“De la metáfora a la narración”. Sobre un libro de Julio Trebolle (5) (100-02-E)

Hoy escribe Antonio Piñero

Escribe nuestro autor -en el libro que comentamos "Imágenes y palabra de un silencio", que el “camino de los textos literarios, y en particular de los bíblicos, conduce del símbolo y de la imagen a la metáfora, y seguidamente, a la narración” (p. 185). Es éste un capítulo “aluvión”, muy rico en datos, -y como todo terreno de aluvión-, también muy fecundo. Creo que su mejor comentario es probablemente el señalamiento de su rico contenido.

Comienza con el estudio de la imagen divina en la Biblia hebrea, en el que se constata que la imaginería de los textos del antiguo Oriente ilumina de modo extraordinario los pasajes bíblicos: las metáforas antromopomorfas del rostro divino (que tiene nariz, ojos, oídos, brazos y manos, etc.) son similares a las que se encuentran por doquier en los pasajes paralelos de la literatura mesopotámica. Así, la imago Dei, la imagen de Dios, es en definitiva el hombre mismo, varón y mujer: el “Génesis democratiza así una figura propia de la ideología monárquica” (p. 198) ya que en las otras culturas orientales suele ser sólo el rey el trasunto de la divinidad.

El imaginario de los cielos -el caos primordial; crear es “separar y juntar” (por ejemplo, las aguas); la división del universo en cielos, tierra y abismos; el círculo cósmico y las columnas del cielo y de la tierra; el firmamento; las puertas y ventanas del palacio templo celeste- recibe aquí su explicación oportuna. Es una auténtica delicia repasar ahora, desde el punto de vista de la literatura comparada, lo que al menos mi generación aprendió de niño en los libros de “historia sagrada”. Lástima que los planes educativos la hayan eliminado.

La mitología mesopotámica y cananea desarrolla también ampliamente los temas de la “asamblea de los dioses”, los ejércitos celestiales, el rey de reyes (Yahvé en este caso) y el trono divino. Todos estos mitos encuentran cumplida representación en la Biblia y se aclaran por la comparación.

Los motivos del ascenso a los cielos y la entronización de los seres humanos me parecen particularmente interesantes desde el punto de vista de los restos de la divinización de humanos en el judaísmo, pues ilumina un proceso que me parece claro que acontece en el Nuevo Testamento: la divinización del hombre Jesús, tal como se muestra en el elenco de textos del Apocalipsis, de los evangelios de Mateo y de Marcos, de la Carta a los hebreos. A pesar de los constreñimiejntos impuestos por un rígido monoteísmo, hay un cierto hueco en el pensamiento judío para una suerte de "semidivinización", una apoteosis del ser humano.

La entronización en el cielo y el sentarse junto a Dios “forma parte del imaginario del mesianismo de una época en la que eran frecuentes los relatos de ascensos a los cielos” (p. 219). En este apartado Trebolle efectúa un interesante repaso, o visión de conjunto, de pasajes bíblicos (salmos; Libro de Daniel; apoteosis relativa de Moisés en el Éxodo) y de los apócrifos y similares (Libro de Henoc; diversos textos de Qumrán; Ezequiel el trágico; Testamento de Abrahán; Oración de José) que apuntan cómo de algún modo se prepara dentro del judaísmo la posibilidad de que en los siglos I y II se considere que hay “un segundo poder en el cielo”, es decir, se barrunte la idea de un desdoblamiento de la Divinidad de algún modo: la posibilidad de concebir que existe un Logos divino con cierta autonomía. El terreno se preparaba para el cristianismo:

Los textos citados moldean las expresiones que en el Nuevo Testamento servirán para narrar el “descenso” de Cristo a la tierra mediante la encarnación, a los infiernos tras su muerte, así como su “ascensión” a los cielos. Los relatos neotestamentarios son más parcos que los apócrifos, manteniéndose en un nivel más teológico, aunque expresado mediante la imaginería conocida por la literatura de la época (p. 221).


Este denso e interesante capítulo se complementa con la descripción del ámbito de la “geografía” de la muerte, el imaginario de los infiernos y el descenso al “país sin retorno” en donde el lector vuelve a sentir que antiquísimas tradiciones orientales vuelven a ser recogidas por las tradiciones judía, cristiana y musulmana, cada una a su manera.

Afirma aquí Trebolle que:

una de las diferencias más significativas entre el judaísmo y el cristianismo, tanto o más que el interdicto de la sangre en el Antiguo Testamento frente al beber el vino ‘convertido en la sangre de Cristo’, es la que convierte al sepulcro de Cristo en un lugar sagrado, frente a la concepción judía según la cual el simple contacto con un cadáver… ocasiona impureza ritual […] Puede resultar sorprendente el contraste entre el proceder de Jesús de Nazaret y el de los cristianos más tarde. A juzgar por los datos de los evangelios, Jesús no pisó jamás la ciudad de Tiberíades, la capital de Galilea, muy próxima a su centro de operaciones en torno a Cafarnaún. La razón de ello parece haber sido el hecho de que la ciudad construida pocos años antes por Herodes Antipas [no el Grande como afirma nuestro autor por mero lapsus] en honor de Tiberio, se alzaba sobre una antigua zona de tumbas, lo que la hacía impura a los ojos de los judíos quienes se abstenían de enterar en ella. Tras la muerte de Jesús, los cristianos convirtieron su sepulcro y el de los mártires en lugares de peregrinación y culto (p. 229).


Creo que habría que precisar aquí dos cosas:

A. que la veneración de la sepultura de Jesús no correspondió históricamente a los cristianos de Jerusalén, miembros de la primera comunidad, sino a cristianos de época bastante posteriores al año 70, que eran ya la mayoría de extracción pagana. Hay una línea de interpretación del Nuevo Testamento que sostiene que las críticas de Jesús a la veneración de las tumbas de los profetas (“¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, porque edificáis los sepulcros de los profetas y adornáis los monumentos de los justos”: Mt 23,29) es un reflejo del rechazo de la comunidad primitiva a venerar tanto las tumbas de éstos como la de Jesús, al que veían ya exclusivamente como el “Resucitado” y el “Viviente”.

B. Que el oportuno argumento ofrecido por Trebolle sobre la piedad judía de Jesús y su observancia de la ley mosaica –aparte de las grandes dificultades de que la Última Cena haya sido una cena pascual, como señalan muchos investiogadores- es uno de los argumentos fuertes en la discusión sobre si Jesús instituyó o no exactamente la eucaristía tal como se afirma en la tradición.

En efecto, aceptar la eucaristía tal como lo presentan Pablo y los Evangelios supone romper todos los esquemas sacramentales del judaísmo. Éste no tenía propiamente en el siglo I ninguna concepción parecida a la de “sacramento” que desarrollarán más tarde los cristianos pasado el tiempo, pero sí la idea básica: toda acción que conllevara el perdón, la gracia divina o la presencia divina había de hacerse en el Templo y por medio de los sacerdotes de la estirpe de Aarón y Sadoq. Segundo: en el judaísmo no cabe ni por asomo la idea de la “comunión o ingestión del dios”. Y la eucaristía cristiana, con su ingestión de vino y pan como sangre y cuerpo de Cristo se parece muchísimo a este concepto.

De ello pueden deducirse dos cosas:

1. Como parece probado por la investigación sobre el Jesús histórico que éste jamás rompió los lazos con el judaísmo, ni se le ocurrió fundar religión nueva alguna (opino que Trebolle está de acuerdo con ello), resulta bastante improbable que fuera él el que instituyera un rito, la eucaristía tal como la interpreta Pablo; no, por ejmplo, como la ven los Hechos de los apóstoles y la "doctrina e los doce apóstoles" (la Didaché) que rompía los moldes del judaísmo.

2. Que los judeocristianos que frecuentaban continuamente el Templo y observaban la Ley, es decir, los cristianos primitivos dibujados en los Hechos de los Apóstoles, no podían a la vez ser piadosos judíos y participar en una eucaristía paulina. También ellos romperían con el judaísmo…, y sabemos con toda seguridad que eso no fue así en absoluto. Por ello los Hechos de los apóstoles no hablan más que de una mera "fracción del pan" como recuerdo de Jesús.

El argumento se complementa por un análisis de 1 Corintios 11,23, pasaje que comienza así: “Porque yo recibí del Señor lo que os he transmitido…”.

Aquí, a pesar del uso de “recibir/transmitir” (paralambánein/paradidónai) no se refiere el Apóstol a una tradición comunitaria, sino a una revelación del Señor, al igual que el comienzo del tratado Abot (“Padres”) de la Misná,

Moisés recibió (qibel/paralambánein) la Torá (la Ley) del Sinaí (es decir, de Dios) y la transmitió (masar/paradidónai) a Josué, Josué a los ancianos, los ancianos a los profetas…”


no se refiere evidentemente a ninguna tradición comunitaria. Moisés recibió la Ley no de la comunidad, sino de “manos de Dios” en el Sinaí. Pablo igualmente: recibe del Señor, por una visión, como su evangelio, la interpretación profunda de la Última Cena y la transmite a sus comunidades. Este es el punto de vista que recoge Marcos, un evangelista de mentalidad teológica paulina, y tras él Mateo y Lucas.

Algún otro día trataremos más ampliamente este tema que he tocado en el libro La verdadera historia de la Pasión, (Edaf, Madrid, 2008) como recordaran algunos lectores.

Saludos cordiales de Antonio Piñero.

www.antoniopinero.com





ANUNCIO DE CONFERENCIA
(para los que viven en Madrid)

El grupo Hepta, dentro de su ciclo habitual de conferencias, ha programado una para el próximo día 2 de febrero, lunes, con el título de:

"Judas Iscariote, ¿un enigma resuelto?",

a cargo del Prof. Dr. Antonio Piñero.

La conferencia se celebrará en el Colegio Jesús y María, c/ Juan Bravo, 13,

Metro Velázquez, salida, Juan Bravo.

A las 19.30 horas.

Desgraciadamente hay que cobrar entrada para todos los gastos de organización:

El precio de la entrada a dicha conferencia es de 9 Euros que se abonan en la entrada.
Volver arriba