Alegres eternos perdedores
Como decía, se trata de motivar, animar, mostrar lo bueno de “lo nuestro”, ofrecerlo sin descanso pero sin obligar, dejando libre a la gente para que venga o no, para que participe en las cosas de la parroquia o no. De hecho, así es como actúa Jesús; Él siempre pregunta: “¿qué os parece?”; y luego dice “si quieres...” . Si quieres sígueme; si quieres ven a la Eucaristía, si te parece bien apunta a tus hijos a catequesis, si queréis aquí tenéis unos encuentros de preparación al Matrimonio o al Bautismo, si quieres… sería estupendo, lo pasarás muy bien, crecerás como persona, serás más feliz y vivirás mejor.
Si queréis, si os parece bien… Como empecemos con “debéis”, “tenéis que”, “es obligatorio”, “el que falte no se confirma” y expresiones y prácticas semejantes, yo creo que no vamos muy lejos, no logramos nada, nos hacemos antipáticos y a menudo ocurre justo lo contrario de lo que buscamos, que la gente se aleje de la Iglesia y de la fe (que es peor).
Me molesta cada vez menos atender a los que vienen a un “servicio religioso” (qué feo esto) puntual: una boda, un bautizo… Ya no siento eso de: “no pisáis la parroquia y ahora venís exigiendo…”. No, a esta gente hay que atenderla exquisitamente, con simpatía y cercanía; es más, cualquier persona que viene a la parroquia tiene que irse contenta de haberse acercado… ¡especialmente los menos asiduos!
Porque todo en la casa de Dios es libre y gratis (¿o no?). Por lo tanto hay que ser acogedores con las personas cuando acuden, agradecer su asistencia y no alterarse por las veces que no aparecen y “faltan”. Es necesario encontrarse bien en el papel de “eternos perdedores”, proponedores infatigables de lo que a la gente aparentemente no le interesa, expertos en quedarnos solos, en encajar fracasos numéricos o que las cosas no salgan bien… Proponer, ofrecer, siempre, con convicción y con una sonrisa, cuando vienen y cuando no vienen, a tiempo y a destiempo; con esa carta guardada, la de devolver amabilidad por indiferencia, la de estar disponibles a todos y a todos por igual sea cual sea la respuesta, sin reproches, con humildad, sin reñir… y sin la más mínima traza de prepotencia.
Como Jesús. A su lado toda persona se sintió libre, respetada infinitamente. No pretendió convencer a nadie, ni apabulló con portentos que hicieran la fe obligatoria. De hecho, perdió porque no logró que ni sus más íntimos comprendieran su mensaje. Lo dejaron solo y Él los siguió queriendo, aceptando, respetando y valorando, tanto que les confió a ellos continuar con su misión. Menos mal que no les puso falta.
César L. Caro