VII DOMINGO DE PASCUA. LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR A LOS CIELOS
(Act 1, 1-11; Sal 46; Ef 1, 17-23; Mt 28, 16-20)
LLAMADAS
“-No os alejéis de Jerusalén; aguardad que se cumpla la promesa de mi Padre, de la que yo os he hablado. Juan bautizó con agua, dentro de pocos días vosotros seréis bautizados con Espíritu Santo.” (Act 1, 4-5)
“Que el Dios del Señor nuestro Jesucristo, el Padre de la gloria, os dé espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo.” (Ef 1, 17)
“Sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20).
PROMESAS
Es el momento de la esperanza. Jesús se ha acreditado. Él es el mismo que murió, resucitó y asciende a los cielos. Las señales de su Pasión, los encuentros con sus discípulos, la transformación de los Apóstoles, demuestran la verdad de Cristo resucitado. En él se han cumplido todas las profecías.
Si lo que dijo Jesús, antes de padecer, se ha cumplido, también se cumplirán las promesas que hizo a los suyos, antes de desaparecer de su vista, a los cuarenta días de Pascua.
Entramos en la semana del Cenáculo; en el Adviento del Espíritu; en los días de oración ecuménica; en la expectación de los dones del Consolador, del Abogado defensor, del Amigo del Alma, que es el Espíritu Santo.
Hemos acabado, providencialmente, el mes de Mayo, y María sigue con nosotros durante toda esta semana. Ella se suma a la oración de toda la Iglesia, para que acontezca el Pentecostés que necesitamos.
Necesitamos los dones del Espíritu: Sabiduría, Consejo, Entendimiento, Ciencia, Piedad, Fortaleza, y Temor de Dios. Y nuestra necesidad no se queda en anhelo añorante. Jesús ha comprometido su palabra de enviarnos su Espíritu.
La Ascensión del Señor potencia la posibilidad de sabernos acompañados por Él. Gracias a su promesa no tenemos la nostalgia de verlo. Él se hace presente con la efusión consoladora, que nos permite reconocer su voluntad, y el camino por el que debemos seguir.
Jesucristo nos dejó a su Madre, nos regala su Espíritu, y sigue con nosotros de muchas maneras. Su Palabra es viva; en el sacramento de la Eucaristía permanece la presencia real de Cristo, y sale a nuestro camino en cada acontecimiento y persona, con tal de que lo reconozcamos. Para ello necesitamos en nuestros ojos la claridad para ver todo desde la fe, desde la sabiduría divina.
¡Ven, Espíritu Santo! Infúndenos la luz suficiente para que reconozcamos en todo la presencia del Resucitado. Y nos movamos hacia el bien.