex 12, 10). Así se evitaba cualquier profanación de un elemento cargado de poder sagrado.

Al igual que la sangre tiene su importancia en actos mágicos de hoy día que nos son bien conocidos (pensemos en el gallo degollado del candomblé brasileño), encontramos ritos en el libro del Levítico que son restos de usos similares, mágicos, de la sangre. Así –pongamos un ejemplo- el sacrificio por el pecado de un jefe en el capítulo cuarto de este libro (vv. 22-26):

Si es un príncipe el que ha pecado, haciendo por inadvertencia cualquiera de las cosas prohibidas por los mandamientos de Yahvé su Dios, haciéndose así culpable; si se le advierte del pecado cometido, llevará como ofrenda un macho cabrío sin defecto. Impondrá su mano sobre la cabeza del macho cabrío y lo inmolará en el lugar donde se inmola el holocausto ante Yahvé. Es un sacrificio por el pecado. El sacerdote mojará su dedo en la sangre de la víctima, untará los cuernos del altar de los holocaustos y derramará la sangre al pie del altar de los holocaustos. Quemará todo el sebo en el altar como el sebo del sacrificio de comunión. El sacerdote hará así la expiación por él, por su pecado, y se le perdonará.

Obsérvese en este texto, en primer lugar, cómo una acción con resabios mágicos, la imposición de las manos, transmitía por contacto físico el pecado a un macho cabrío que debía ser sacrificado ante el altar. El resto de la acción litúrgica da la impresión de ser una lista de acciones que una vez operadas constriñen a la divinidad para que perdone la ofensa:

"El sacerdote, luego, mojaba su dedo en la sangre de la víctima y untaba con ella los cuernos del altar de los holocaustos, derramando la sangre al pie de este altar..."(v. 25).

Si el que había pecado era el sumo sacerdote, era preciso rociar siete veces el velo del santuario (v. 6), etc.

Si se analiza el término hebreo que expresa la "expiación", kipper, por medio de la comparación con otras lenguas semíticas, el acádico por ejemplo, observamos que el vocablo significaba originariamente "borrar" (en árabe, "cubrir"). Esto indica q parece que se concebía el pecado como una impureza material superpuesta de algún modo sobre el cuerpo del pecador, y se esperaba que la sangre, como elemento sagrado (y mágico), borrara esa mancha del pecado. Naturalmente, el sujeto último de esta acción de "borrar" es Dios: Dt 32,43; Jr 18,23; Ez 16,63; Sal 65,4, o también el sacerdote en Lv 1,4; 16,24.

A la vez, y según la misma concepción, la sangre, que carga de poder vital lo que toca, transmitía al altar y a los cuernos esa fuerza: con ello se fortalecía la santidad del lugar de las ofrendas, pues –como sabemos- la sangre era para los israelitas la portadora de la vida, y ésta pertenecía sólo a la divinidad.

El chivo expiatorio

Los sacrificios del gran "Día de la Expiación", en hebreo Yom kippur, en otoño, cuyas minuciosas prescripciones se hallan consignadas en el capítulo 16 del Levítico, son el testimonio de la amalgama de dos ritos muy antiguos de purificación y expiación, que debían celebrarse uno detrás de otro. Uno se desarrollaba junto a la Tienda de la Reunión -cuyos momentos cruciales eran la imposición de las manos por parte del sumo sacerdote sobre el macho cabrío, cargado con los pecados del pueblo gracias a este acto, y el envío de aquel al desierto, a los dominios del demonio Azazel- y otro, junto al altar.

En este momento y lugar la sangre desempeñaba un papel preponderante: con la sangre de un novillo el sacerdote rociaba siete veces el propiciatorio. Lo mismo ocurría con la sangre de un macho cabrío que se inmolaba a continuación. Y en un tercer momento se tomaba sangre de los dos animales y se untaban con ella los cuernos del altar. Luego, leemos en Lv 16,19, el sacerdote debía realizar sobre él siete aspersiones de sangre y así lo purificaba y lo "separaba de las impurezas de los hijos de Israel". El valor de la sangre, que hoy llamaríamos mágico, queda bien testimoniado en este rito. Con el tiempo, sin embargo, Israel irá distinguiendo entre pura "acción sacrificial", en la que por obra y gracia del rito mágico pasa a la esfera humana el poder divino, y la "acción sacramental", en la que ya no basta el rito en sí mismo, sino que es decisiva para el efecto la pureza del actuante, y en la que se entiende el don de la acción divina como el producto de una voluntad libre y generosa.

Seguiremos con otros temas. Saludos cordiales de Antonio Piñero.
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