Entramos a un café. ¿Te acuerdas? A los 15 años empecé a salir por los pueblos, hasta los cincuenta, vendiendo quincalla. Hubo días de andar veinte kilómetros, con el cajón a cuestas. A veces la noche me cogía en un pueblo en donde ninguna casa tenía una cama sobrante para dormir, entonces dormía en una cuadra sobre un haz de paja”. “Abuelo, interrumpió el nieto de 12 años, ese cuento ya te lo oí muchas veces”. “Es verdad todo. Muchas noches durmió en nuestra casa. Antes de acostarnos charlábamos al amor del fuego de la lareira (hogar). Tu abuelo nos ponía al corriente de lo que pasaba en pueblos cercanos a los que no ibamos nunca”, intervine yo. Me llevaron a ver una de las enormes tiendas, y sus hijos me dijeron: “Nosotros lo adminsitramos pero él lo levanto y lo consolido". Me comen los diablos cuando oigo hablar de emprendedores como si el mundo naciera ayer de secos cauces de ríos sin agua. Ah, esos cronistas que del mundo conocen el camino de su casa a la facultad y de la facultad a su casa. Y critican, con razón, a los políticos que nunca han manchado las botas con la mierda del camino