Había una vez un jardín hermoso, aunque abandonado. En él, jugaban niños y palomas, los ancianos hacían sus tardes de petanca o dormitaban en sus bancos, repletas sus maderas de historias de amor marcadas con llaves en la madera.
Las vistas eran magníficas, tanto desde el parque hacia afuera como, sobre todo, desde las afueras hacia el parque, que dominaba la falda de la ciudad. Como decíamos, el jardín era hermoso, pero estaba abandonado. Un buen día,
el cura y el alcalde, paseando por el parque, pensaron que había que adoptar alguna solución para que esa zona no se perdiera. Y decidieron convertirla en un solar, para construir bibliotecas, viviendas, una casa de acogida...
solo para los feligreses del cura. El alcalde estuvo de acuerdo. Los vecinos, no tanto. A veces tienen que quitarte lo tuyo para que te convenzas de la belleza de lo que tenías. Por eso protestaron, con pancartas y silbatos, en la puerta de la casa del alcalde y del cura. Ni por esas. Entonces, unos cuantos de ellos decidieron acudir
al juez del pueblo. Que les dio la razón. Tampoco hubo caso, pues el alcalde y el cura jugaban al mus juntos todas las tardes, y decidieron no hacer ni caso, decir al juez que todo era un trámite formal y lavarse las manos.
El jefe del cura viene al pueblo el verano que viene, y admirará la belleza del jardín -que se acondicionará para la ocasión-. Después vendrán las máquinas. Hermosa vista, desde dentro hacia afuera. Horrorosa, desde afuera hacia adentro.
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