El paraíso del olvido

Me quedé dormido y soñé. El sol errante, brincando de soto en soto, ya había empezado su retira, y se hundida como un profeta en su carro de fuego detrás del último otero. Poco a poco, las sombras, gráciles como gacelas, sorbe a sorbo, lo engullían todo gateando entre las rocas, la noche lo persiguió hasta las más altas cumbres hasta no verse más que la oscuridad. En la calle se oían , como brisa que soplaba de rama en rama, como voces de profunda lejanía, los cuchicheos al lado del fuego del hogar. Luego, solo había el silencio inquietante de las callejuelas y recovecos vacíos. Desperté y al momento volví a quedarme dormido. La aurora atisbaba el horizonte para escuchar los primeros gallos. Hombres con haces de hierba para el ganado, gatos, canes empezaron a pulular por las callejuelas a la luz del amanecer reflejada en los tejados, las esquilas de las ovejas salían de todos los portales hasta llenar el aire, los ecos de las campanas se desparramaron por el valle y subieron arañando la falda del monte hasta las cumbres pedregosas del Cebreiro. Cuando desperté me di cuenta de que había seguido soñando que navegaba en frágil bajel con el tiempo hacia el paraíso del olvido inalterable.

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