DOMINGO 3º DE PASCUA (14 abril 2013)

En la eucaristía nos postramos ante el “Cordero degollado”

Introducción:“... se postraron ante el que vive” (Apoc 5,11-14)
Los capítulos 4 y 5 son una introducción a la interpretación profética de la historia que pretende Juan en la segunda parte del Apocalipsis (4,1-22,5). En estos capítulos sostiene que la historia sólo tiene sentido desde la vida de Jesucristo. “Todo lo que va a suceder” sólo se descifra desde la providencia y sabiduría de Dios, manifestadas en Jesús, muerto y resucitado, el Cordero en pie, aunque parece degollado.

Juan siente que “la voz potente como una trompeta” (Jesús) le invita a subir al cielo, donde habita la divinidad. Describe el cielo con rasgos del templo de Jerusalén: un trono resplandeciente en que Dios se sienta, rodeado de sacerdotes, ancianos, ángeles, lámparas espirituales... (Cap. 4). “El que está sentado en el trono” (Dios) tiene un rollo escrito por las dos caras y sellado con siete sellos. Es un modo de aludir al proyecto de Dios, mantenido en secreto y revelado por Jesús (Rm 16, 25; Ef 1,9; 3,5.9; Col 1,26). Juan imagina “un ángel vigoroso” que formula la pregunta que constantemente se hace la humanidad: “¿quién es capaz de soltar los sellos y abrir el rollo?” (5, 2). Es decir, ¿quién puede explicarnos el sentido de la vida: de dónde venimos, a dónde vamos, qué es el ser humano?

En el fondo es la misma cuestión del prólogo de su evangelio: “a la divinidad nadie la visto nunca; un Hijo único, Dios, el que está de cara al Padre, él ha sido la explicación” (Jn 1,18). Aquí constata lo mismo con lenguaje apocalíptico: “nadie en el cielo ni en la tierra ni bajo la tierra, podía abrir el rollo y ni siquiera examinarlo...” (Apoc 5, 3ss). “Un Cordero, de pie, aunque parecía degollado ...recibió el rollo de la diestra del que estaba sentado en el trono...” (Apoc 5, 6ss). Es Jesús muerto y resucitado, lleno del Espíritu de Dios, el único capaz de realizar y revelar el proyecto de Dios. Entonces Juan relata el homenaje al Cordero por los coros celestiales: los cuatro vivientes y los ancianos (5,9-10), los ángeles (5, 11-12) y la creación entera (5, 13-14). Leemos hoy los dos últimos.

Los ángeles innumerables, signo de la majestad divina, aclaman: “Digno es el Cordero degollado de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, la fuerza, el honor, la gloria y la alabanza”. Son los títulos del mismo Dios, y, por tanto, hay que entenderlos en el sentido en que los vivió Jesús (Jn 14, 9: “el que me ve a mí, está viendo al Padre”). No hay que entenderlo como a veces lo realiza la Iglesia con su “pastoral de la apoteosis” (Jon Sobrino) en que se quiere anunciar el evangelio desde el poderío, el adorno y el lujo de capisayos acicalados. En la vida de Jesús, en su amor, se contempla “el poder, la riqueza, la sabiduría, la fuerza, el honor, la gloria y la alabanza” de Dios. Y lo mismo cabe decir del canto de toda la creación que intuye Juan: “al que se sienta en el trono y al Cordero la alabanza, el honor, la gloria y el poder por los siglos...”. En la eucaristía nos unimos a esta alabanza celestial y de toda la creación: “Por Cristo, con él y en él, a ti, Dios, Padre omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria, por los siglos de los siglos. Amén”.

Oración: “... se postraron ante el que vive” (Apoc 5,11-14)

Hoy, domingo, nos postramos ante ti, Jesús resucitado.
Hemos sentido, como Juan, tu voz:
sube aquí y te mostraré todo lo que va a suceder”.
Era una voz fuerte y libre, “potente como una trompeta”;
estábamos en nuestra casa o paseando en la calle;
hojeando el periódico o haciendo las camas;
charlando con los hijos o leyendo una novela.
Hasta lo profundo nos ha llegado tu invitación:
Venid a mí los que estáis cansados y agobiados, yo os aliviaré”.
“Haced esto en memoria mía”.
“Vamos, almorzad”
.

Y hemos acudido a comer contigo, Señor.
Una canción nos ha agrupado en tornos a tu presencia.
Nos hemos saludado como invitados tuyos.
El hermano que preside nos ha deseado que “Tú estés con nosotros”;
“Y con tu espíritu”, “con lo más profundo de tu alma”, hemos contestado.
En silencio nos hemos sentido perdonados y acogidos por ti.
La oración breve nos ha vinculado con el Misterio de amor.

En la mesa comunitaria estaba tu palabra como primer plato fuerte;
un hermano o una hermana te ha servido de portavoz,
pero has sido tú, el Verbo, la Palabra hecha carne,
quien se ha puesto en nuestra mesa;
no sólo de pan vive el hombre,
sino de toda palabra que sale de la boca de Dios
”;
su Palabra se hizo carne” en ti, Jesús, “lleno de amor y de verdad”;
las palabras que yo os he dicho son espíritu y vida”;
Tú tienes palabras de vida eterna”.

Gracias, Señor por este plato tan singular de tu Palabra:
ella es luz y verdad en medio de la noche y de la duda;
ella es amor hablado y ejercido; siempre nuevo y oportuno;
ella acusa, consuela y llama humildemente;
ella espabila y “muestra todo lo que va a suceder”;
ella hace mirar la realidad y nos pone en pie comprometido.

El segundo plato fuerte es tu cuerpo y sangre, tu vida resucitada;
es tu misma presencia personal, desprendida, pobre;
como uno de tantos”, pero lleno de fuerza y aliento inmediatos;
son tus entrañas de verdadero hermano, que perdona y acoge.
Vamos, almorzad”, “comed y bebed”, nos dices a todos.

Gracias, Señor, es nuestra única palabra;
quisiéramos repetirla todo el día;
vivimos agraciados y con sentido, regalados por tu compañía;
así conocemos el amor “del que se sienta en el trono” del cielo;
así, Cordero de Dios, participamos de tu misma “alabanza, honor, gloria y poder”.

“Por ti, Cristo, con contigo y en ti, a Dios, Padre omnipotente,
en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria,
por los siglos de los siglos. Amén”.

Rufo González
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