Amarres al celibato (I)

(Por José María Rivas Conde, en Eclesalia).- Cuando el comprometido a celibato descubre que la libertad, la generosidad y la ilusión con que hizo su opción, no le suplen la capacidad de vivirlo sin desazones desquiciantes y graves trastornos anímicos, o ve que hace agua hasta sin casi olas, lo razonable es que piense que se ha equivocado, y que desde la fe no le queda otra que pasarse a embarcación más segura para él y bastante a mano por lo general.

Para decir “desde la fe” sólo recurro, por brevedad, al tenerse por palabra de Dios lo de «Si no pueden guardar continencia, que se casen» (1Cor 7,9). Y digo “bastante a mano por lo general”, porque así es en teoría. En la práctica sin embargo se sentirá amarrado al celibato, como galeote a su puesto. Pero él con cadena triple, de la que le costará un triunfo librarse de forma que no le quede ni rastro en su psicología posterior de secularizado.

Las tres cadenas tienen en la vida sus argollas todo enredadas, aunque aquí por razones obvias las trate por separado. Hoy me fijo en la que es de índole psicorreligiosa. En síntesis puede enunciarse como temor angustioso a condenarse eternamente por desistir de ese compromiso.

Tal temor proviene de lo entrañado sin sentir en la propia conciencia desde la infancia. Entrañamiento provocado en todos por la “tradición”, nutrido de continuo, través de la piedad doméstica y cultual, y del lenguaje común y el litúrgico. Ya lo pergeñé en escritos anteriores (ECLESALIA, 25/10/11 y ECLESALIA, 15/11/10). Entrañamiento además robustecido durante la formación sacerdotal con fuerte adoctrinamiento expreso.

Me refiero a todo eso de la mayor perfección cristiana del celibato en comparación con el matrimonio, cosa obviamente imposible sin empequeñecer y rebajar al último. Es inadmisible que pese más un platillo de la balanza sin que el otro pese menos. “Pese más”, a tenor de los que se dice, dada la condición de estado consagrado del primero y su preeminencia en generosidad, en indivisión liberadora, en intimidad con nuestro Padre, en disponibilidad benefactora, en eficacia apostólica, en testimonio vital de la “angelicidad” que nos espera a todos en la otra vida (Mt 22,30), e incluso en plenitud humana.

Este es el contexto ―ineludible por ahora― en que se recuerda a los seminaristas el dato de fe señalado arriba (1Cor 7,9). Así éste se percibe, lo más común sin caer expresa y reflexivamente en la cuenta de ello, como concesión o escape abierto a los cicateros con Dios y a los pobres de ideales. No puramente como la opción propia de quienes se ven sin alas para volar “angelicalmente” por encima de la naturaleza humana, tal cual fue diseñada por el Creador. Esto es: “una sola carne” (→ “un solo ser terrenal”) integrado por la dualidad mujer/varón (Mt 19,4-6), por no ser bueno en general para el hombre estar solo en este mundo (Gn 2,18).

Con esa percepción distorsionada, lo que sobrenada en la conciencia del afectado no es la realidad de su incapacidad; sino su supuesta preferencia de la sexualidad al amor a Dios y al prójimo, y su afirmada escasez de grandes ideales. Todo lo contrario a lo que de hecho ha movido lo más frecuente a buscar con toda ilusión la ordenación sacerdotal.

Además, dicho escape se capta insensiblemente como abierto para “el antes” de asumir el compromiso. Su recuerdo se hace normalmente para urgir a sopesar bien la decisión; a fin de no verse luego abocado al aprieto de otro dato de fe: «No es apto para el reino de Dios quien mira atrás después de haber puesto la mano en el arado» (Lc 9,63). De esta forma, lo que en principio sólo era escape para los “tacaños”, resulta sin sentir metamorfoseado para “el después” en sumidero de no aptos para el Reino.

Inaptos en este caso sólo desde la gratuita convicción de ser el abandono del celibato, no un simple cambio de “vehículo” por coherencia con la fe profesada; sino ignominioso desprecio de un particular “don divino”, perfectivo y encumbrador, con el que se cree haber sido incuestionablemente “distinguido”, ya por el hecho mismo de haber llegado a asumir el compromiso.

Inaptos también por valorar tal cambio como caprichosa defección de obligación libremente contraída; como profanación de la consagración al Evangelio; como deserción, infidelidad y deslealtad con Jesús. O abiertamente –así se podía oír en mis años mozos– como traición análoga a la de Judas, sólo que aquí por treinta monedas de carnalidad…

Parecería como si el no comprometido a celibato no estuviera también consagrado al Evangelio desde su bautizo y su matrimonio le impidiera caminar tras Jesús; como si el arribo al compromiso celibatario fuera en sí mismo garantía infalible de acierto en la opción hecha; como si por haber llegado a ésta, hasta Jesús mismo resultara incapacitado para perdonar su incumplimiento en el supuesto de que realmente fuera culpable.

Todo supuestamente sólo por culpa propia. Porque aun en el caso de carecer verdaderamente de “alas”, Dios siempre las otorga si se le piden rectamente, y nunca permite que seamos tentados más allá de nuestras fuerzas. Es lo que se dice. Por ejemplo en el decreto Presbyterorum Ordinis y en la Sacerdotalis Caelibatus, pese a ser difícilmente armonizable con el peligro de “abrasarse”, que Pablo supuso incluso en el que se abstiene con el fin precisamente de vacar a la oración (1Cor 7,5).

Con ello, a la frustración interior por el “fracaso” respecto de ideales con los que se ha soñado, se une un fuerte sentimiento de culpabilidad y la angustia de verse sin salida, como entre murallón y precipicio. Sin salvación al frente ni a la espalda.

El arraigo de las ideas apuntadas y las de la inerrancia romana taponan muy seriamente la percepción de su desenfoque. Y cuando éste llega a percibirse, acosan el temor a decantarse interesadamente por el error y el pavor a tener que decidir sólo. Sin poder ampararse en nadie, pese a haberse acostumbrado a lo contrario durante la formación. Decidir contra viento y marea. Contra familiares, amistades, consejeros buscados o, en síntesis y al final de cuentas, contra el murallón del “Roma hablada, cuestión zanjada”, en el que todos ellos suelen andar parapetados.

Esas dudas y pánicos frenan la petición de la secularización muchísimo más de lo que la mayoría se cree con cierta ingenuidad. Normalmente ese paso se da después de un prolongado tiempo de angustias y luchas, cuando la situación no puede ya soportarse más. Y esto es precisamente una de las causas de la edad un tanto avanzada de bastantes de los que acaban dándolo.

No sucedería nada de eso si desde el principio se captara con nitidez que “lo de mirar atrás” no puede referirse nunca al matrimonio, y menos teniéndole por sacramento de la Iglesia. Ciertoque desde tiempos lejanos se mantuvo eso, y se tildó de heterodoxas las protestas de muchos al respecto, pese a sintetizarse ellas en lo de: «Todos tengan en gran honor el matrimonio» (Heb 13,4). Pero todo aquello, tan gratuito entonces como lo sería ahora, parece haber quedado superado con la Gaudium et Spes. Salvo que el hablar dela Iglesia, en vez de ser firme como el de Dios y siempre idéntico a sí mismo (1Pe 1,25), fuera pendular y acomodaticio según lo que interesara destacar en cada momento. Sin embargo, ni aún así sería jamás deslealtad a Jesús la salvaguarda de lo más básico del compromiso de la fe en Él (Mt 19,16), cuando lo creído mejor es enemigo de lo bueno y lleva al “abrasarse”.

Tampoco sucedería, si se percibiera netamente el equívoco encerrado en lo de que Dios no permite que seamos tentados más allá de nuestras fuerzas. Siendo ello así cuando la tentación sobreviene en y por sumisión a postulados de la «justicia de Dios», no sucede cuando es uno mismo quien él solo se mete en el atolladero. Es lo que acaece en esta cuestión al desechar la solución a mano establecida por Dios como norma general. Ya la sabemos: “Le haré una ayuda semejante a él y serán los dos un solo ser” (Gn 2,18; Mt 19,4-5).

Lo mismo por último, si se apreciara palmariamente el fallo oculto en lo de que Dios siempre concede “alas” a quien se lo pide, si lo hace «humilde e instantemente». No es Él en efecto quien tiene que avenirse y subordinarse a nuestras decisiones y actos en la tierra, por más firmes que sean ni por más buena fe que los hayan guiado. Somos nosotros lo que debemos acoplarnos a su a su modo de pensar, a su criterio, a su voluntad tal cual éstos son en el cielo (Mt 6,10). Y no admite duda el dictamen suyo respecto del carecer de “alas”: «que se casen los que no puedan guardar continencia» (1Cor 7,9).

Este fallo y el equívoco anterior recuerdan demasiado la propuesta del tentador a Jesús: «Si eres hijo de Dios, échate de aquí abajo, pues está escrito: A sus ángeles encargará que te tomen en sus manos para que tu pie no vaya a tropezar en una piedra».

La situación de Jesús ante esa tentación fue idéntica a la del que careciendo de “alas” oye que se le dice: “Persevera en el celibato, vive una ascesis adecuada y ora; pues escrito está que Dios nunca permite que seamos tentados sobre nuestras fuerzas (1Cor 10,13), ni que éstas nos falten si rezamos (Mt 26,41)”.

La respuesta de Jesús todos la conocemos: «También está escrito: No tentarás al Señor tu Dios». Pero con todo eso que he dicho llevamos entrañado desde la infancia en nuestra conciencia, a todos, no sólo al que sufre el problema, nos cuesta agonías considerarla la adecuada al caso. Hasta el punto de sentirnos herejes si la aplicamos, por contradecir ella lo afirmado por el Concilio de Trento en respaldo del anatema de su canon 9 sobre el sacramento del matrimonio.

baronrampante@hotmail.es
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