Matanza que cura

En esta época del año, las matanzas quitan "clientela" a las misas del fin de semana, así que procuro aceptar las invitaciones que me hacen a participar en estos rituales familiares, sociales y suculentos, que son auténticos lugares teológicos en donde disfruto, aprendo y me encuentro con el Dios sencillo y pueblerino.
La cosa empieza temprano; casi al amanecer se pueden escuchar los berridos de los guarros cuando los llevan por el hocico con los ganchos para colgarlos de una pata con un tractor, o con una cadena, o para tumbarlos antes de pegarles la puñalá, que hay muchas modalidades. La división del trabajo es evidente desde el principio: los hombres matan y, con rapidez y habilidad pasmosas, destrozan el bicho; las mujeres cogen las tripas y las limpian, hacen los lomos, aliñan la carne que los hombres han picado para chorizo y salchichón. A mi no me dejan hacer nada, aunque al mismo tiempo se meten conmigo dicéndome que solo he ido "a comer", cosa bastante cierta por otra parte.

Las migas se van preparando, el café entona los cuerpos enfundados de diversas capas de forros polares, gorros y botas; por el suelo, sangre y restos de carne, vísceras o tocino. Los golpes del hacha que trocea los huesos se mezclan con las bromas, el rumor de la picadora y el trajín de cubos, calderas humeantes, artesas y perrunillas.

La matanza es una tradición de épocas de economía de subsistencia que en este tiempo de crisis recobra vigencia; es expresión de solidaridad familiar, todos participan, aprenden desde niños a colaborar; y es, de manera salada, una fiesta de encuentro familiar que refuerza los lazos entre las personas de la casa.

Y eso es lo hermoso. En esta matanza de casa de Gabriel, Reme y los suyos, estaba el cura hoy a la hora de la presa y de la panceta; y no como "invitado de honor", sino como alguien que ya forma parte de su pequeño mundo de afectos, con acceso a la intimidad de su familia. Ellos contentos de verme allí (los abuelos me hablan de usté) y yo orgulloso de poder ir entrando en la entraña de mi pueblo, al que amo desde que puse el pie en él, lleno de gente excepcionalmente buena que demuestra que te quiere con lenguajes llanos y sinceros. Se cumple el Evangelio: quien se desarraiga y se hace itinerante encuentra otras familias y casas, el ciento por uno (Mc 10, 28-31); cariños que curan las erosiones de la soledad... ¡a ver si el Evangelio va a ser verdad (como dice Chércoles)!

Y así llego a casa: con el estómago lleno y el corazón repleto; porque me siento afortunado; un poco curado como los jamones, oliendo a candela y muerto de sueño.

César L. Caro
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