Cuando en Londres, y luego en Barcelona, había uno o dos autobuses con leyendas que cuestionaban en términos corteses la existencia de Dios, aquello me pareció una
iniciativa ingenua y peregrina, pero aceptable. Si por nuestras calles desfilan tantas manifestaciones de exaltación religiosa y con ambiciones catequista, y la Iglesia sigue conservando los privilegios adquiridos en los años cuarenta, en contra de la letra de la Constitución, ¿
por qué un autobús, en vez de uno de los habituales mensajes comerciales, no podía lucir una consigna poniendo en duda si hay Dios?
Si las guerras de religión (y ahora me acuerdo de Gaza) se pudieran solventar en los laterales de los autobuses sería tranquilizador. Si en vez de la frase imperativa ordenando beber Coca-Cola los autobuses sintetizaran el argumento ontológico de
San Anselmo o los
mensajes ecuménicos de los guías espirituales sería entretenido y satisfactorio.
Lo que nunca imaginé es que la ilusa provocación iba a concitar tantas respuestas, es decir, que la estrategia más bien tramposa, como toda publicidad, de no sé qué asociación de ateos (como si el ateísmo necesitara asociaciones, presidentes y secretarios) fuera a provocar tantas respuestas
de tono inquisitorial, exaltado o despectivo. Y eso sí que me inquieta, mucho.
(Alejandro V. García. Diario de Sevilla)