Las mujeres en los Hechos Apócrifos de los Apóstoles



Hoy escribe Gonzalo del Cerro

La conversión y la castidad (1)

En la enumeración de las "funciones" que componen las "historias de castidad", una de las fundamentales es la conversión de las mujeres a la continencia en virtud de la predicación del Apóstol. Ya hemos constatado que los Hechos Apócrifos tienden al rigorismo en materia de conducta sexual. Es una de las características comunes a todos los cinco grandes Hechos Apócrifos primitivos. Pero podemos conceder que se trata de una actitud propia de otros escritos cristianos, y representa posiblemente una reacción a las conductas paganas. El punto de partida lo tenemos en la intervención de Santiago en el Concilio de Jerusalén. "No hay que sobrecargar, decía, a los gentiles que se han convertido a Dios. Pero deben abstenerse de la contaminación de los ídolos, de la fornicación (porneia), de lo ahogado y de la sangre" (Hch 15, 19-20).

Por indulgencia para con la mentalidad hebrea los Apóstoles recomendaban a los nuevos cristianos que se abstuvieran de ciertos comportamientos especialmente odiosos para los cristianos procedentes del judaísmo. Era una preocupación recurrente en los escritos de los Apologetas del siglo II. San Justino la expresa en su Apología I 14, 2. Y la desarrolla con un caso práctico en su Apología II 2, 1-18. "Todas nuestras mujeres son castas", proclamaba rotundamente Taciano en su Discurso contra los griegos 33. Para Atenágoras, "vivir en virginidad o en castración (espiritual) acerca más a Dios". Incluso defendía la monogamia con la peregrina opinión de que el que se casa por segunda vez, aunque sea porque ha muerto su mujer, "es un adúltero disimulado" (Legación en favor de los cristianos, cap. 33). Teófilo de Antioquía recuerda que la pureza para los cristianos es no solamente "no pecar de obra, sino tampoco de pensamiento" en conformidad con la palabra del Evangelio (III Libro a Autólico, 13). El mismo Tertuliano, contemporáneo de los grandes Hechos Apócrifos, defiende la doctrina sobre la castidad desde puntos de vista más bien estrictos. Recordamos, entre otras obras de Tertuliano, su De pudicitia, De monogamia, De exhortatione castitatis, De cultu feminarum, etc.

El Pastor de Hermas, obra de mediados del siglo II, tiene una cierta obsesión por la virtud de la castidad desde el principio de la Visión I. Cualquier mirada o pensamiento pueden representar una actitud pecaminosa para el cristiano. Entre las virtudes que sostienen la torre (la Iglesia) está la continencia (enkráteia), que es hija de la fe. En el apartado de los Mandamientos, enumera en el cuarto lugar la castidad, pero se refiere a la mujer ajena, a la fornicación (porneia). Más adelante, en el Mandamiento VIII recomienda abstenerse de cometer adulterio. Y en el XII vuelve a recurrir al tema de la mujer ajena. La castidad, pues, en el Pastor nada tiene que ver con la actitud extrema de los encratitas.

En los Padres que tratan el tema de la Ciudad de Dios, encontramos ciertos perfiles que justifican su denominación de ciudad. En ella hay un rey, una curia, unas leyes, unas crónicas y unos ciudadanos que poseen el título de empadronamiento. (San Agustín, Enarratio in psalmos 9, 1. 8 (PL 36, col. 120); Ciudad de Dios, XV 8, 2. Cf. Clem. Alej., Protréptico, X 108, 4-5) Entre los grados de aprecio y prestigio ocupan lugar privilegiado los que practican la virginidad. La razón la da Clemente Romano al comentar que su vida es la más parecida a la eterna con Dios en la ciudad celestial del eterno descanso (Clem. Rom., Ep. 1ª ad uirgines, IX 2).

Sin embargo, reiteramos y debemos dejar claro que las actitudes heréticas en el sentido de condicionar la salvación a la castidad perfecta no aparecen nunca en boca de los apóstoles de los Hechos, sino en labios de personas hostiles interesadas en exagerar y distorsionar el tema para provocar la perdición de los presuntos responsables. Las mujeres conversas a la vida de castidad tienen como objetivo una vida pura para servir solamente a Dios (HchAnd 14). Es verdad que Andrés se esfuerza en mantener a Maximila libre de las exigencias de Egeates como si le fuera a él la vida en el lance. Pero nunca se expresa la conexión de la castidad perfecta con la salvación, por más que las relaciones matrimoniales sean calificadas de forma exageradamente negativa (HchAnd 39-41).

El primer suceso narrado en los Hechos Apócrifos de Juan (19-25) es la resurrección de los esposos Licomedes y Cleopatra. El prodigio está adobado con reflexiones un tanto prolijas. Pero todo termina sin que se exija a los esposos resucitados ningún cambio de conducta en su vida privada. El relato no dice nada de una predicación de Juan sobre la castidad, a la que habría asistido Cleopatra. Tampoco se dan noticias sobre una conversión especial en ese sentido. El texto no dice nada de que el matrimonio hubiera modificado sus hábitos conyugales.

De Drusiana, en cambio, sabemos que fue encerrada en su sepulcro por negarse a mantener relaciones con su marido Andrónico, cuando éste no era lo que fue después (HchJn 63). Andrónico fue en otro tiempo hostil a Pablo y pensó que sus prodigios se debían a efectos mágicos. Pero su conversión debía de estar narrada en la gran laguna del capítulo 37 de los HchJn. Porque cuando Juan regresó de nuevo a Éfeso, se dirigió a la casa de Andrónico donde solía alojarse (HchJn 62). La laguna nos ha privado de conocer con detalles el proceso de aquella conversión. Pero sí podríamos reconstruirlo con los pasos conocidos en los casos de otras mujeres señeras. Escuchó la predicación de Juan, se convirtió a la castidad, tuvo serios conflictos con su marido, "el hombre más importante de Éfeso", quien la castigó a morir encerrada en un sepulcro con el Apóstol. La liberación prodigiosa pudo ser la causa de la conversión de Andrónico. Porque el hecho es que, recuperado el hilo del relato, Andrónico es un discípulo incondicional de Pablo. Con ello se cierra el círculo de las "funciones" de los casos típicos de las mujeres estelares en los Hechos Apócrifos. El narrador nos cuenta que Drusiana se había separado del marido "para servir en el temor de Dios", no para conseguir la salvación.

Pero si Juan no exigía la renuncia al matrimonio, la aceptaba de buen grado. Confesaba, incluso, que su estado de virginidad se debió a una gracia especial del Señor que le puso reiteradamente impedimentos para que no contrajera matrimonio como pretendía. La mentalidad de Juan cambió hasta el punto de que le resultaba desagradable simplemente el hecho de mirar a una mujer (HchJn 113).

Saludos cordiales y Felices Reyes. Gonzalo del Cerro
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