Transfiguración del Señor 2ª Lect. (06.08.2017): el Espíritu-Amor transfigura la vida
Introducción: “fuimos testigos oculares de su grandeza” (2Pe 1, 16-19)
Carta-testamento
La carta 2ª de Pedro es un escrito de la primera mitad del s. II, no original del apóstol Pedro. La atribución al apóstol es pseudonimia: recurso literario que oculta el nombre propio, sustituyéndolo por otro. Puede ser simple recurso literario, afinidad con el personaje, o para fortalecer el escrito con la autoridad del pseudónimo. Esta parece ser la razón aquí. Como género literario, es una “carta testamento”. El autor imagina cercana su muerte y quiere dejar a los suyos consejos importantes. Aquí en concreto, el autor se siente responsable de un grupo cristiano, y quiere que sigan fieles a la fe en Cristo que les unió y a la espera de su venida en gloria. Les recuerda cómo conocieron a Cristo y cómo deben esperar su gloria. Habla en nombre de Simón Pedro, testigo de la transfiguración y a quien Jesús predijo su muerte cercana. Conoce la primera carta de Pedro y los escritos de Pablo.
El Espíritu de Jesús nos ayuda a vivir humanamente
El primer capítulo pretende afianzar la vocación cristiana. Dios “con su fuerza divina nos ha dado lo necesario para la vida y la religiosidad”. La fuerza divina y sus dones nos ha hecho “partícipes de la naturaleza divina”. Es el Espíritu de Jesús, que nos habita. Siguiendo sus impulsos, se crece en rectitud moral, en criterio, en autodominio, en constancia, en piedad, en afecto fraterno, en amor (vv. 3-7). Por eso pide a los destinatarios: “Haced gran esfuerzo por reafirmar vuestra vocación y elección... Así se os concederá la entrada plena en el reino eterno...” (vv. 10-11). Aunque lo saben y están firmes en la verdad, les dice, “considero justo teneros despiertos con estos avisos, mientras estoy en esta tienda...” (vv. 12-13).
“Fuimos testigos oculares de su grandeza” (v. 16)
El versículo 16 inicia la segunda lectura de hoy. En nombre de Simón Pedro, recuerda el nacimiento de la fe en Jesús-Mesías: “os dimos a conocer el poder y la venida de nuestro Señor Jesucristo... porque fuimos testigos oculares de su grandeza” (v. 16). Grandeza que conoció en la vida de Jesús, sobre todo, en la experiencia de la montaña (Mt 17, 1-13; Mc 9, 2-13; Lc 9, 28-36). Jesús “recibió de Dios Padre honor y gloria cuando la Divina Majestad le dirigió una voz tan extraordinaria: “Este es mi Hijo amado; en él me he complacido” (vv. 17-18). Esa grandeza confirma la palabra profética que intuyó “el día de Yahvéh” (Is 13, 6; Ez 30,2-3; Am 5, 18; Jl 1, 15; 2, 1; Sof 1, 14-15) y el cumplimiento de la profecía que el mismo Jesús dijo realizarse en él: “El Espíritu del Señor está sobre mí...” (Lc 4, 16-21). Los profetas han sido “una lámpara que brilla en un lugar oscuro, hasta que despunte el día y el lucero nazca en vuestros corazones” (2ªCor 1, 19).
La transfiguración manifiesta la divinidad de Jesús
Eso es lo que piensa el autor de la carta. Los evangelios, sobre todo Mateo, conectan el anuncio de la pasión y el reproche de Pedro con la transfiguración. Los discípulos, imbuidos de la mentalidad religiosa de los dirigentes judíos, no comprenden la persecución ni la muerte violenta. Pedro riñe a Jesús: “¡no te pasará a ti eso!”. Jesús reacciona duramente: “¡Vete!... ¡Satanás!... Tu idea no es la de Dios, sino la humana” (Mt 16, 22-23). Para corregir la situación, “seis días después se llevó Jesús a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan a un monte alto y apartado. Allí se transfiguró delante de ellos” (Mt 17, 1ss). La experiencia tiene una pretensión pedagógica. Esta experiencia de oración, provocada por Jesús, que los evangelistas denominan transfiguración, les hace ver a Jesús como Mesías, el Hijo del Padre, que nos trae su amor universal y gratuito. Este proyecto amoroso tiene mucho riesgo. Los poseídos de egoísmo personal y religión utilitaria y nacionalista intentarán eliminar a quienes se opongan a “su” dios, a su religión, a su culto, a sus normas de conducta. La utilización política de la religión ha sido constante en la historia. También la Iglesia se ha dejado llevar por el poder de su propia institución más que por el reino de Dios. Jesús se les comunica como “sol” y como “luz” para todos, como “el Hijo, el amado, el predilecto”, al que hay que escuchar. Su amor universal, que trae vida para todos, anticipa la voluntad divina de gloria para todos. La resurrección será el don definitivo del Amor-Dios. Esta experiencia ilumina a Jesús como “el sol” de todos. Escuchar a Jesús, “hecho espíritu que hace vivir” (1Cor 15,45), es siempre norma de vida cristiana: “todos nosotros, con el rostro descubierto, reflejando como espejo el esplendor del Señor, nos transformamos en su misma imagen, de esplendor a esplendor, por la acción del Espíritu del Señor” (2Cor 3,18).
Oración: “fuimos testigos oculares de su grandeza” (2Pe 1, 16-19)
Jesús transfigurado por el amor del Padre-Madre:
necesito que tu Espíritu me dé a sentir tu mismo amor;
amor infinito que procuró tu encarnación humana;
amor infinito que se te intimó como voluntad del misterio de Dios Padre;
amor infinito que te sacó a la solidaridad con los más pobres;
amor infinito que te "endureció el rostro" ante la poderosa Jerusalén (Lc9, 51);
amor infinito que comunicaste a los discípulos y multitudes;
amor infinito que curaba y compartía mesa con todos;
amor infinito que quiso quedarse siempre en la eucaristía;
amor infinito a la humanidad que brilló en tu cruz;
amor infinito y fiel hasta la muerte, perdonando y entregando el Espíritu.
Dios Padre aprobó tu vida resucitándola de entre los muertos:
por tu vida resucitada todos tenemos acceso a tu Espíritu;
somos capaces de creer al Dios que resucita a los muertos (Rm 4,24s);
tu fe en el amor del Padre-Madre nos justifica, nos “hace santos”,
“no por nuestros méritos, sino porque antes de la creación...
Dios dispuso darnos su gracia por medio de ti, Jesucristo;
y ahora esa gracia se ha manifestado por medio del Evangelio,
al aparecer nuestro salvador Jesucristo” (2Tim 1, 9-10).
“Escucharte a Ti” supone hacer silencio interior:
para escuchar tu Buena Noticia sobre mi vida y la vida de todos;
oír los gemidos, los deseos, la esperanza de los insatisfechos;
mirar la realidad de nuestro mundo, próximo y lejano;
descentrarme de mi egoísmo y empatizar con los más débiles;
abandonar prejuicios e incluso juicios sobre los demás;
entrar en tu corazón: religarme con tu Amor divino;
poner mi corazón en el tuyo: fiarme de tu amor real, aquí y ahora;
acoger tu amor y el del Padre-Madre incondicionalmente.
Cristo hermano, quiero “vivir en Ti, estar en Ti”:
quiero que mi mente, actitud y acción sigan la lógica de tu Amor;
quiero que se realicen en mí tus palabras:
“Si alguien me ama, guardará mis palabras,
y mi Padre lo amará,
y vendremos a él para hacer nuestra morada en él” (Juan 14,23).
Como el poeta deseo respetar mi corazón:
“Poned atención:
un corazón solitario
no es un corazón” (Antonio Machado: Proverbios y cantares).
Creo, como san Agustín, que
“nos hicieron para el Amor (Dios),
y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en el Amor...
Dime, por tu misericordia, Señor Dios mío, qué es lo que eres para mí.
Di a mi alma: `Yo soy tu salvación´.
Dime eso para que yo pueda oírlo.
Los oídos de mi espíritu están, Señor, en tu presencia;
ábrelos, y di a mi alma: `Yo soy tu salvación´”
(S. Agustín: Confesiones L. 1,1-2,2.5,5: CSEL 33, 1-5).
Eso escucharon los Apóstoles en la montaña:
a ti había que escuchar y abrir el corazón;
ese era el pensamiento del Padre-Madre Dios, como recuerda S. Juan de la Cruz:
“Porque desde aquel día que bajé con mí Espíritu sobre él en el monte Tabor, diciendo :
`Este es mi amado Hijo en que me he complacido; a él oíd´ (Mt 17,5),
ya alcé yo la mano de todas esas maneras de enseñanzas y respuestas, y se la di a él;
oídle a él, porque yo no tengo más fe que revelar, ni más cosas que manifestar”
(Subida del monte Carmelo, libro 2º, capítulo 22, 5).
Y nos basta tu presencia resucitada, tu evangelio, tu vida:
“porque en darnos, como nos dio, a su Hijo, que es una palabra suya, que no tiene otra,
todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola palabra y no tiene más que hablar” (id. 3);
tu corazón nos salva, nos realiza, nos ilumina, nos transfigura;
tu corazón nos hace justos como el Padre-Madre que está en los cielos;
tu corazón supera la justicia de las religiones de escribas y fariseos;
tu corazón cura todo mal con el perdón, el amor, la acogida;
tu corazón restituye la dignidad y la esperanza incluso al más miserable.
Quiero tratar a todos como Tú, Cristo Jesús, me tratas:
“me perdonas todo cuando te suplico” (Mateo 18, 32);
no me tratas por la ley del mérito, la rentabilidad o la ganancia;
me regalas tu “Espíritu de valentía, de amor y de dominio propio” (2Tim 1, 7);
y con tu Espíritu me consuelas, me animas, me pones en pie;
tu Espíritu me hace solidario con los más necesitados de la vida.
Que tu Espíritu fortalezca mis redaños:
para compartir mis bienes con los necesitados;
para llorar y sufrir con quienes sufren y lloran;
para evitar la violencia y la venganza en toda ocasión;
para perdonar a quien me ofende y hacerle bien;
para ayudar desinteresadamente a quien no se lo merece, pero lo necesita;
para desear y procurar siempre la justicia de Dios, su Amor;
para actuar siempre con la intención de hacer el bien;
para trabajar por la paz hasta el fin de mis días;
para soportar el sufrimiento natural y el sobrevenido por el Amor.
Rufo González
Carta-testamento
La carta 2ª de Pedro es un escrito de la primera mitad del s. II, no original del apóstol Pedro. La atribución al apóstol es pseudonimia: recurso literario que oculta el nombre propio, sustituyéndolo por otro. Puede ser simple recurso literario, afinidad con el personaje, o para fortalecer el escrito con la autoridad del pseudónimo. Esta parece ser la razón aquí. Como género literario, es una “carta testamento”. El autor imagina cercana su muerte y quiere dejar a los suyos consejos importantes. Aquí en concreto, el autor se siente responsable de un grupo cristiano, y quiere que sigan fieles a la fe en Cristo que les unió y a la espera de su venida en gloria. Les recuerda cómo conocieron a Cristo y cómo deben esperar su gloria. Habla en nombre de Simón Pedro, testigo de la transfiguración y a quien Jesús predijo su muerte cercana. Conoce la primera carta de Pedro y los escritos de Pablo.
El Espíritu de Jesús nos ayuda a vivir humanamente
El primer capítulo pretende afianzar la vocación cristiana. Dios “con su fuerza divina nos ha dado lo necesario para la vida y la religiosidad”. La fuerza divina y sus dones nos ha hecho “partícipes de la naturaleza divina”. Es el Espíritu de Jesús, que nos habita. Siguiendo sus impulsos, se crece en rectitud moral, en criterio, en autodominio, en constancia, en piedad, en afecto fraterno, en amor (vv. 3-7). Por eso pide a los destinatarios: “Haced gran esfuerzo por reafirmar vuestra vocación y elección... Así se os concederá la entrada plena en el reino eterno...” (vv. 10-11). Aunque lo saben y están firmes en la verdad, les dice, “considero justo teneros despiertos con estos avisos, mientras estoy en esta tienda...” (vv. 12-13).
“Fuimos testigos oculares de su grandeza” (v. 16)
El versículo 16 inicia la segunda lectura de hoy. En nombre de Simón Pedro, recuerda el nacimiento de la fe en Jesús-Mesías: “os dimos a conocer el poder y la venida de nuestro Señor Jesucristo... porque fuimos testigos oculares de su grandeza” (v. 16). Grandeza que conoció en la vida de Jesús, sobre todo, en la experiencia de la montaña (Mt 17, 1-13; Mc 9, 2-13; Lc 9, 28-36). Jesús “recibió de Dios Padre honor y gloria cuando la Divina Majestad le dirigió una voz tan extraordinaria: “Este es mi Hijo amado; en él me he complacido” (vv. 17-18). Esa grandeza confirma la palabra profética que intuyó “el día de Yahvéh” (Is 13, 6; Ez 30,2-3; Am 5, 18; Jl 1, 15; 2, 1; Sof 1, 14-15) y el cumplimiento de la profecía que el mismo Jesús dijo realizarse en él: “El Espíritu del Señor está sobre mí...” (Lc 4, 16-21). Los profetas han sido “una lámpara que brilla en un lugar oscuro, hasta que despunte el día y el lucero nazca en vuestros corazones” (2ªCor 1, 19).
La transfiguración manifiesta la divinidad de Jesús
Eso es lo que piensa el autor de la carta. Los evangelios, sobre todo Mateo, conectan el anuncio de la pasión y el reproche de Pedro con la transfiguración. Los discípulos, imbuidos de la mentalidad religiosa de los dirigentes judíos, no comprenden la persecución ni la muerte violenta. Pedro riñe a Jesús: “¡no te pasará a ti eso!”. Jesús reacciona duramente: “¡Vete!... ¡Satanás!... Tu idea no es la de Dios, sino la humana” (Mt 16, 22-23). Para corregir la situación, “seis días después se llevó Jesús a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan a un monte alto y apartado. Allí se transfiguró delante de ellos” (Mt 17, 1ss). La experiencia tiene una pretensión pedagógica. Esta experiencia de oración, provocada por Jesús, que los evangelistas denominan transfiguración, les hace ver a Jesús como Mesías, el Hijo del Padre, que nos trae su amor universal y gratuito. Este proyecto amoroso tiene mucho riesgo. Los poseídos de egoísmo personal y religión utilitaria y nacionalista intentarán eliminar a quienes se opongan a “su” dios, a su religión, a su culto, a sus normas de conducta. La utilización política de la religión ha sido constante en la historia. También la Iglesia se ha dejado llevar por el poder de su propia institución más que por el reino de Dios. Jesús se les comunica como “sol” y como “luz” para todos, como “el Hijo, el amado, el predilecto”, al que hay que escuchar. Su amor universal, que trae vida para todos, anticipa la voluntad divina de gloria para todos. La resurrección será el don definitivo del Amor-Dios. Esta experiencia ilumina a Jesús como “el sol” de todos. Escuchar a Jesús, “hecho espíritu que hace vivir” (1Cor 15,45), es siempre norma de vida cristiana: “todos nosotros, con el rostro descubierto, reflejando como espejo el esplendor del Señor, nos transformamos en su misma imagen, de esplendor a esplendor, por la acción del Espíritu del Señor” (2Cor 3,18).
Oración: “fuimos testigos oculares de su grandeza” (2Pe 1, 16-19)
Jesús transfigurado por el amor del Padre-Madre:
necesito que tu Espíritu me dé a sentir tu mismo amor;
amor infinito que procuró tu encarnación humana;
amor infinito que se te intimó como voluntad del misterio de Dios Padre;
amor infinito que te sacó a la solidaridad con los más pobres;
amor infinito que te "endureció el rostro" ante la poderosa Jerusalén (Lc9, 51);
amor infinito que comunicaste a los discípulos y multitudes;
amor infinito que curaba y compartía mesa con todos;
amor infinito que quiso quedarse siempre en la eucaristía;
amor infinito a la humanidad que brilló en tu cruz;
amor infinito y fiel hasta la muerte, perdonando y entregando el Espíritu.
Dios Padre aprobó tu vida resucitándola de entre los muertos:
por tu vida resucitada todos tenemos acceso a tu Espíritu;
somos capaces de creer al Dios que resucita a los muertos (Rm 4,24s);
tu fe en el amor del Padre-Madre nos justifica, nos “hace santos”,
“no por nuestros méritos, sino porque antes de la creación...
Dios dispuso darnos su gracia por medio de ti, Jesucristo;
y ahora esa gracia se ha manifestado por medio del Evangelio,
al aparecer nuestro salvador Jesucristo” (2Tim 1, 9-10).
“Escucharte a Ti” supone hacer silencio interior:
para escuchar tu Buena Noticia sobre mi vida y la vida de todos;
oír los gemidos, los deseos, la esperanza de los insatisfechos;
mirar la realidad de nuestro mundo, próximo y lejano;
descentrarme de mi egoísmo y empatizar con los más débiles;
abandonar prejuicios e incluso juicios sobre los demás;
entrar en tu corazón: religarme con tu Amor divino;
poner mi corazón en el tuyo: fiarme de tu amor real, aquí y ahora;
acoger tu amor y el del Padre-Madre incondicionalmente.
Cristo hermano, quiero “vivir en Ti, estar en Ti”:
quiero que mi mente, actitud y acción sigan la lógica de tu Amor;
quiero que se realicen en mí tus palabras:
“Si alguien me ama, guardará mis palabras,
y mi Padre lo amará,
y vendremos a él para hacer nuestra morada en él” (Juan 14,23).
Como el poeta deseo respetar mi corazón:
“Poned atención:
un corazón solitario
no es un corazón” (Antonio Machado: Proverbios y cantares).
Creo, como san Agustín, que
“nos hicieron para el Amor (Dios),
y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en el Amor...
Dime, por tu misericordia, Señor Dios mío, qué es lo que eres para mí.
Di a mi alma: `Yo soy tu salvación´.
Dime eso para que yo pueda oírlo.
Los oídos de mi espíritu están, Señor, en tu presencia;
ábrelos, y di a mi alma: `Yo soy tu salvación´”
(S. Agustín: Confesiones L. 1,1-2,2.5,5: CSEL 33, 1-5).
Eso escucharon los Apóstoles en la montaña:
a ti había que escuchar y abrir el corazón;
ese era el pensamiento del Padre-Madre Dios, como recuerda S. Juan de la Cruz:
“Porque desde aquel día que bajé con mí Espíritu sobre él en el monte Tabor, diciendo :
`Este es mi amado Hijo en que me he complacido; a él oíd´ (Mt 17,5),
ya alcé yo la mano de todas esas maneras de enseñanzas y respuestas, y se la di a él;
oídle a él, porque yo no tengo más fe que revelar, ni más cosas que manifestar”
(Subida del monte Carmelo, libro 2º, capítulo 22, 5).
Y nos basta tu presencia resucitada, tu evangelio, tu vida:
“porque en darnos, como nos dio, a su Hijo, que es una palabra suya, que no tiene otra,
todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola palabra y no tiene más que hablar” (id. 3);
tu corazón nos salva, nos realiza, nos ilumina, nos transfigura;
tu corazón nos hace justos como el Padre-Madre que está en los cielos;
tu corazón supera la justicia de las religiones de escribas y fariseos;
tu corazón cura todo mal con el perdón, el amor, la acogida;
tu corazón restituye la dignidad y la esperanza incluso al más miserable.
Quiero tratar a todos como Tú, Cristo Jesús, me tratas:
“me perdonas todo cuando te suplico” (Mateo 18, 32);
no me tratas por la ley del mérito, la rentabilidad o la ganancia;
me regalas tu “Espíritu de valentía, de amor y de dominio propio” (2Tim 1, 7);
y con tu Espíritu me consuelas, me animas, me pones en pie;
tu Espíritu me hace solidario con los más necesitados de la vida.
Que tu Espíritu fortalezca mis redaños:
para compartir mis bienes con los necesitados;
para llorar y sufrir con quienes sufren y lloran;
para evitar la violencia y la venganza en toda ocasión;
para perdonar a quien me ofende y hacerle bien;
para ayudar desinteresadamente a quien no se lo merece, pero lo necesita;
para desear y procurar siempre la justicia de Dios, su Amor;
para actuar siempre con la intención de hacer el bien;
para trabajar por la paz hasta el fin de mis días;
para soportar el sufrimiento natural y el sobrevenido por el Amor.
Rufo González