Crucifijos, aconfesionalidad y disparates

Hoy escribe Fernando Bermejo

Hace algunas semanas tuve el placer de participar en Madrid como conferenciante, junto a varios colegas españoles y extranjeros, en unas jornadas académicas sobre “La filiación en la Antigüedad cristiana” organizadas por un Instituto de estudios católico. El ambiente que nos depararon los organizadores fue excelente y cordial, y guardo muy grata memoria de ellos y de esos días. Ahora recuerdo que en algún lugar del salón del Instituto donde se celebraron las jornadas había un crucifijo, aunque me llamó tan poco la atención que hoy no podría asegurar cuál era su tamaño, ni si se encontraba a un lado de la mesa de los ponentes o sobre la pared, presidiendo el salón. En un centro cristiano, la presencia conspicua de un crucifijo es lo esperable. Faltaría más.

Sin embargo, recuerdo muy bien la visita que hube de hacer, hace unos pocos años, a los Juzgados de una ciudad del sur de España. Recuerdo vívidamente la presencia de crucifijos en las salas, así como una vidriera, en la escalinata principal, con una enorme imagen de Jesús con la cabeza adornada con una corona de espinas. También recuerdo nítidamente haber visto, hace varios meses, al nuevo Gobierno de España (Estado aconfesional según el artículo 16.3 de la Constitución) jurar o prometer sus cargos ante una mesa en la que había un gran crucifijo. Recuerdo asimismo haberme preguntado, en ambas ocasiones, cómo se podrían haber sentido en esas dependencias públicas –o al ver el espectáculo de la toma de posesión– los aproximadamente 8 millones de españoles que se declaran agnósticos o ateos o no creyentes o bright, o uno de los aproximadamente 700.000 musulmanes que hay en España, o uno de los ca. 90.000 budistas, o uno de los ca. 30.000 judíos, o algún miembro del resto de minorías religiosas que pueblan nuestro cada vez más heteróclito país, o simplemente cualquier cristiano sensible a la sensibilidad de quienes no comparten sus creencias.

Algunos Juzgados de España o el salón del palacio de la Zarzuela no son, sin embargo, los únicos lugares públicos en los que los crucifijos y otros símbolos religiosos cristianos dominan el panorama. Lo mismo pasa todavía en las aulas de varios colegios públicos, entre ellos en dos de Valladolid: el Macías Picavea y el Isabel la Católica.

Esta situación sorprendió hace tres años a Fernando Pastor, un profesor de Contabilidad, cuando acompañó al colegio Macías Picavea a su hija, que entonces tenía 6 años. La Asociación Cultural Escuela Laica, de la que es portavoz, inició un proceso administrativo, primero, y judicial, después, para acabar con esa situación. Tras más de tres años de esfuerzos –y de enconadas resistencias por parte del consejo escolar del colegio público Macías Picavea–, una sentencia del Juzgado de lo Contencioso nº 2 de Valladolid obliga con su resolución al citado colegio a “retirar los símbolos religiosos de las aulas y espacios comunes”, alegando no sólo la vulneración del principio de confesionalidad, sino también el derecho a no ser discriminado por razón de religión o creencia (art. 14 de la Constitución), arguyendo sensatamente que “la presencia de estos símbolos en las zonas comunes, en el que reciben educación menores de edad en plena fase de formación de su voluntad e intelecto, puede provocar en estos el sentimiento de que el Estado está más cercano a la confesión con la que guardan relación los símbolos presentes que a otras confesiones”.

Como cabría esperar en una sociedad, como la española, en la que la normalidad democrática y la aconfesionalidad real del Estado todavía no han podido ser implantadas, la sentencia del Juzgado de Valladolid ha despertado no pocas reacciones disparatadas.

Una de ellas proviene de uno de esos individuos que aprovechan haber medrado en la Iglesia católica para sembrar sin descanso la concordia entre los españoles. De nombre Antonio Cañizares, este funcionario eclesiástico ha interpretado el fallo judicial, en una homilía pronunciada en la catedral de Toledo la semana pasada, como síntoma de “cristofobia”, añadiendo que “este país está muy enfermo”. Tamaña exégesis le delata, sin duda, como una de las mentes más sanas y egregias de este país, si bien, de entrada, cabría preguntar si este funcionario sabía realmente qué quería decir. En efecto, el término “cristofobia” significa “odio al Cristo”; ahora bien, “Cristo” es un término teológico que implica el reconocimiento del carácter mesiánico de un individuo (en este contexto: Jesús). ¿Cómo es posible que alguien odie a quien considera mesías? Absurdo, ¿no? Quizás, sin embargo, este sujeto no sabe expresarse con propiedad y lo que quería decir es que hay gente que siente fobia por Jesús de Nazaret. Ahora bien, se me escapa quién pueda hoy sentir odio por un judío galileo del s. I, y yo de hecho jamás me he encontrado con individuo alguno que sintiese “jesuofobia”. Así pues, nos tememos que la expresión del mentado funcionario no es más que un disparate, acaso encaminado retóricamente a denigrar a quien no piensa como él atribuyéndole un inexistente odio. Con ello, ese individuo sólo muestra su verdadera calaña.

Cabe preguntarse qué relación intelectual y moral guardan individuos como éste con ciertos padres y madres del colegio Macías Picavea que han desplegando su incivismo acosando e increpando al profesor Fernando Pastor –que no había insultado previamente a nadie–, y logrando que algún compañero de su hija la insultase en clase y le reprochase que los niños van a quedarse sin fiestas de Navidad o Reyes por culpa de su perverso papá. Defendamos la presencia del crucifijo crucificando a nuestros semejantes... ¿O no son quizás nuestros semejantes Fernando Pastor y su hija? Al fin y al cabo, el Diablo y su semilla están abocados a la condenación. ¿Y quién, sino el Diablo, puede odiar a Cristo tanto como para exigir a las autoridades que la Ley y la aconfesionalidad del Estado, recogida en la Constitución española, se cumpla para evitar que alguien se sienta discriminado...?

Otra de las eminencias eclesiásticas de nuestro país, de nombre Braulio Rodríguez y de profesión obispo de Valladolid, ha dictaminado en una carta pastoral que el crucifijo no es sólo un símbolo religioso, sino también “de amor y paz”; más aún, “un símbolo idóneo para expresar el elevado fundamento de los valores civiles que delinean la sana laicidad en el actual ordenamiento jurídico español” (sic). Hermosas y enternecedoras palabras, de las que se sigue que, quien en nombre de la Ley y la igualdad prefiera la ausencia de este símbolo, no sólo muestra su “cristofobia”, sino también su incomprensión del elevado fundamento de los valores civiles y la sana laicidad. Si tal es el valor del crucifijo, ¿a qué espera este sabio prohombre para emprender una campaña (mejor dicho: una cruzada) para su implantación, no sólo en las aulas, sino también en los cines, los teatros, los museos, las discotecas, los garajes y las señales de tráfico…? El incremento de la conciencia nacional en torno al fundamento de las virtudes públicas quedaría de este modo sumamente garantizado, y el Amor y la Paz calarían más hondo en nuestros corazones. Claro que a uno podrían caberle dudas acerca de las virtualidades virtuosas del crucifijo, teniendo en cuenta no sólo que en su nombre se ha masacrado a millones de personas a lo largo de los últimos 17 siglos, sino también que en su nombre se ha producido el cobarde acoso a un padre y su hija.

Pero la sensibilidad y la inteligencia no son patrimonio únicamente del alto clero. Así, el consejero de la Presidencia y portavoz de la Junta de Castilla y León –tras haber declarado que no se presentaría recurso de apelación contra la mencionada sentencia del Juzgado nº 2– ha anunciado ahora la presentación de un recurso, exhibiendo fotografías de la toma de posesión del presidente José Luis Rodríguez Zapatero y miembros de su gobierno. Incurriendo en la falacia del tu quoque (“tú también”), en lugar de solicitar la supresión de símbolos religiosos en la toma de posesión de los miembros del Ejecutivo –que ciertamente muestra que el Gobierno de España no está siendo coherente con el principio de aconfesionalidad del Estado–, el político de marras ¡utiliza un caso de vulneración del principio de aconfesionalidad como coartada para justificar que se produzca otro! El Arzobispado de Valladolid y algunos sectores integristas del catolicismo patrio parecen haber instigado el cambio de opinión de la Junta y de la presentación de este recurso.

Aunque en los programas iconográficos de los sarcófagos a partir del s. IV comienzan las representaciones de la pasión de Jesús (como su arresto o la aparición ante Pilato), la crucifixión como tal está conspicuamente ausente en el arte antes del s. V, al parecer porque tal imagen fue considerada inquietante o políticamente incorrecta. Desde el s. V, sin embargo, el uso del crucifijo se extendió en el uso cristiano cada vez más, y desde hace siglos España está plagada de ellos. Hoy en día hay cientos de miles, si no millones, a lo largo de la geografía nacional: en catedrales, iglesias, encrucijadas, valles, cimas de montañas, carreteras, y también en salones de plenos de ayuntamientos, cuadros y esculturas, por no hablar de libros o de joyas... Que sepamos, y a diferencia de lo que ocurrió cuando la facción victoriosa del cristianismo tomó el poder –cuando turbas cristianas guiadas por obispos y monjes destruyeron sin piedad estatuas, templos, libros y personas del “paganismo”–, nadie ha emprendido en los últimos años cruzada alguna en nuestro país para acabar con los crucifijos, y es previsible que nadie en su sano juicio la emprenda.

No obstante, algunos funcionarios eclesiásticos y sus acólitos, acostumbrados como están a pontificar a diestro y siniestro –para algo se consideran Administradores del Misterio–, no se paran en barras. Además de los mencionados disparates, algunos han proclamado que los crucifijos “ni ofenden ni pueden ofender a nadie”; otros han pontificado que los crucifijos sólo molestan “a unos pocos”; otros han especificado que los crucifijos “sólo ofenden a cuantos quieren que el Estado se convierta en un nuevo dios, con poder absoluto sobre las almas” (Juan Manuel de Prada, en L’Osservatore Romano, dixit). Este escritor, cuyo florido verbo no es obviamente garantía ni de la racionalidad de sus creencias ni de la sensatez de sus juicios, parece sugerir que el juez que dictó la sentencia debe de ser uno de estos estatólatras, si es verdad, como ha añadido, que “de un tiempo a esta parte, en España la ola de odio hacia la Casa de Dios se ha enmascarado de judicialidad, sustituyendo el enconamiento cruento de otra época no tan lejana con una apariencia más sibilina y aséptica” (sic).

Es obvio para cualquiera que no desprecie la realidad empírica que hay una parte considerable de la ciudadanía para la cual los crucifijos no son un símbolo de amor y paz, sino de algo diferente –e incluso de todo lo contrario–, y que considera incoherente y negativo su despliegue en un edificio público. Decir que estas personas no existen o son muy pocas es un simple embuste, y decir que son una suerte de adoradores del Estado es una insensatez mayúscula, que sólo una cerril irracionalidad puede generar. Por lo demás, ni Fernando Pastor ni nadie parece haberse molestado por la mera visión de un crucifijo, sino por la presencia de un crucifijo en determinados lugares públicos en que a su juicio (y según los principios de un Estado aconfesional) no debería estar. Claro que tales distingos, para los fanáticos, resultarán en demasía sutiles.

Que algunas personas –molestas o no por la presencia de crucifijos (pero también por la de cualesquiera otros símbolos sectarios, religiosos o no) en lugares públicos– insten a las autoridades a hacer cumplir la Ley no implica en absoluto falta de respeto a esos símbolos, sino sólo la oposición a su imposición; esas iniciativas demuestran simplemente la conciencia cívica de estas personas y su firme interés en que el espacio público, exquisitamente neutral y libre de símbolos partidistas, sea realmente un espacio de todos. No de unos cuantos, ni siquiera de la mayoría, sino de todos. Éste es el objetivo de Fernando Pastor y la Asociación Cultural Escuela Laica, que por ello merecen, como mínimo, el respeto y el reconocimiento de la ciudadanía.

El intento de hacer ver en estas iniciativas una prueba de “odio” o “cristofobia” sería sólo una solemne memez, si no fuera también muestra de un cinismo indecente. Pero este indecente cinismo es instructivo, pues prueba por enésima vez cuál es el verdadero alcance del “respeto” que sienten buena parte de los jerarcas eclesiásticos de este país y sus acólitos por la libertad educativa y por la aconfesionalidad del Estado. De hecho, los herederos institucionales, intelectuales y morales de la Inquisición están teniendo la ridícula desfachatez de intentar dar lecciones a la ciudadanía sobre lo que ellos llaman “una sana laicidad”. Ya sabemos que la laicidad, a secas, es para tales sujetos una cosa muy pero que muy mala. La laicidad tiene que ser “sana”, es decir, lo que ellos, como excelentes médicos de las almas que son, entienden por “sana” (y que incluye, por supuesto, el mantenimiento del control social por parte de las jerarquías eclesiásticas, y de sus seculares privilegios y prebendas). Lástima que haya también en esta sociedad bastantes elementos para los cuales esa “sana laicidad” sea una laicidad ya incurablemente enferma.

Si de lo que se trata –como también dicen– es de no olvidar las raíces cristianas de Europa, nadie debería preocuparse lo más mínimo, pues de crucifijos, iglesias y símbolos cristianos España y el mundo están literalmente plagados y seguirán estándolo (además, pueblos, calles, plazas, colegios y hospitales por doquier llevan el nombre de vírgenes y santos; y, por si fuera poco, los jerarcas católicos salen de vez en cuando en manifestación a recordarnos a todos lo mucho que mandan).

Aunque, si de lo que se trata es de no incurrir en este país en “amnesia” o “necrosis cultural” (De Prada dixit), deberíamos añadir en los lugares públicos también una estrella de David y una menorah, una portada del Corán y una media luna, y desde luego también imágenes, al menos, de Sócrates, Platón y Aristóteles. ¿O quizás el interés de algunos por que los demás no olvidemos las raíces de nuestra cultura no llega tan lejos…?

Extraña sobremanera que, para enfatizar las grandes virtudes del crucifijo y contrarrestar tanto olor a azufre, los Administradores del Misterio y sus más dóciles satélites no hayan traído todavía a colación la conmovedora historia de Marcelino Pan y Vino. Es lo único que nos falta. Qué cruz más grande nos ha caído encima, Señor.

Saludos cordiales de Fernando Bermejo (y un abrazo para Fernando Pastor, su hija, su mujer, y la ACEL)
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