La inutilidad de la Ilustración, o el antijudaísmo cristiano

Hoy escribe Fernando Bermejo

Para empezar, un mashal (una parábola).

“Dos personas fueron a la Rothko Chapel a rezar. Una era cristiana; la otra, judía. La cristiana se adelantó hasta el primer banco, se quedó allí en pie con los brazos extendidos, y empezó a decir: ‘Señor, gracias te doy porque me has hecho diferente a los demás: a los ateos, los agnósticos y los descreídos que pueblan el mundo salido de tus manos. Y también te doy gracias por haberme hecho distinto a ese judío, que debe vivir su existencia de modo tan sombrío y depauperado: para él, tú no eres más que una sombra vengativa, y la Ley nada sino una espada de Damocles; incapaz de llevar una espiritualidad satisfactoria, se arrastra por el mundo, errante y sin esperanza. Yo, en cambio, medito sin cesar el Nuevo Testamento, colaboro activamente con instituciones caritativas y sé bien qué son el amor y la gracia’. El judío, por su parte, permanecía junto a la entrada y, sin atreverse a levantar los ojos, así oraba: ‘Señor, perdóname, porque soy un pecador’”.

A lo largo de media docena de posts, mi colega y amigo Antonio Piñero ha ido desgranando una miniserie sobre la religión de Jesús. Los contenidos de esta serie no son en absoluto idiosincrásicos, como lo prueban ya las remisiones de su autor a la obra de G. Vermes. En efecto, la serie de Piñero refleja lo que los autores independientes –sean ateos, agnósticos, deístas, judíos o cristianos con una perspectiva seriamente crítica– han concluido sobre la religión de Jesús. Es, pues, un muy sintético compendio de los resultados de dos siglos y medio de la mejor investigación sobre ese judío galileo. Y son un compendio que se hurta, de entrada, a las sospechas de parcialidad ideológica. Por mi parte, comparto la exposición de A. Piñero.

Por supuesto, uno tiene derecho a exigir más explicaciones, tal como han hecho seriamente algunos de los lectores. Por ejemplo: ¿en qué medida el precepto del amor a los enemigos tal y como parece haber sido formulado por Jesús es derivable de la tradición judía? (Dicho sea de paso: se ha demostrado que lo es, pero para muchos lectores esto es, obviamente, a su vez sólo una afirmación que ha de ser demostrada). ¿No se corre el riesgo de hacer a Jesús de Nazaret indiscernible de cualquier otro predicador judío contemporáneo, y por tanto a dificultar la comprensión de la génesis de los fenómenos cristianos? Estas son preguntas legítimas, a las que ha de responderse. Uno pensaría que las cuestiones de lectores ilustrados serían, todas ellas, de este tenor.

Sin embargo, lo que resulta muy instructivo son, una vez más, los comentarios de algunos de nuestros lectores, que insisten en afirmar cosas como que Jesús “supera la ley judía y las estructuras religiosas en general”, “ha violado la Ley”, crea “una espiritualidad nueva”, o que en los evangelios hay “un espíritu totalmente distinto al del Antiguo Testamento”. Igualmente instructivo es el hecho de que algunos de los comentarios de este tenor citen en su apoyo a teólogos reconocidos como Hans Küng, quien refiriéndose a Jesús afirma –según cita de uno de nuestros lectores– que “queda abolida la presuntuosa religión tradicional de la Ley”. Estas ideas son tanto más instructivas cuanto que no son privativas de tres o cuatro lectores: representan una opinión muy difundida, entre la grey cristiana y entre sus doctores.

Estos comentarios muestran que los teólogos han hecho francamente bien su trabajo. Desde los gabinetes de estudio, las facultades, los Seminarios, las imprentas y los púlpitos, los teólogos y los predicadores (a menudo son las mismas personas) llevan siglos impartiendo las mismas lecciones. El judaísmo es la religión sombría de la Ley; el cristianismo, la religión brillante del amor y la gracia. “Judaísmo malo” y “cristianismo bueno” son expresiones redundantes; por extensión, muchos hallan semejante redundancia en las expresiones “judío malo”, “cristiano bueno”. Todo el mundo sabe que el judaísmo es una religión inferior, y que el cristianismo es una religión superior. Ésta es una lección de cultura elemental.

Ya puede venir el sentido común a mostrar que a priori tales pretensiones son implausibles, y ya puede venir el conjunto de los saberes a demostrar que son refutables a posteriori. Ya puede venir la crítica textual a probar la “corrupción ortodoxa de la Escritura”. Ya puede venir la crítica histórica a mostrar que mucho de lo atribuido a Jesús se le atribuye de manera anacrónica. Ya puede venir la crítica literaria a desvelar las contradicciones entre los textos. Ya pueden venir los descubrimientos de paralelos y fuentes a mostrar la complejidad de la religión judía en el período del Segundo Templo, y la comprensibilidad de la enseñanza del nazareno en la sensibilidad religiosa contemporánea. Ya pueden venir la psicología y la antropología a desvelar los mecanismos de demonización del otro. Ya puede venir la Ilustración a mostrar que la visión cristiana más habitual del judaísmo es una burda caricatura que avergüenza a cualquier amigo de la verdad. De nada sirve. La “enseñanza del desprecio” imprime carácter.

Por supuesto, a mantener las caricaturas del judaísmo, la ignorancia del judaísmo ayuda no poco. La ignorancia del hebreo, el arameo y el griego ayudan. La ignorancia de la historia ayuda. La ignorancia de la literatura rabínica ayuda. La ignorancia de los escritos de Josefo y de Filón de Alejandría ayuda. La ignorancia de los textos de Qumrán ayuda. La ignorancia de la literatura intertestamentaria ayuda. La ignorancia de la historia de las religiones ayuda. Todo esto, ciertamente, ayuda.

Pero no nos engañemos. Se puede ser un gran erudito y razonar mal. Se puede tener un doctorado (y aun dos) y carecer de sentido crítico. Se puede saber arameo y ser un perfecto imbécil. De hecho, el antijudaísmo se reencuentra en los autores a los que muchos veneran como oráculos: no sólo en los Padres de la Iglesia, sino también en los teólogos modernos (y no me refiero a la “morralla racista” de Grundmann y cia, o a los obispos fanáticos, o a los curas de pueblo sin formación). Por supuesto, en los teólogos con clase –los Karl Barth, los Wolfhart Pannenberg, los Hans Küng, los Leonardo Boff, y en otros miles, menos célebres– el antijudaísmo no se manifiesta de manera burda. No, por Dios. Ellos son hombres de ciencia y de mundo. Ellos conocen la Ilustración, y hasta han leído a Horkheimer y a Adorno. Ellos dan conferencias en universidades. Ellos son doctores de la(s) Iglesia(s). Ellos predican la tolerancia. Ellos son lúcidos. Ellos poseen una exquisita sensibilidad moral.

Así pues, en ellos el antijudaísmo aparece de forma muy intermitente y, sobre todo, muy sutil. En medio de tratados sesudos y a veces conmovedores sobre la convivencia, sobre la gracia, sobre la revelación, sobre la liberación humana. Sus caricaturas no son groseras: muchos dirían que son retratos conseguidos y cabales. “Las infidelidades del pueblo judío invalidaron la Antigua Alianza”; “En el mundo que Jesús encontró, los seres humanos estaban bajo el yugo de la religión y de la Ley”; “El judaísmo tenía una concepción enfermiza de su Dios”. Y así sucesivamente. Si las eminencias grises de las Iglesias se bañan sin reparos en el prejuicio y la caricatura, ¿qué no hará la grey…?

Si yo me atreviera a hacer afirmaciones del tipo “el cristianismo es una espiritualidad fosilizada” o “el cristianismo es una religión autocomplaciente y soberbia que se gloría en el concepto de la gracia”, de inmediato me caería encima una avalancha de reacciones indignadas. Algunos lectores se burlarían de mí. Los más vehementes me dirían: “¿Y Vd. pretende ser historiador de las religiones? ¡Vd. no es más que un charlatán!”. Los más cautos me reprocharían sin tapujos mi parcialidad, y me dirían algo de esta guisa: “Puede Vd. tener razón en ciertos casos, pero no es lícito hacer generalizaciones apresuradas”; “No es serio formular un juicio sobre una religión en función de los defectos de que adolecen algunos de sus miembros”. En una palabra, yo me convertiría en el hazmerreír de los lectores. Y con toda la razón.

Con el judaísmo, sin embargo, la vara de medir cambia. Al judaísmo sí se le puede llamar “espiritualidad fosilizada”, “religión autocomplaciente”, “concepción estrecha del mundo y del ser humano”, “visión superficial”. Estas ideas son aceptables para casi todo el mundo: para ello, basta con que no se vean acompañadas de insultos evidentes, con que no aparezcan junto a alguna esvástica o a llamamientos vociferantes en pro de algún tipo de “solución final”. Basta con que se encuentren en algún respetable tratado teológico. Estamos acostumbradas a ellas, y cuánto nos complacen.

Resulta instructivo el hecho de que el amor y la pasión por la verdad que el cristianismo presuntamente inspira se vean refutados de manera tan clara ya en la evaluación que la inmensa mayoría de los cristianos hacen de su religión matriz. Pero no nos esforcemos en cambiar las cosas: como dijo Samuel Sandmel hace ya casi medio siglo, “con aquellos cristianos que persisten en autoengañarse acerca del legalismo judío, la discusión académica resulta imposible”. En el antijudaísmo cristiano se palpan los límites de la Ilustración.

Y cuando no se puede discutir, más vale volver al silencio –o a las parábolas–.

Saludos cordiales de Fernando Bermejo
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