Una cultura política basada en valores y ante la que no debemos ser indiferentes

¿Por qué los políticos están tan mal vistos? ¿Cuáles son las razones del descrédito de la clase dirigente y de la enorme desconfianza que generan entre la ciudadanía?

Son muchos los estudios que ponen de manifiesto que un alto porcentaje de población se declara completamente alejada de la política y que tiene poca o ninguna confianza en los partidos políticos. Los sondeos al respecto son demoledores y en la valoración de sus dirigentes la mayoría suspende en valores como la honestidad, el servicio a la ciudadanía o la eficacia como gestores de los recursos públicos.

El problema no es nuevo. Se remonta mucho más allá del enfrentamiento visceral entre Zapatero y Rajoy, en el que basta que uno lo veo blanco para que el otro diga negro.

Recuerdo con envidia algunos gestos que vi en torno a la toma de posesión de Obama. Los encuentros y saludos respetuosos con el que había sido su rival, McCain. El acompañamiento hasta el avión a la familia Bush, una vez producido el relevo. Los recuerdo y los envidio. Como recuerdo el abrazo sincero, respetuoso, solidario de Nadal a Federer tras ganarle en algun Open importante.

Es necesario instaurar una nueva cultura política, basada en la necesidad de rendir cuentas ante la sociedad, y abordar una transformación en los dirigentes públicos que en lugar de caer en el insulto permanente y en la descalificación del contrario se dediquen a defender los intereses generales, a buscar y dar soluciones y a gestionar eficaz y eficientemente los recursos que son de todos.

La solución pasa por abandonar la crispación y el enfrentamiento institucional continuos. Pasa, también, por instaurar un liderazgo compartido; por fomentar la colaboración entre lo público y lo privado y por activar la participación ciudadana.

Alguien me reprocha que mis propuestas son fórmulas bienintencionadas, ya muchas veces ofrecidas, pero siempre fracasadas. Y debo confesar que su escepticismo me provoca, me duele y me hace retorcerme en la silla.

Me resulta inadmisible tirar la toalla y aceptar los hechos como una “triste realidad”. Me rechina como ciudadano y, aún más, como ciudadano cristiano que se siente interpelado y empujado a ser sal de la tierra y luz del mundo. Y no veo otra solución que arrimar el hombro y asumir mi responsabilidad social y política, cuestionando lo que está mal y contribuyendo a buscar y dar soluciones.
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