“El más allá. La resurrección” (100-02-G)

Hoy escribe Antonio Piñero

Comentamos “Imagen y palabra de un silencio”, un libro de Julio Trebolle (VII)

En este capítulo, el quinto de su libro, que lleva el título “Ideas y creencias”, Trebolle nos cuenta el gran salto que efectúa la religión judía en época helenística en el ámbito de los temas teológicos que afectan al mundo del más allá: la retribución en una vida que no es de este mundo –que implica la aceptación de la existencia del alma- y sobre todo la creación de un concepto totalmente nuevo en las religiones de su entorno: la creencia en la resurrección de los cuerpos.

Después del exilio en Babilonia,

La religión de Israel dio entonces un salto a la creencia en la resurrección que, más allá de todos los parecidos posibles con creencias existentes anteriormente, representa algo nuevo en la historia de las religiones. La idea de la resurrección nada tiene que ver con la inmortalidad, aunque las dos hayan podido confluir en las síntesis de judaísmo y cristianismo hicieron de la fe bíblica y el pensamiento griego. Se nutre de una larga experiencia colectiva e individual de exilio y desventura, pero también de ansias de restauración y de una esperanza utópica (p. 247).


El salto señalado por Trebolle es notable, puesto que es bien sabido –y él se encarga de ponerlo de relieve rotundamente- que la “Biblia hebrea o el Antiguo Testamento es el libro de una religión de más acá y del aquí abajo. El Seol [por cierto, Seól no puede estar acentuado así en lengua española; las oxítonas sólo se acentúan cuando terminan en –n o en –s] apenas asoma, menos todavía el cielo como morada de los justos. El horizonte de la vida es el que media entre el nacer y el morir, y no hay otro” (p. 243), es decir, dicho en román paladino, que para un judío cuando termina la vida en este mundo se acaba todo.

Una prueba de este hecho, que diferencia al judaísmo de las religiones del entorno, por ejemplo, Egipto, Mesopotamia y Canaán, es la renuencia absoluta a divinizar a los monarcas difuntos:

“La visión final del profeta Ezequiel excluye del nuevo templo de Jerusalén las estelas o lápidas mortuorias de los reyes” (p. 244)


Trebolle insiste, como la inmensa mayoría de los tratadistas, que en el Antiguo Testamento hay notables indicios de antecedentes, o de impulsos previos, de la idea de la resurrección como tal. Tales son ciertos relatos de curaciones de Elías y Eliseo (1 Reyes 17,17-24 + 2 Reyes 4,31-37; 13,20-21), la visión de los huesos redivivos del profeta Ezequiel, 37, 1-14, Isaías 26,19 (texto tardío, no procedente de la pluma del profeta original, del siglo VIII a.C.), etc.

Pero verdaderamente lo que impulsa la idea de la resurrección fue la necesidad muy sentida entre los justos de Israel de una retribución divina, completa y adecuada, a la actuación de los impíos en esta vida y al sentimiento de fracaso del justo oprimido. La idea de retribución propia de la religión tradicional israelita era que la sanción divina a los buenos y malos se llevaba a cabo en esta vida mediante premios y castigos, aquí y ahora, y la transmisión a los hijos de la culpa de los padres.

En mi opinión, si Israel hubiera estado encerrado en sí mismo, en el sentido de que la cultura griega -expandida por las imponentes de la expedición de Alejando Magno a Asia que condujeron enseguida a que Israel entrara dentro de la órbita del Reino de los Ptolemeos en Egipto y luego del de los Seléucidas de Siria- no le hubiera afectado, la evolución hacia las concepciones de la resurrección habría sido mucho más lenta, aunque probablemente alguna vez se habría producido.

Ahora bien, al expandirse por Israel el concepto griego de la inmortalidad del alma, y sus consecuencias de una posible vida de ultratumba y de una justicia divina plena y perfecta en el más allá, los piadosos judíos intuyeron con rapidez que estas ideas encajaban estupendamente con su ideario teológico, aún imperfecto, de la retribución por parte de Yahvé de los méritos de los justos. Tal ideario complementaba, enriquecía y redondeaba su religión, deficiente en cuanto a las concepciones sobre el más allá.

La aceptación de la inmortalidad del alma conllevaba un cambio fuerte, al menos de acento, en la tradicional concepción antropológica hebrea (el hombre como unidad indisoluble de cuerpo y hálito vital). De un cierto “monismo” se pasó a aceptar –al menos confusa e imperfectamente- la ya tradicional división griega de cuerpo y alma como componentes de un ser humano complejo, compuesto de partes separables.

Este cambio de perspectiva antropológica se complementó dentro del judaísmo, sobre todo por piadosos fariseos, con esa concepción nueva de la resurrección del cuerpo: en contra de la opinión general de los griegos, pensaron los judíos más religiosos que en la vida de ultratumba no habría de participar sólo el alma de los humanos (para los judíos esto supondría una mutilación del hombre tal como había sido creado por Dios en este universo), sino también su cuerpo.

Esta idea horrorizó en principio a los griegos que tardaron siglos en aceptarla. Tarde o temprano la admitieron, pues se vio que, así como el cuerpo había participado con el alma tanto en la comisión de obras buenas como de malas, era justo que tomara parte también de los premios y castigos debidos a tales obras.

Y aquí es donde encaja lo que afirma el autor cuya obra comentamos, que la creencia en la resurrección se nutre de “una larga experiencia de exilio y desventura”, gracias a la cual la teología judía cambió la antigua e imperfecta idea de la retribución divina en esta vida, por otra más compleja.

En una suerte de apéndice a este capítulo 5 de la obra que comentamos, “El descenso de Cristo a los infiernos”, señala Trebolle con razón que la creencia de la resurrección de Cristo en cuerpo y alma a los cielos conlleva como una suerte de contrapartida lógica el descenso del mismo a los infiernos: no sólo las almas de los justos del Antiguo Testamento son rescatadas por el Cristo, sino también sus cuerpos, que ascienden con el Resucitado al paraíso para disfutar allí completamente.

Igualmente señala el autor -al menos de un modo indirecto, creo interpretar- que el judeocristianismo, con un componente griego más acusado, concibe a menudo la resurrección más como una “exaltación” a los cielos que como una "resurrección", concepto que conlleva un mayor hincapié en el cuerpo.

Sin negar este extremo, por supuesto, debemos señalar que el culto temprano al Viviente resucitado junto al Padre por parte de los judeocristianos desde finales del siglo I, testimoniado ya en el Apocalipsis, evita el hacer hincapié en el componente corpóreo del Redentor ya en los cielos. Al adorarlo más espiritualmente, algo así como un ángel supremo, o el Verbo de Dios que está a su lado, se facilitaba la creencia en “dos poderes en el Cielo”, sin que en principio pareciera menoscabarse el monoteísmo estricto.

Ciertamente, escribe el autor:

“Las imágenes y símbolos de las primeras fuentes cristianas a la hora de expresar la exaltación de Cristo a los cielos no son los de las religiones helenísticas de misterios, sino los de la tradición judeocristiana, que se apropia de las angelofanías judías” (p. 255).


Esto supone una cristología un tanto primitiva -que luego evolucionará a veces en líneas un tanto contradictorias entre sí- que podemos denominar “cristología angélica”, de la que da testimonio indirecto ya el comienzo de la Epístola a los hebreos (1,5-8):

“En efecto, ¿a qué ángel dijo alguna vez: Hijo mío eres tú; yo te he engendrado hoy; y también: Yo seré para él Padre, y él será para mi Hijo? Y nuevamente al introducir a su Primogénito en el mundo dice: Y adórenle todos los ángeles de Dios. Y de los ángeles dice: El que hace a sus ángeles vientos, y a sus servidores llamas de fuego. Pero del Hijo: Tu trono, ¡oh Dios!, por los siglos de los siglos, y El cetro de tu realeza, cetro de equidad”.


Saludos cordiales de Antonio Piñero.

www.antoniopinero.com
Volver arriba