Gestos “sorprendentes” que esperamos de la Iglesia (14)

Que la “Forma C” sea un modo ordinario del sacramento de la Penitencia (III)

C.- Las tesis tridentinas no concuerdan con las parábolas de Jesús
Las parábolas de Jesús son narraciones inventadas, que “arrojan” (“para bolé”: lanzar junto a...) luz, explican, enseñan... una verdad moral o unos comportamientos “divinos”. Si leemos las relativas al comportamiento de Dios con los pecadores, nos damos cuenta de que su comportamiento es muy distinto al de la Iglesia. Jesús, “el único que ha visto a Dios” (Jn 1,18), reconcilia con Dios como Dios quiere. La mediación de Jesús es definitiva para la Iglesia. En él nos encontramos con el Padre y nos restaura como hijos. La mediación eclesial no puede añadir dificultades. “No imponer más cargas que las necesarias” (He 15,28), o en positivo: “facilitar todo lo posible” el encuentro con el amor de Dios, debería ser la norma eclesial en todo. Veamos cómo perdona Dios según Jesús.

1.- Parábola del fariseo y publicano (Lc 18, 9-14)
Buena historia “arrojadiza” para entender cómo actúa Dios con los pecadores, según Jesús. Ante la súplica de perdón, de piedad (“¡Oh Dios, ten piedad de mí, pecador!”), Dios responde con la paz de la conciencia: “Éste bajó a casa justificado”. La mediación de Jesús, igual que la eclesial, prepara el corazón creyente a la conversión. Mediación que puede revestir diversas formas, no necesariamente las impuestas históricamente en una época determinada. Su variedad es fruto de la sensibilidad de la Iglesia al amor divino, encarnado en toda situación. Lo importante es que el Amor llegue al creyente arrepentido. Facilitar la llegada del Amor no abarata el perdón, sino más bien engrandece el Amor. Declarar todos los pecados graves no es precepto divino como creían los Padres de Trento. Es una imposición eclesial contingente. Esta tesis es clarísima en esta parábola. Es experiencia de muchos creyentes, que sienten la paz de Dios tras arrepentirse con sinceridad. Así lo constata J. M. Castillo: “no es verdad que el Señor constituyera la confesión íntegra de los pecados. Jesucristo no ordenó sacerdotes 'como presidentes y jueces´, ni siquiera `a modo de´ (`ad instar´) presidentes y jueces (DH 1679). Por tanto, en la Iglesia debe prevalecer la posibilidad real de que cada cual le pida perdón a Dios y pacifique su conciencia como más le ayude” (La religión de Jesús. Desclée de Brouwer. Bilbao 2015, p. 364).

2.- Dios nos busca y se alegra de encontrarnos (Lc 15, 3-10)
Dos parábolas con un misma enseñanza. Jesús se defiende de aquellos que le acusan de “acoger a pecadores y comer con ellos”. Su conducta, viene a decirles, es la que tiene Dios con los pecadores. La conducta de Dios con los pecadores es más generosa que nuestra conducta con quien nos ofende. Se parece a la que tienen los dueños de una oveja o de una moneda valiosa, cuando se pierden. “Va en busca de la descarriada o perdida.., enciende una lámpara, barre la casa, busca con cuidado hasta encontrarla”. Al encontrarla “se la carga a hombros, muy contento..., reúne a los vecinos, alegraos conmigo...”. La doble figura, masculina y femenina, pastor y mujer, como en parábolas anteriores (13, 18-21), expresan el amor divino que supera todo género humano. Dios ama a todos y a cada uno, nos busca constantemente hasta encontrarnos. Cuando hay conversión sincera, cuando el corazón descubre el amor divino, hay mucha alegría, fruto del Amor. En estas dos parábolas Jesús retrata su conducta por cambiar el corazón atado a egoísmos múltiples. Esta conducta debe inspirar a todo el que quiera colaborar en la tarea reconciliadora. Jesús intenta que la persona descubra los signos de Dios, su bondad, sus llamadas a la conversión, su “búsqueda, su luz, sus barridos de la casa..., su carga sobre los hombros, su alegría al encontrarse...”. Poco participa la pastoral y la práctica de la penitencia de estas actitudes. Centrada sobre la “confesión detallada de todos los pecados” ha llegado hasta cambiar el nombre de “penitencia” (cambio) por “confesión”. Así se ha convertido en un “ajuste de cuentas” más que en un encuentro alegre y prometedor de cambio.

3.- Parábola del Padre perdonador (Lc 15, 11-32)
Es la gran parábola del perdón divino. Ella explica la teoría y conducta de Jesús con los pecadores. Él representa al Padre que respeta la vida de sus hijos, les da libertad, espera siempre que vuelvan a su amor. Cuando vuelven a su casa -incluso por necesidad física- no les “ajusta” las cuentas, se echa al cuello y abraza, organiza una fiesta para que sientan la alegría del cielo, que es el Amor gratuito. ¡Qué lejos la representación clerical del perdón divino!. Durante siglos -nada más empezar el poder patriarcal- los dirigentes se apropiaron del encargo de Jesús de reconciliar a los pecadores con el amor del Padre-Madre, usando más sus artes mundanas que la conducta de Jesús.
“Es evidente que, tal como el clero ejerce el poder de perdonar los pecados, ese poder se convierte en un forma de dominio sobre la privacidad y la intimidad del ser humano. Un poder que toca donde nada ni nadie puede tocar. Y bien sabemos el tormento que esto es para muchas personas. Lo que se traduce en el abandono masivo del sacramento de la penitencia. Es verdad que a mucha gente le sirve de alivio el poder desahogarse de problemas íntimos que son preocupantes. Como desahogo es bueno. Como obligación, que condiciona el perdón, eso es insufrible” (Castillo, oc. p. 363-364).


El amor del Padre de la parábola no exige la disciplina actual eclesial
No pide tribunal ni juez que conozca los pecados del hijo con precisión. Las normas eclesiales sobre la conversión y cambio de vida no se inspiran en la enseñanza y en la práctica de Jesús, sino en el afán de dominio y control de las conciencias. Se recurre a justificaciones inspiradas en el gobierno de la justicia humana y al modo humano. Llaman a los sacerdotes “presidentes y jueces” (DS 1679), y administran la penitencia “a modo de un acto judicial”, “como un juez” (DS 1685). Lo que es una analogía, una comparación, la han convertido en realidad. La absolución en nombre de Cristo es tan eficaz como una sentencia absolutoria. Eso no implica que la Penitencia sea un proceso indéntico a un juicio legal. La Penitencia es “dispensar un beneficio ajeno” (DS 1685), entregar un don divino, no nuestro, y darlo gratuitamente, como lo hemos recibido. Y darlo al estilo como lo daba Jesús, el Mediador. Sin poner trabas ni condiciones que él no puso. Se parece a la “administración graciosa” de un don que sólo se exige querer recibirlo. El Padre acoge al hijo que vuelve a la casa del Amor. Le basta la vuelta al Padre. Con ello recupera toda su situación filial. El Padre monta un banquete para hacerle partícipe de su alegría. Al hijo mayor le invita a mirar la vida fraterna, no la depravada del hermano. ¿Quién no ve en la “forma C” de la Penitencia una conformidad con esta parábola?

“Vuelta al evangelio”, signo de los tiempos
La reconciliación cristiana no tiene por qué violentar la dignidad personal. La obligación de decir todos los pecados ha herido la dignidad de muchas personas actuales. Y no sólo por los exámenes e interrogatorios escabrosos y humillantes, controladores de la conciencia. Lo más decisivo es que la persona actual tiene conciencia de su intimidad inalienable. La mayoría piensa que la Iglesia no tiene autoridad para exigir la manifestación de la interioridad profunda. No lo hizo Jesús. No tiene por qué hacerlo la Iglesia. Los creyentes actuales pueden tener fe y humildad como los antiguos. No desprecian el sacramento del perdón. Lo que les resulta, por percepción de su dignidad, intolerable es la exigencia de abrir su personal intimidad, sin necesidad, a otra persona. Los creyentes actuales saben que esta exigencia (confesión explícita y obligatoria de los pecados graves o mortales) no procede del Evangelio, sino de la disciplina eclesial. Ahí radica en gran parte el abandono masivo del confesionario hoy. No se ha perdido el sentido del pecado en los cristianos actuales. Ha crecido el valor supremo de su dignidad. La mayoría sabe que la exigencia evangélica imprescindible para obtener el perdón del Dios es arrepentirse sinceramente y decidir cambiar la vida según el evangelio ante el ministro del sacramento. La Iglesia puede asumir este cambio cultural antropológico. La Iglesia puede revitalizar el regalo del perdón. Hacer de “la forma C” un modo ordinario de celebrar este sacramento, sin necesidad de confesión ulterior, sería un “gesto sorprendente”, concordante con el Evangelio y con el cristiano actual.

Rufo González
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