¡Qué cruz, Señor!
Durante muchos años, aprendió psicología detrás de la barra del bar de su padre y después del suyo propio, en un populoso barrio de Barcelona. Terminó por conocer por la sombra a quien iba a entrar al bar antes de cruzar el umbral de la puerta. Con una mirada de empatía levantaba el ánimo a quien, por circunstancias de la vida, llegaba hundido y abatido y se sentaba en silencio en un rincón, y con una mirada de soslayo sentaba al fanfarrón que, de pie a la barra, ponía en pie de guardia a todo el personal. Disfrutaba tanto regando una planta de su jardín o tomando un café, adobado con las galletitas de su adorada Viki, con los amigos en la terraza de su casa, como jugando una partida con cualquier que estuviera disponible y tuviera tiempo de jugar con él o contra él. Participaba en las tertulias escuchando más que hablando porque “se aprende más escuchando que hablando”, decía. Hablaba de su estado con la misma naturalidad que comentaba una partida o un paseo al amanecer. Su sentido del humor le permitía escuchar con paciencia y comprensión las bromas que los de siempre le gastaban por no tener las mismas actitudes y maneras que ellos. Su comentario socarrón e inteligente era siempre: “Qué cruz, Señor”.